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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (32 page)

BOOK: Mala ciencia
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La evidencia empírica de que el sida está causado por el VIH-1 o el VIH-2 es clara, exhaustiva e inequívoca. […] Como sucede con cualquier otra infección crónica, varios factores concurrentes ejercen algún tipo de influencia a la hora de determinar el riesgo de contraer la enfermedad. Las personas que padecen malnutrición, que sufren ya otras infecciones o que son de edad más avanzada, tienden a ser más susceptibles a un desarrollo rápido del sida tras haberse infectado con el VIH. No obstante, ninguno de esos factores socava en absoluto las pruebas científicas que evidencian que el VIH es la única causa del sida. […] La transmisión madre-hijo puede reducirse a la mitad o más mediante tratamientos breves con fármacos antivirales. […] Lo que funciona mejor en un país puede no ser lo más apropiado en otro. Pero para abordar la enfermedad, todos debemos entender ante todo que el enemigo es el VIH. La investigación (que no los mitos) será la que nos conduzca al desarrollo de tratamientos más eficaces y económicos.

No les sirvió de nada. Hasta 2003 el gobierno sudafricano se negó, por principio, a desplegar programas de medicación antirretroviral apropiados, y, tras esa fecha, adoptó dicha iniciativa de forma poco entusiasta. Semejante majadería sólo pudo ser derrotada tras una masiva campaña emprendida por organizaciones y movimientos de base, como la Treatment Action Campaign (Campaña de Acción Directa por el Tratamiento); pero, incluso después de que el gabinete de gobierno del Congreso Nacional Africano votara a favor de distribuir y administrar la medicación a la población, continuó habiendo ciertas resistencias. A mediados de 2005, seguían negándose los fármacos antirretrovirales al menos al 85 % de la población seropositiva que los necesitaban. Estamos hablando de un millón de personas, aproximadamente.

Esa resistencia, como es lógico, tenía raíces más hondas que un solo hombre. Buena parte de la misma procedía de la ministra de Sanidad de Mbeki, Manto Tshabalala-Msimang. Crítica acérrima de los fármacos médicos como tratamiento contra el VIH, la ministra no tenía reparos en aparecer en televisión exagerando sus peligros, menospreciando sus beneficios y mostrándose irritable y evasiva cuando se le preguntaba cuántos pacientes estaban recibiendo un tratamiento eficaz. En 2005, declaró que no sentía «presión» alguna por cumplir con el objetivo de tres millones de pacientes tratados con medicación antirretroviral, que mucha gente había ignorado la importancia de la nutrición y que no dejaría de advertir a los pacientes sobre los efectos secundarios de los antirretrovirales, y llegó a decir: «Se ha demostrado que teníamos razón en este tema. Somos lo que comemos».

Ése es un latiguillo inquietantemente familiar. También se tiene constancia de que Tshabalala-Msimang ha elogiado el trabajo de Matthias Rath y ha rehusado investigar las actividades de éste. Pero lo más divertido del caso es que es una devota incondicional del nutricionismo característico de las páginas de los suplementos de fin de semana a todo color que tan familiar les resultará a ustedes a estas alturas del libro.

Los remedios que ella propugna para combatir el sida son la remolacha, el ajo, el limón y la llamada «patata africana» (que es el rizoma de una planta del género de las
hypoxis
). Un extracto bastante típico de las palabras de la ministra de Sanidad de un país donde mueren de sida 800 personas al día es, por ejemplo, el siguiente: «El ajo crudo y la piel del limón no sólo le proporcionan un rostro y una piel de gran belleza, sino que también le protegen frente a las enfermedades». El pabellón de Sudáfrica en la Conferencia Mundial sobre el Sida celebrada en Toronto en 2006 fue bautizado por diversos delegados como el «puesto de las ensaladas». En él había algo de ajo, un poco de remolacha, las consabidas «patatas africanas» y un surtido de otras verduras y hortalizas. Posteriormente, se añadieron unas cuantas cajas de fármacos antirretrovirales, que, según cuentan, se tomaron prestadas en el último momento de otras delegaciones presentes en la conferencia.

A los terapeutas alternativos les gusta dar a entender que sus tratamientos y sus ideas no han sido suficientemente investigados. Como ustedes ya saben a estas alturas, ésa suele ser una acusación falsa y, en el caso concreto de las verduras favoritas de la ministra de Sanidad de Sudáfrica, ya se habían realizado diversos estudios con resultados que distaban mucho de ser prometedores. Entrevistada en la cadena SABC al respecto, Tshabalala-Msimang dio el tipo de respuestas que podríamos esperar oír en una cena-debate del norte de Londres sobre terapias alternativas.

En primer lugar, se le preguntó acerca de un trabajo realizado en la Universidad de Stellenbosch, que sugería que su planta preferida, la «patata africana», podría ser peligrosa para las personas que estuvieran recibiendo tratamiento con medicamentos antisida. Un estudio de los efectos de dicha planta sobre el VIH tuvo que ser interrumpido de forma prematura, porque los pacientes a los que se les administró el extracto de «patata africana» desarrollaron un grave síndrome de inhibición de médula ósea y una caída en sus recuentos de células CD4 (un síntoma negativo) transcurridas ocho semanas. Además, cuando se administró extracto del mismo vegetal a gatos infectados con el Virus de Inmunodeficiencia Felina (VIF), éstos sucumbieron al sida felino plenamente desarrollado más rápidamente que los animales con VIF del grupo de control, que no recibió tratamiento. Así pues, la «patata africana» no parece ser una buena apuesta.

Tshabalala-Msimang dijo estar en desacuerdo: los investigadores deberían volver a sus pizarras e «investigar apropiadamente». ¿Por qué? Porque las personas seropositivas que habían consumido «patata africana» habían mostrado mejoras y así lo habían manifestado ellas mismas. Si una persona dice que se siente mejor, ¿debemos nosotros discutírselo —se preguntaba ella— sólo porque no haya sido demostrado científicamente? «Cuando una persona dice que se está sintiendo mejor, ¿debo yo decirle “no, no creo que se esté sintiendo usted mejor”? ¿Que “es mejor que le practique antes una serie de pruebas científicas”?». Preguntada sobre si sus opiniones no deberían tener una base fundada en la ciencia, ella repuso: «¿En la ciencia de quién?».

Y ahí tenemos, seguramente, una buena pista, cuando no una fuente de exoneración. Estamos hablando de un continente que ha sido objeto de una explotación brutal por parte del mundo desarrollado: por el imperialismo, en un primer momento, y más tarde, por el capital globalizado. Las teorías de la conspiración acerca del sida y la medicina occidental no resultan del todo absurdas en un contexto así. De hecho, se sabe a ciencia cierta que la industria farmacéutica ha realizado ensayos de fármacos en África que le habría resultado imposible realizar en el mundo desarrollado. Muchos siguen encontrando sospechoso que los africanos negros sean, al parecer, las principales víctimas del sida y apuntan a los programas de guerra biológica puestos en marcha en su momento por los gobiernos del
apartheid
. También hay quien sospecha que el discurso científico sobre el VIH y el sida constituye un mecanismo (una especie de caballo de Troya) para una mayor expansión si cabe de los intereses políticos y económicos occidentales en la zona con la excusa de un problema que, esencialmente, se reduce a una cuestión de pobreza.

Y hablamos, además, de países nuevos, para los que la independencia y el autogobierno son fenómenos recientes, y que están teniendo dificultades para hacerse con una posición comercial y para encontrar su verdadera identidad cultural tras siglos de colonización. La medicina tradicional representa un importante vínculo con un pasado autónomo. Además, los medicamentos antirretrovirales han sido allí innecesaria, ofensiva y absurdamente caros, y hasta que no se impusieron unas medidas parcialmente exitosas para paliar ese problema, fueron muchísimos los africanos que vieron negado en la práctica su acceso al tratamiento médico apropiado.

Es muy fácil que nuestra petulante suficiencia nos haga olvidar que todos tenemos nuestras propias idiosincrasias culturales extrañas que nos impiden aceptar como deberíamos ciertas políticas prudentes y sensatas de salud pública. Para hallar ejemplos de ello no tenemos ni siquiera que apuntar a escándalos tan sonados como el de la vacuna triple vírica. Hay una buena base empírica, por ejemplo, que demuestra que los programas de distribución de jeringuillas desechables reducen la propagación del VIH; pero ésta es una estrategia que las autoridades han rechazado una y otra vez amparándose en una política de un «no rotundo a las drogas». Diversas organizaciones benéficas de ayuda al desarrollo, financiadas por grupos cristianos estadounidenses, se niegan a implicarse en programas de control de la natalidad, y cualquier insinuación favorable al aborto, incluso en países donde el hecho de que las mujeres tuvieran control sobre su propia fertilidad podría significar la diferencia entre el éxito y el fracaso en la vida, es acogida con tan gélido como devoto desagrado. Estos principios morales tan poco prácticos están profundamente arraigados, tanto que incluso Pepfar (el Plan Presidencial de Emergencia para la Ayuda contra el Sida, del gobierno federal estadounidense) ha llegado a exigir que todo receptor del dinero de su ayuda internacional firme una declaración en la que prometa expresamente no implicar en su actividad a trabajadoras ni a trabajadores del sexo.

No debemos despreciar los valores cristianos, pero yo diría que la implicación de las trabajadoras y los trabajadores del sexo es poco menos que la piedra angular de cualquier política eficaz contra el sida: el sexo de pago es habitualmente el «vector de transmisión» y esos trabajadores y trabajadoras constituyen una población de riesgo. Pero hay también otras cuestiones más sutiles en juego. Garantizar a estas personas los derechos legales necesarios para que no sean objeto de violencia ni discriminación es otorgarles poder para exigir el uso generalizado y universal de preservativos, lo que genera una barrera efectiva contra la propagación del VIH al conjunto de la comunidad. Y ahí es donde ciencia y cultura se encuentran cara a cara. Ahora bien, es muy posible que los amigos y vecinos con los que ustedes se relacionan en ese edén en el que se ha convertido su casa y su acomodado vecindario primen el principio moral de la abstinencia (del sexo y de las drogas) por encima de las muertes que provoca el sida, y, por lo tanto, es muy posible que no sean menos irracionales que Thabo Mbeki. Ése fue el contexto en el que se integró (gozando de gran visibilidad social e invirtiendo mucho dinero en el intento) el emprendedor de las pastillas vitamínicas Matthias Rath gracias a la riqueza que había amasado en Europa y Estados Unidos, y sacando partido de las inquietudes anticoloniales sin ni siquiera reparar en la ironía de que él fuera un hombre blanco que ofrecía píldoras fabricadas en el extranjero. Sus anuncios y sus clases prácticas fueron un rotundo éxito. Por aquel entonces, empezó a alardear también de unos cuantos casos individuales de pacientes y a exhibirlos como prueba de los beneficios que las píldoras vitamínicas podían reportar. La realidad es que algunos de los protagonistas de sus más famosas historias personales de éxito han fallecido ya de sida. Cuando se le preguntó acerca de la muerte de los pacientes estrella de Rath, la ministra de Sanidad, Tshabalala-Msimang, respondió: «Si tomo antibióticos y muero, no significa necesariamente que haya muerto por culpa de los antibióticos».

El de esta mujer no es un caso aislado: los políticos de Sudáfrica se han negado sistemáticamente a tomar cartas en el asunto. Rath asegura contar con el apoyo del gobierno y las figuras más destacadas de éste no han querido distanciarse de las actividades del doctor alemán ni criticarlas. Tshabalala-Msimang ha llegado a declarar públicamente que la Fundación Rath «no socava en lo más mínimo la postura del gobierno. Si acaso, la refuerza».

En 2005, exasperados por la inacción gubernamental, un grupo de 199 destacados profesionales médicos de Sudáfrica firmaron una carta abierta a las autoridades sanitarias de la provincia del Cabo Occidental solicitando la aplicación de medidas contra la Fundación Rath. «A nuestros pacientes se los inunda de publicidad que los anima a interrumpir la medicación que les está salvando la vida —escribieron—. Somos muchos los que hemos conocido experiencias directas de pacientes infectados de VIH que han visto su salud comprometida al dejar de administrarse sus antirretrovirales por culpa de las actividades de esa fundación.»

La publicidad de Rath no ha cedido un ápice en su intensidad. Él ha llegado incluso a afirmar que sus actividades cuentan con el respaldo de una ingente lista de patrocinadores y entidades afiliadas, incluidas la Organización Mundial de la Salud, la UNICEF y el ONUSIDA. Todas ellas han hecho públicas declaraciones en las que denuncian sin ambages las afirmaciones y las actividades de ese buen señor (descaro no le falta, ciertamente).

Sus anuncios contienen también una amplia riqueza de detalles en lo que a afirmaciones científicas se refiere. Como no haríamos bien en pasar por alto la ciencia en el relato de esta historia, vamos a examinar algunas de las conclusiones pretendidamente científicas que el doctor Rath enarbola a su favor, y muy concretamente, las extraídas de un estudio de la Universidad de Harvard llevado a cabo en Tanzania. Rath hizo referencia a esa investigación en anuncios a toda página, algunos de ellos aparecidos incluso en el
The New York Times
y en el
Herald Tribune
. Cabe mencionar que, luego, él cuenta (y alardea de) esa publicidad pagada en prensa como si fuera cobertura informativa favorable de su actividad en esos mismos diarios. Pero, en fin, a lo que íbamos. Esa investigación mostraba que los suplementos multivitamínicos pueden ser beneficiosos para la población de un país en vías de desarrollo afectado por el sida. Yo no le veo problema alguno a ese resultado, y existen sobradas razones para creer que las vitaminas podrían tener ciertos beneficios para una población que sea víctima frecuente de las enfermedades y la malnutrición.

Los investigadores reunieron a 1.078 embarazadas seropositivas y les asignaron aleatoriamente la administración de un suplemento vitamínico o bien la de un placebo. Reparemos de nuevo, si así les parece, en que ése es otro ensayo más (a gran escala, bien realizado y financiado con fondos públicos) sobre los efectos de los complementos de vitaminas que ha sido llevado a cabo por científicos convencionales, y que esto se contradice con las acusaciones de los nutricionistas cuando aseguran que tales estudios no existen.

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