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Authors: Mempo Giardinelli

Tags: #Novela negra, policiaca, erótica

Luna caliente (2 page)

BOOK: Luna caliente
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Si dormía, ella se despertó fácilmente de un sueño intranquilo. Hizo un movimiento, sus pechitos se zafaron de la cobertura de sus brazos, y se acostó boca arriba. De pronto, miró hacia la puerta y lo vio; rápidamente se cubrió con la sábana, aunque su pierna derecha quedó destapada y reflejando el brillo lunar.

Estuvieron así, mirándose en silencio, durante unos segundos. Ramiro entró a la habitación y cerró la puerta tras de sí. Se recostó en ella, acezante, dándose cuenta de que su pecho se alzaba y luego bajaba, rítmica, aceleradamente. Temblaba. Pero sonrió, para tranquilizarla; o de tan nervioso. Ella lo miraba, tensa, en silencio. Él se acercó lentamente hacia la cama y se sentó, sin dejar de mirarla a los ojos, penetrante, como si supiera que ésa era una manera de dominar la situación. Estiró una mano y empezó a acariciarle el muslo, suavemente, casi sin tocarla; sintió el leve estremecimiento de Araceli y apretó su mano, como para hundirla en la carne. Se reacomodó sobre la cama, acercándose más a ella, conservando esa especie de sonrisa patética que era más bien una mueca, tironeada por ese súbito tic que le hacía palpitar la mejilla izquierda.

—Sólo quiero tocarte —susurró, con voz casi inaudible, reconociendo la pastosidad de su paladar—. Sos tan hermosa…

Y empezó a acariciarla con las dos manos, sin dejar de mirarla, ahora, a todo lo largo de su cuerpo, siguiendo con su vista el recorrido de sus manos, que subieron por las piernas, por las caderas, se juntaron sobre el vientre, treparon lenta, suavemente, por el tórax hasta cerrarse sobre los pechos. Ella temblaba.

Ramiro la miró nuevamente a los ojos:

—Qué divina que sos —le dijo, y fue entonces que advirtió en ella el terror, el miedo que la paralizaba. Estaba a punto de gritar: tenía la boca abierta y los ojos que parecían querer salírsele de la cara.

—Tranquila, tranquila…

—Yo… —moduló ella, apenas en un suspiro—. Voy a…

Y entonces él le tapó la boca con una mano, conteniendo el alarido. Forcejearon, mientras él le rogaba que no gritara, y se acostaba sobre ella, apretándola con su cuerpo, sin dejar de manosearla, besándole el cuello y susurrándole que se callara. Y enseguida, espantado pero enfebrecido por su apasionamiento, empezó a morderle los labios, para que ella no pudiera gritar. Hundió su lengua entre los dientes de Araceli, mientras con la mano derecha le recorría el sexo, bajo la bombacha, y se exaltaba todavía más al reconocer la mata de los pelos del pubis. Ella sacudió la cabeza, desesperada por zafarse de la boca de Ramiro, por volver a respirar, y entonces fue que él, enloquecido, frenético, le pegó un puñetazo que creyó suave pero que tuvo la contundencia suficiente para que ella se aplacara y rompiera a llorar, quedamente, aunque insistía “voy a gritar, voy a gritar”; pero no lo hacía, y Ramiro la dejó respirar y gemir y le bajó la bombacha y se abrió el pantalón. Y en el momento de penetrarla, ella soltó un aullido que él reprimió otra vez con su boca. Pero como Araceli gimoteaba ahora ruidosamente volvió a pegarle, más fuerte, y le tapó la cara con la almohada mientras se corría largamente, espasmódico, dentro de la muchacha que se resistía como un animalito, como una gaviota herida. Hasta que Ramiro, embrutecido, ahuyentando una voz que le decía que se había convertido en una bestia, destapó la cara de la muchacha sólo unos centímetros, para horrorizarse ante la mirada de ella, lacrimógena, fracturada, que lo veía con pavor, como a un monstruo. Entonces volvió a cubrirla y a pegar trompadas sordas sobre la almohada. Araceli se resistió un rato más. Para Ramiro no fue difícil contenerla, y poco a poco ella se fue aquietando, mientras él miraba por la ventana, impasible, sin comprender, y se decía y repetía que la luna estaba muy caliente, esa noche, en Fontana.

III

No supo cómo llegó hasta ahí, pero cuando se dio cuenta estaba junto al Ford, respirando todavía agitadamente. Abrió la puerta y se sentó frente al volante. Pero se notó todavía demasiado nervioso; no podía manejar. Estaba completamente confundido. Encendió un cigarrillo y vio la hora: las dos y veinticinco.

Chupó el humo con fruición una o dos veces. Se dijo que necesitaba un largo trago de algo fuerte; era indispensable que aclarara sus ideas. La primera de ellas era obvia: huir. Araceli había dejado de resistirse, como cayendo en un sueño aletargado, y él ya no recordaba nada. No se había quedado a comprobar la muerte; le aterraba sentirse, súbitamente, un asesino.

Pero huir no era todo. ¿A dónde iría? Al Paraguay, se dijo, en tres horas estaría en la frontera. Cruzaría y al día siguiente vería qué hacer, con más calma. Podría llamar a algunos amigos, explicarles… ¿Qué? ¿Qué podía explicar de esa espantosa noche, de su ominosa conducta? Mejor sería desaparecer; cambiar de nombre, de identidad, cruzar el Paraguay rumbo a Bolivia; o ir al Brasil, hundirse en la selva amazónica.

Estoy loco, se dijo. ¿Y si me entrego? Era la posibilidad más leal, claro. La más, paradójicamente, humana y acorde consigo mismo: enfrentar a la ley. Podía, debía, ir en ese mismo instante a buscar un abogado que lo acompañara a la policía. Lo meterían, preventivamente, en un celda en la que podría dormir. Dormir… eso era todo lo que quería hacer en ese momento. Olvidarse de su inconsciencia, de esa brutalidad que él desconocía en sí mismo y que ahora le repugnaba recordar.

Pero no se entregaría, no, no podía aceptar la idea del repudio de la gente, de su familia, de sus amigos que sólo tres días antes, al regresar al Chaco después de ocho años, lo habían recibido con el antiguo cariño, con esa especie de admiración que produce, a los provincianos, el que un coterráneo haya recorrido el mundo. Él era un joven abogado regresado de una universidad francesa, doctor en jurisprudencia, especializado en Derecho Administrativo, que muy pronto iba a incorporarse a la Universidad del Nordeste como profesor. No concebía la idea de tener que mirar a su madre a la cara, sabiéndose un asesino. Y el escándalo social que se produciría, no, entregarse le resultaba intolerable.

Entonces…, sí, podía matarse. Encaminar el Ford, ese enorme carromato de ocho cilindros, convertido en un gigantesco, brilloso y restaurado ataúd de dos toneladas, a cien kilómetros por hora por el puente que cruzaba el Paraná hasta Corrientes. En lo más alto, un kilómetro después de la caseta de peaje, era cuestión de dar un violento volantazo. El coche rompería, a esa velocidad, las barandas de acero. Y caería, en un salto de cien metros, a la parte más profunda del río. Seguro, no podría sobrevivir… ¿No podría? ¿Y si acaso…? No, pero ése no era el problema. Sencillamente, no tenía valor para matarse. O no quería hacerlo. Si de algo estaba seguro era de que no se mataría. Al menos, conscientemente.

Bueno, se dijo, encendiendo otro cigarrillo, entonces lo único concreto en este momento es que tengo que huir. Y si voy a hacerlo, no hay mejor opción que rajarme al Paraguay, porque en Corrientes, en Misiones o en cualquier provincia me agarrarían mañana mismo. Encima, con este coche indisimulable.

Decidió que sus próximos pasos serían pocos y veloces: pasaría por su casa a buscar otra camisa, recoger todo el dinero que pudiera, sus documentos, una botella de ginebra o algo bien fuerte y saldría a la carretera. En la ruta, cargaría nafta y no pararía hasta Clorinda. Cruzaría el río y se iría a Asunción. Se metería en un hotel y dormiría, dormiría todo lo que quisiera. Después…, después volvería a pensar.

Colocó la llave en la ignición, y en ese momento, espantado, sintió que se orinaba cuando una mano se posó en su hombro.

IV

—Ramiro… —el hombre lo zarandeó un poco.

Ramiro se dio vuelta; del otro lado de la ventanilla estaba el médico, mirándolo con una sonrisa. Tenía los ojos vidriosos, aguachentos, y aspiraba entre dos dientes, con fuerza, sacándose un resto de comida. Olía a vino tinto, a decenas de litros de vino tinto.

—Doctor… —Ramiro hizo una mueca; no supo si quiso que fuera una sonrisa—. Me asustó.

—¿Tenés un cigarrillo, hijo?

—Sí, claro —se apresuró a ofrecerle el paquete. Después le pasó el encendedor.

—No podía dormir —dijo el médico, tosiendo con fuerza; luego se aclaró la garganta—. El calor es insoportable. Jé…, pero yo todas las noches me escapo.

Ramiro se desesperó: los borrachos, los cariñosos, son doblemente pesados. Se preguntó dónde habría estado el hombre durante…, bueno, durante lo que pasó. Evidentemente, no había visto ni escuchado nada. ¿Y si era una trampa? No, por borracho que estuviera, el tipo hubiese reaccionado de otra forma, no pidiéndole un cigarrillo. Pero, como fuera, él, debía irse. Urgentemente.

—Ya me iba.

—¿Se arregló el coche? —el médico se recostó contra la ventanilla, y le hablaba tirándole su aliento asqueroso en la cara. Fumaba, con un pie apoyado en el zocalito de la puerta.

—Sí, creo que sí —se apuró, encendiendo el motor—. Debía estar ahogado.

—Llevame a dar una vuelta. Vamos a Resistencia, te acompaño, y allá nos tomamos un vinito en “La Estrella”.

—No, doctor, es que…

—Que qué —enojado, le dio un golpecito en el hombro—. ¿Me vas a despreciar la invitación?

El hombre se apartó del coche, estuvo a punto de caer al suelo, mantuvo el equilibrio y caminó, inestable, por delante del coche y se metió por la otra puerta. Resopló al desplomarse en el asiento.

—Vamos —dijo.

—No, doctor, es que después no voy a poder traerlo. Tengo que devolver el coche. Es de Juanito Gomulka.

—¡Carajo, ya sé que es de Gomulka!

—Pero tengo que devolverlo.

—No importa, me dejás por ahí. Me vuelvo a pata, tomo un micro, qué carajo, yo quiero tomar un vinito con vos. Por tu viejo, ¿sabés? Yo lo quise mucho a tu viejo —pareció que iba a llorar—. Lo quise mucho.

—Ya lo sé, doctor.

—No me llamés doctor, che, decime Braulio.

—Está bien, pero…

—Braulio, te dije que me digas Braulio… —y la voz se le apagaba en un eructo. El hombre estaba hecho una laguna de alcohol.

—Vea, don Braulio: créame que no puedo llevarlo. Tengo que hacer.

—¿Qué mierda tenés que hacer a esta hora, che? Son como las… ¿Qué hora es?

—Las tres —mirando el reloj, Ramiro se sintió empavorecido. Era indispensable llegar a Clorinda antes del amanecer; no quería cruzar de día. Y aún le faltaba pasar por su casa, recoger el dinero, los documentos.

—Bueno, poné primera y vamos.

Ramiro arrancó, resignado, diciéndose que en Resistencia se desembarazaría del médico; ya encontraría la forma. Mientras, tenía que pensar bien sus pasos, para no perder más tiempo.

—Me alegra mucho verte, pibe —el otro hablaba arrastrando las palabras. Sacó una pequeña botella de vino. Ramiro se preguntó si ya la tenía en la mano o si la llevaba en el bolsillo del pantalón. Se fastidió porque se dio cuenta de que sería invitado y, al negarse, el médico se enojaría—. Mierda, cómo lo quise a tu viejo… Tomá un trago.

—No, gracias.

—Puta madre, mírenlo al abstemio. ¡Tomá, te digo! —y le encajó la botella en la cara. El coche se desvió unos metros. Ramiro pudo mantener la estabilidad.

—Gracias —dijo, tomando la botella.

La acercó a sus labios, pero sin dejar que entrara a su boca ni una sola gota. No era vino lo que necesitaba. Y además, era mejor no tomar. Iba a manejar de noche. Y quería estar lúcido para pensar. Cuando le devolvió la botella, decidió que no le vendría mal saber algo de las recientes actividades del médico.

—¿Y usted, doctor, por dónde anduvo? Creí que se había ido a dormir.

—Todas las noches me escapo. Carmen es una vieja imbancable; dormir con ella es más feo que tragar una cucharada de mocos.

Rió de su chiste.

—Aguantarla es más difícil que cagar en un frasquito de perfume —entusiasmado, se reía, hipando, procazmente—. La pobre está gastada como chupete de mellizos.

Siguió riéndose. Era una risa repulsiva.

—¿Y adónde va?

—¿Quién?

—Usted. Cuando se escapa.

—Me pongo en pedo.

—¿Y esta noche qué hizo?

—Te lo estoy diciendo, chamigo: me puse en pedo. Yo soy claro en lo que digo, ¿o no? Los hombres, hombres, y el trigo, trigo, como decía Lorca.

—Sí, pero dónde toma. No lo escuché.

—En la cocina. En mi casa siempre hay vino. Mucho vino. Todo el vino del mundo para el doctor Braulio Tennembaum, médico clínico, mención honorífica de mi generación en la Facultad de Medicina de Rosario —se sonó la nariz, con la mano, y se la limpió en los pantalones— …que vino a parar a este pueblo de mierda.

Ramiro aceleró al llegar al pavimento. El Ford bramaba en la noche, quebrándola; los ocho cilindros respondían perfectamente. Gomulka era un gran mecánico, se dijo, llegaría a tiempo a Clorinda. Se preguntó, repentinamente alarmado, si los papeles del coche estarían en regla, pues debía cruzar el río Bermejo para entrar a la provincia de Formosa, y ahí había un puesto de Gendarmería. Se estiró al costado, buscó en la guantera y los encontró. Todo marcharía bien. Pero debía desprenderse de Tennembaum.

—¿Y Araceli, che? —preguntó éste.

Ramiro se crispó, alerta. No respondió, pero supo que el otro lo miraba.

—Está linda mi hija, ¿eh? Va a ser una mujer del carajo.

Ramiro apretó el volante y se mantuvo en su empecinado silencio. Ya se veían las luces de Resistencia.

—Si alguna vez alguien le hiciera daño —continuaba Tennembaum—, yo lo mataría. A quien fuera, lo mataría.

Ramiro recordó las convulsiones de Araceli bajo la almohada, la energía que se le fue acabando, aquella sensación de gaviota herida e insumisa que había cedido a su presión. Sintió un escalofrío. Por el rabillo del ojo, vio que el médico lo miraba fijamente. Se sobresaltó. ¿Y si sabía? ¿Y si esto era una trampa y así como había sacado una botella de vino, ahora Tennembaum sacara un revólver? Sintió náuseas, un fuerte mareo.

Frenó el coche y se salió de la ruta, estacionándose a un costado. Abrió bruscamente la puerta y sacó la cabeza, para vomitar.

—Te sentís mal —dijo el médico.

—¡Puta madre! —gritó Ramiro—. Es obvio, ¿no?

Y se quedó un rato así, con la cabeza inclinada. Sacó un pañuelo del pantalón y se limpió la boca. Pero siguió en esa posición, diciéndose que más que nada lo que tenía era miedo. Y que si se trataba de una trampa y el médico sabía lo de su hija, mejor que lo matara ahí mismo y chau.

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