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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (8 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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—¿A qué hora se fue el jueves?

—Se fue en el coche a casa a eso de las nueve, creo.

—¿Hablaron con él después? Por teléfono o en persona.

—No, nada. Signe siempre se preocupa mucho, y ha estado llamándolo todo el fin de semana, pero no respondía, y yo… Yo le decía que era una exagerada, que dejara al chico en paz. —De nuevo acudieron las lágrimas y el hombre se las secó con la manga, un tanto avergonzado.

—O sea, que nadie respondía en casa. ¿Tampoco en el móvil?

—No, solo el contestador automático.

—¿Y eso no era normal?

—No, no lo era. Signe llama quizá con más frecuencia de la cuenta, pero Matte tenía más paciencia que un ángel. —Gunnar volvió a pasarse la manga de la chaqueta por los ojos.

—¿Por eso han venido a su casa?

—Sí y no. Signe estaba preocupadísima. Y yo también, aunque trataba de disimularlo. Y cuando llamaron del ayuntamiento diciendo que no había ido al trabajo… En fin, no era propio de él. Siempre era muy puntual y muy formal para esas cosas. En eso se parecía a mí.

—¿Cuál era su trabajo en el ayuntamiento?

—Era el jefe del departamento de finanzas, desde hacía un par de meses. Por eso volvió a Fjällbacka. Tuvo suerte con ese puesto, porque aquí no hay mucho trabajo para licenciados en económicas.

—¿Y cómo es que volvió a Fjällbacka? ¿Dónde vivía antes?

—En Gotemburgo —dijo Gunnar, respondiendo en primer lugar a la segunda pregunta—. Lo cierto es que no sabemos por qué decidió volver. Pero poco antes le ocurrió algo terrible. Una pandilla le agredió cuando iba por el centro y estuvo ingresado en el hospital unas semanas. Ese tipo de sucesos pueden hacernos pensar… En cualquier caso, se mudó a Fjällbacka otra vez, y nosotros estábamos encantados. Sobre todo Signe, claro. No cabía en sí de alegría.

—¿Llegaron a averiguar la identidad de los agresores?

—No, la Policía no dio con ellos. Matte no los conocía, y tampoco podría haberlos identificado después. Pero le dieron una buena paliza. Cuando Signe y yo llegamos al Sahlgrenska para verlo, nos costó reconocerlo.

—Mmm… —murmuró Patrik.

Añadió una interrogación junto a las notas sobre la agresión. Pensaba indagar acerca de ello cuanto antes. Tendría que ponerse en contacto con los colegas de Gotemburgo.

—Es decir, ¿no saben quién podría querer hacerle daño a Mats? ¿Alguien con quien hubiese tenido algún problema?

Gunnar negó con vehemencia.

—Matte no se ha peleado con nadie en toda su vida. Todo el mundo lo quería. Y a él le caía bien todo el mundo.

—¿Y en el trabajo?

—Creo que estaba a gusto. La verdad es que el jueves me pareció un tanto preocupado, pero fue solo una impresión mía. Quizá porque tenía mucho que hacer. En cualquier caso, no mencionó que hubiese discutido con nadie. Erling es un poco especial, por lo que tengo entendido, pero Matte decía que era inofensivo y que sabía cómo había que tratarlo.

—¿Y qué me dice de su vida en Gotemburgo? ¿Estaban ustedes al corriente? ¿Amigos, novia, compañeros de trabajo?

—No, la verdad, no puedo decir que supiéramos mucho. No es que se prodigase contándonos nada al respecto. Signe trataba de sonsacarle algo de cómo le iba la vida en lo que a chicas y amistades se refiere. Pero él nunca daba muchos detalles. Hace unos años sí hablaba más de sus amigos y conocidos, pero desde que empezó en el último trabajo que tenía en Gotemburgo, daba la impresión de haberse apartado de la vida social y estar entregado solo al trabajo. Matte era así, lo absorbía el trabajo.

—¿Y desde que llegó a Fjällbacka? ¿No volvió a contactar con los viejos amigos?

Gunnar volvió a negar con un gesto.

—No, no parecía interesarle. Claro que no son muchos los que siguen viviendo aquí, la mayoría se ha mudado, pero daba la impresión de que prefería estar a lo suyo. A Signe la tenía preocupada esa actitud.

—¿Tampoco había ninguna novia?

—No lo creo. Pero claro, nosotros tampoco estábamos siempre al corriente de esos asuntos.

—¿No fue nunca con nadie a su casa? —preguntó Patrik sorprendido—. ¿Cuántos años tenía Matte? —Patrik iba preguntando y Gunnar respondía. La misma edad que Erica, pensó Patrik.

—No, la verdad es que no. Pero eso no tiene por qué significar que no tuviera novia o amigos —añadió Gunnar, como si hubiera oído los pensamientos de Patrik.

—Muy bien. Si recuerdan algo más, puede llamarme a este número. —Patrik le dio su tarjeta—. Cualquier cosa, por insignificante que les parezca. Tendremos que hablar con su mujer también. Y seguramente necesitemos hablar con usted otra vez. Espero que sea posible.

—Claro —dijo Gunnar guardando la tarjeta—. Por supuesto.

Miró por la ventanilla hacia donde se encontraba Signe que, según le pareció, había dejado de llorar. Probablemente, el personal sanitario de la ambulancia le habría administrado algún tranquilizante.

—Lo siento muchísimo —dijo Patrik. Luego se alzó el silencio entre los dos. No había mucho más que decir.

Cuando Gunnar Sverin y él salían del coche policial, vieron entrar en el aparcamiento a Torbjörn Ruud con su equipo de técnicos. Estaba a punto de comenzar esa parte tan delicada del trabajo que consistía en recoger pruebas.

A
hora que había pasado todo le costaba comprender cómo no adivinó de antemano las intenciones de Fredrik. Claro que no habría resultado tan fácil. Lo que enseñaba a la galería estaba lo bastante pulido, y Fredrik la cortejó como nunca habría podido imaginar que la cortejaran. Al principio se rio de él, pero tal actitud constituyó un incentivo, y Fredrik empezó a esforzarse más aún, hasta que ella se ablandó. La agasajó, la llevaba de viaje al extranjero, a hoteles de cinco estrellas, la invitaba a champán y le enviaba tal cantidad de flores que casi no cabían en su apartamento. Ella merecía todo tipo de lujos, aseguraba Fredrik. Y Annie lo creyó. Era como si le hablara a una parte de ella que siempre había existido: la inseguridad y el deseo de oír que era especial, que merecía más que otras personas. ¿De dónde salía el dinero? Annie no recordaba haberse planteado esa cuestión siquiera.

Aunque el viento había arreciado, se quedó fuera, en el banco del lado de la casa que daba al sur. Ya se le había enfriado el café, pero siguió dando sorbitos de vez en cuando. Estaba encogida y le temblaban las manos. Aún le flaqueaban las piernas, y seguía teniendo el estómago revuelto. Sabía que le duraría un tiempo, no era ninguna novedad.

Poco a poco, fue entrando en el mundo de Fredrik, lleno de fiestas, viajes, gente guapa y cosas bonitas. Un hogar elegante. Se mudó con él casi enseguida, y dejó de buena gana el estudio agobiante que tenía en Farsta. ¿Cómo podría seguir viviendo allí, volver allí tras noches y días enteros en la espléndida casa de Djursholm, donde todo era nuevo, blanco y costoso?

Cuando comprendió a qué se dedicaba Fredrik, cómo ganaba el dinero, ya era demasiado tarde. Su vida estaba vinculada a la de él. Tenían amigos comunes, ella llevaba un anillo en el dedo y estaba sin trabajo, puesto que Fredrik quería que se quedara en casa y se ocupara de que todo en su vida fuera como una seda. La triste verdad era, pese a todo, que Annie ni siquiera se alteró demasiado al enterarse. Simplemente, se encogió de hombros, tranquila y convencida de que él pertenecía a la esfera más alta de un negocio sucio, de que se encontraba tan en las alturas, que la mierda de lo más bajo no le salpicaría. Además, había cierta cantidad de emoción en todo aquello. Le proporcionaba un chute de adrenalina saber lo que se manejaba a su alrededor.

Como era lógico, nada de aquello se veía de puertas afuera. Sobre el papel, Fredrik era importador de vinos, lo cual era verdad, en cierta medida. Su empresa obtenía una cantidad más o menos normal de beneficios anuales, le encantaba visitar los viñedos que había comprado en la Toscana y tenía el proyecto de lanzar su propio vino. Esa era la versión oficial que todos conocían, y nadie la cuestionaba. A veces, mientras cenaba rodeada de personas de la nobleza y el mundo empresarial, se extrañaba de lo fácil que resultaba embaucarlos, lo bien que se tragaban todo lo que decía Fredrik. Aceptaban que aquellas sumas enormes de dinero que manejaban en las conversaciones procedían de su empresa de importación. Seguramente, porque preferían creer lo que les convenía. Exactamente igual que ella.

Al nacer Sam, todo cambió. Era Fredrik quien insistía en tener hijos. Exigía que fuera un varón. Ella no estaba muy convencida. Todavía sentía vergüenza al recordar su preocupación por cómo el embarazo afectaría a la línea, cómo limitaría sus posibilidades de celebrar almuerzos de tres horas con sus amigas o de dedicar el día entero a ir de compras. Pero Fredrik se mostró inquebrantable, y muy a su pesar, Annie accedió.

En el preciso momento en que la matrona dejó al niño en sus brazos, su vida cambió por completo. Ninguna otra cosa importaba ya lo más mínimo. Fredrik tuvo el varón que deseaba, pero empezó a notar cómo él desaparecía en la periferia y perdía su posición. No era el tipo de hombre que toleraba que le arrebataran el primer puesto, y los celos de Sam adquirieron las formas de expresión más extraordinarias. Le prohibió amamantarlo y, en contra de su voluntad, contrató a una niñera para que se ocupase del niño. Pero ella no se dejó amilanar. Puso a Elena a planchar y a pasar la aspiradora, mientras que ella dedicaba las horas enteras a Sam. Nadie podía interponerse entre ellos dos. Se sentía tan segura en su nuevo papel de madre como vacilante y perdida se había sentido antes del nacimiento de su hijo.

Pero en el mismo momento en que tuvo a Sam en sus brazos, su vida empezó a desmoronarse. La violencia no era una novedad, se había manifestado cuando Fredrik bebía un poco más de la cuenta o cuando se llenaba la nariz y se le iba la pinza. Ella acababa con unos cuantos cardenales que le dolían un par de días, o sangrando un poco por la nariz. Solo eso, nada más serio.

Sin embargo, después de nacer Sam, su vida se convirtió en un infierno. El viento y los recuerdos le llenaron los ojos de lágrimas. Le temblaban tanto las manos que se salpicó de café el pantalón. Parpadeó para eliminar las lágrimas y también las imágenes. La sangre. Había tanta sangre… Los recuerdos se superponían, como dos negativos mezclados en uno. Aquello la desconcertaba. La aterrorizaba.

Annie se levantó bruscamente. Necesitaba estar cerca de Sam. Necesitaba a Sam.

-V
erdaderamente hoy es un día trágico.

Erling presidía la mesa gigante de conferencias y miraba a sus colaboradores con expresión grave.

—Pero ¿cómo fue?

Gunilla Kjellin, la secretaria, se sonaba con un pañuelo. Las lágrimas le corrían sin cesar por las mejillas.

—El policía que llamó no ha dicho gran cosa, pero he creído entender que Mats ha sido víctima de un crimen.

—¿Lo han matado?

Uno Brorsson se acomodó en la silla. Como de costumbre, llevaba la camisa de franela con estampado de cuadros remangada por encima de los codos.

—Ya digo que todavía no sé mucho, pero cuento con que la Policía nos mantendrá informados.

—¿Cómo afecta eso al proyecto? —Uno se atusó un poco el bigote, como siempre que se alteraba.

—En nada. Eso quiero dejarlo claro aquí y ahora ante todos vosotros. Matte invirtió muchas horas en el Proyecto Badis, y él habría sido el primero en decir que debemos seguir adelante. Todo continuará tal y como dictan los planes, y yo mismo asumiré la responsabilidad de las finanzas hasta que encontremos a un buen sustituto.

—¿Cómo es posible que habléis ya de reemplazarlo? —sollozó Gunilla.

—Vamos, Gunilla.

Erling no sabía exactamente cómo enfrentarse a aquel estallido emocional, que hallaba de lo más inapropiado a pesar de las circunstancias.

—Tenemos una responsabilidad, por el municipio, por sus habitantes y por todos aquellos que han entregado su alma no solo a este proyecto, sino a todo aquello que emprendemos con la intención de hacer florecer a esta comunidad.

Hizo una pausa, sorprendido y satisfecho de su propia oratoria, antes de proseguir:

—Por trágico que nos resulte el hecho de que la vida de este joven se haya extinguido antes de tiempo, no podemos pararnos sin más.
The show must go on
, como dicen en Hollywood.

Reinaba ya un silencio absoluto en la sala de conferencias, y la última frase había sonado tan bien, que Erling no pudo evitar repetirla. Se irguió, sacó el pecho y con ese acento suyo de la región de Bohuslän, insistió:


The show must go on, people. The show must go on
.

A
páticos y sentados a la mesa de la cocina, el uno frente al otro. Así llevaban desde que los policías, muy amables, los dejaron en casa. Gunnar habría preferido conducir él, pero los agentes se empeñaron en llevarlos. De modo que tuvo que dejar el coche en el aparcamiento, y se vería obligado a ir allí a pie al día siguiente para recogerlo. Pero claro, una vez allí, podría aprovechar para saludar a…

Gunnar dejó escapar un sollozo. ¿Cómo podía haberlo olvidado tan pronto? ¿Cómo era capaz de olvidar ni por un segundo que Matte había muerto? Si lo habían visto boca abajo en la alfombra de rayas que Signe le había tejido cuando se aficionó a esa labor. Boca abajo y con un agujero en la nuca. ¿Cómo había podido olvidar la sangre?

—¿Quieres que ponga un poco de café?

Tenía que romper el silencio. Lo único que oía era su corazón, y haría cualquier cosa por no tener que percibir aquellos latidos que lo obligaban a sentirse vivo y a seguir respirando suspiro tras suspiro, cuando su hijo estaba muerto.

—Voy a prepararlo.

Se levantó, aunque Signe no había respondido. Aún se encontraba bajo los efectos de los tranquilizantes y estaba inmóvil, con la mirada perdida y las manos cruzadas sobre el hule de la mesa.

Gunnar se movía mecánicamente. Puso el filtro, vertió el agua, abrió la lata del café, contó las cucharadas y apretó el botón. Enseguida empezó a salir vapor del café burbujeante.

—¿Quieres algo para acompañar el café? ¿Un trozo de bizcocho? —Hablaba con una normalidad extraña. Se acercó al frigorífico y sacó el trozo de bizcocho que Signe había hecho el día anterior. Con mucho cuidado, retiró el plástico, puso el bizcocho en la tabla y cortó dos buenos trozos. Los colocó en sendos platos y le puso uno a Signe y el otro delante de su sitio en la mesa. Ella no reaccionó, pero Gunnar no se sentía con fuerzas para preocuparse por eso en aquellos momentos. Solo oía los latidos en el pecho, que el tintineo de los platos y el burbujeo de la cafetera consiguieron acallar unos segundos.

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