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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (4 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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Lo cierto es que la mujer estaba encantada conmigo. Mis bromas la divertían. Supongo que la causa de mi agudeza era que llevaba muchos días sin hablar con nadie. No obstante mi depresión, conseguí que afloraran todos los recursos de mi buen humor. Conté unas cuantas historias acerca del cabo, y lo hice con un estilo vigoroso. Debí de parecerles tan decidido como un presidiario que ha salido de la cárcel con un día de permiso. Por otra parte, la compañía de Jessica Pond había tenido la virtud de sacarme de mis negros pensamientos. Pronto deduje de nuestra conversación que era dueña de importantes propiedades. Hablaba de grandes mansiones rodeadas de espléndidos jardines con el mismo entusiasmo con que un agente de la propiedad se las mostraría a un cliente potencial, y no tardé en comprender la razón. Jessica había sabido aumentar considerablemente la fortuna de su familia. Su profesión, allá en California, era, ni más ni menos, la de agente de la propiedad. Y el éxito la acompañaba, al parecer.

Provincetown tuvo que representar un gran desengaño para ella. Ofrecemos nuestra arquitectura tradicional, pero no es nada del otro mundo: viejas casitas de pescadores con escaleras exteriores de madera a las que se adhiere la sal de Cape Cod. Alquilamos habitaciones a los turistas. Cientos de habitaciones, todas con su escalera exterior. Para alguien que busque un estilo de vida elegante y refinado, Provincetown resulta tan atractivo como una docena de postes del teléfono agrupados en un cruce de carreteras.

Probablemente, la engañó lo encantador de nuestra posición en el mapa: la delgada punta afiligranada del cabo se curva sobre sí misma como la puntera de cierto calzado medieval. Probablemente, Jessica esperaba grandes extensiones de césped. En vez de ello, tuvo que conformarse con tenduchos de mala muerte llenos de toda clase de género y una calle Mayor de un solo sentido, tan estrecha que si había un camión aparcado sobre la acera, tragabas saliva y rezabas para que tu coche alquilado no sufriera ningún rasguño mientras pasabas.

Como es natural, me preguntó por la mansión más imponente de que puede enorgullecerse nuestro pueblo. Es un palacio de cinco pisos –el único en Provincetown– que se alza en lo alto de una colina, en medio de un extenso parque circundado por una verja de hierro. No supe decirle quién vivía entonces allí, ni si era el propietario o lo había alquilado. Alguien me dijo su nombre, pero lo había olvidado. No es fácil explicárselo a los forasteros, pero aquí, en Provincetown, durante el invierno la gente se recluye en su madriguera. Y lo hace voluntariamente. Conocer a los recién llegados puede ser tan difícil como viajar de una isla a otra. Además, ninguno de mis conocidos, teniendo en cuenta nuestra habitual indumentaria invernal (téjanos, botas, chaquetones), habría franqueado nunca el portón de aquella verja. Era evidente que el actual propietario de la más imponente mansión de nuestro pueblo tenía que ser alguien muy rico. Así que traté de recordar quién era el hombre más rico que había conocido (resultó ser, por cierto, el ex marido de Patty Lareine, el de Tampa), lo trasladé al norte, a Provincetown, y le hice señor del palacio. No quería que mi conversación con Jessica languideciera ni por un instante.

–¡Ah, sí! La mansión ésa pertenece –le dije– a Meeks Wardley Hilby III. Vive solo en ella –hice una pausa–. Le conozco. Fuimos juntos a Exeter.

–¡Vaya! –exclamó Jessica después de una pausa bastante larga–. ¿Podríamos hacerle una visita?

–No está aquí. Actualmente viene raras veces a Provincetown. Visitas de médico.

–¡Lástima! –dijo Jessica.

–No creo que le cayera bien –le expliqué–. Es un hombre muy raro. En Exeter volvía locos a los profesores. Quebrantaba las normas acerca del vestir. En clase debíamos llevar chaqueta y corbata, pero el amigo Wardley se presentaba vestido como un príncipe del Ejército de Salvación.

Aquella historia debía de parecer muy prometedora, porque Jessica se echó a reír la mar de contenta, pero recuerdo que cuando me disponía a seguir contándosela tuve la fortísima sensación de que no debía proseguir, algo tan irracional como un misterioso olor a humo que llegara hasta mis narices. ¿Saben una cosa? A veces pienso que las personas somos como estaciones de radio, y que algunas informaciones no deberían difundirse. Bien, como decía, algo intangible me conminó a no continuar (como es natural, no hice caso: ¡no podía defraudar a aquella rubia tan atractiva!), y un instante después, mientras buscaba las palabras para proseguir mi relato, apareció ante mí una imagen que no había visto desde hacía años, nítida como una moneda recién acuñada: Era Meeks Wardley Hilby III, Wardley, alto y desgarbado, con su habitual atuendo de pantalones téjanos, escarpines de charol y esmoquin con las solapas de satén deslucidas y arrugadas, el que llevaba siempre para ir a clase (con gran disgusto de buena parte de sus profesores); sus calcetines púrpura y su corbata de lazo heliotropo brillaban como rótulos de neón de Las Vegas.

–¡Dios mío! –le dije a Jessica–, ¡le llamábamos «el gilipollas de Wardley»!

–Explíquemelo todo acerca de él –me dijo–. Por favor.

–No sé si debo –le contesté–. Esta historia tiene algunas escenas bastante sórdidas.

–¡Venga, cuéntenoslo! –terció Pangborn. No necesitaba que me animaran.

–Para mí, buena parte de culpa la tuvo su padre –les dije–. Su padre debió de ejercer gran influencia sobre él. Está muerto. Meeks Wardley Hilby II.

–¿Cómo sabían a cuál de los dos se referían? –preguntó Pangborn.

–Bueno, la gente llamaba Meeks al padre y Wardley al hijo. Así no había confusión posible.

–¡Vaya! –dijo Pangborn–. ¿Se parecían mucho?

–No, en nada. Meeks era un deportista y Wardley era Wardley. Cuando era niño, sus niñeras le ataban las manos a la cama. Ordenes de Meeks. Para impedir que se masturbara continuamente.

Miré a Jessica como diciéndole: «Este es uno de los detalles que me causaba reparo explicar.» Ella me contestó con una sonrisa que podía traducirse como: «Estoy sobre ascuas. Explícalo todo de una vez.»

Lo hice. Hilvané una historia sobre la marcha y les expliqué con todo detalle la adolescencia de Meeks Wardley Hilby III, sin ningún remordimiento por haber cambiado el escenario de mi relato del palacio en la costa del Golfo a la gran mansión de lo alto de la colina, pues, al fin y al cabo, sólo se lo contaba a Pond y Pangborn. ¿Qué podía importarles, dije para mí, el lugar donde ocurrió?

Así pues, proseguí. La esposa de Meeks y madre de Wardley murió cuando él estaba en el primer curso en Exeter, y poco después su padre se casó con su amante. A ninguno de los dos le gustaba Wardley, que les pagaba con la misma moneda. En el tercer piso de la mansión había una habitación que siempre tenía la puerta cerrada, y Wardley se moría de ganas de saber por qué. Sin embargo, hasta que le expulsaron de Exeter, en el último curso, no estuvo en casa el tiempo suficiente para que su padre y su madrastra pasaran una noche fuera de la mansión. El día que se quedó solo, armándose de valor, avanzó paso a paso por una cornisa exterior del tercer piso y se metió en la habitación por la ventana.

–¡Esto me gusta! –exclamó Jessica–. ¿Qué encontró en la habitación?

Le dije que había encontrado una gran cámara fotográfica de aspecto anticuado, cubierta con un trapo negro y montada sobre un pesado trípode en uno de los rincones, y, en una mesita con estantes, cinco álbumes fotográficos de pergamino rojo. Era una colección de pornografía muy especial. Los cinco álbumes contenían grandes fotografías de color sepia de Meeks haciendo el amor con su amante.

–¿La que se había convertido en su esposa? –preguntó Pangborn.

Asentí con la cabeza. Según Wardley, las primeras fotos debieron de ser tomadas el año en que él nació. Los diversos álbumes mostraban el progresivo envejecimiento de Meeks y su amante. Un año o dos después de la muerte de la madre de Wardley, cuando el nuevo matrimonio de Meeks aún era relativamente reciente, otro hombre empezó a aparecer en las fotografías.

–Era el administrador de la propiedad –les expliqué–. Wardley me dijo que cenaba con la familia cada día. Al llegar aquí, Lonnie juntó las manos.

–Increíble –dijo.

Las fotografías más recientes mostraban al administrador haciendo el amor con la esposa de Meeks mientras éste permanecía sentado a poca distancia leyendo el diario. Los amantes adoptaban diversas posiciones, pero Meeks seguía enfrascado en su periódico sin hacerles caso.

–¿Quién era el fotógrafo? –preguntó Jessica.

–Según Wardley, el mayordomo.

–¡Vaya casa! –exclamó Jessica–. ¡Una cosa así sólo podría pasar en Nueva Inglaterra!

Esta salida nos hizo reír un buen rato.

No les dije que el mayordomo sedujo a Wardley cuando éste tenía catorce años. Tampoco les repetí su comentario acerca de aquel hecho: «Desde entonces estoy tratando de recuperar los derechos de propiedad sobre mi recto.» Probablemente, existía el medio para que Jessica cediera sus derechos de propiedad, pero como no lo había encontrado, obraba con cautela.

–A los diecinueve años –continué– Wardley se casó. Creo que lo hizo para confundir a su padre. Meeks era profundamente antisemita, y Wardley le dio como nuera una chica judía. Que además tenía la nariz grande.

Esto último les hizo tanta gracia, que sentí deseos de echarme atrás, pero la cosa ya no tenía remedio; además, gozaba narrando aquella historia y lo que venía a continuación era crucial para su desarrollo.

–Su nariz –dije–, según la describió Wardley, se curvaba sobre su labio superior de tal modo que parecía que la chica estuviera oliendo su propio aliento. Por algún motivo, tal vez porque Wardley es un gourmet, este detalle excitaba su concupiscencia de un modo extraordinario.

–¡Vaya! Espero que el matrimonio fuera feliz –dijo Jessica con retintín.

–Verá… no del todo –le respondí–. La esposa de Wardley era una mujer de principios. De modo que no le hizo ninguna gracia descubrir que su marido también tenía su propia colección de pornografía. La destruyó. Y luego hizo algo todavía peor: se ganó la voluntad de su suegro. Al cabo de cinco años de matrimonio había conseguido que Meeks estuviera tan contento de ella, que el viejo dio una cena en su honor y el de su hijo. Wardley cogió una pítima fenomenal, y en el transcurso de la velada le partió la cabeza a su esposa con un candelabro. Murió a consecuencia del golpe.

–¡Diantre! –exclamó Jessica–. ¿Todas estas cosas ocurrieron en esa casa de la colina?

–Sí.

–Y ¿qué ocurrió desde el punto de vista legal? –preguntó Pangborn.

–No sé si se lo creerá, pero el defensor no alegó enajenación mental transitoria.

–En tal caso, tuvo que ir a la cárcel.

–Así es.

No consideré oportuno informarles de que, además de haber ido juntos a Exeter, cumplimos condena en la misma cárcel y durante un período similar.

–Me parece que Meeks organizó la defensa de su hijo –dijo Lonnie.

–Eso me parece también.

–¡Claro! Si hubiera alegado enajenación mental transitoria, el defensor habría tenido que presentar los álbumes de fotografías ante el tribunal –Lonnie cruzó los dedos de ambas manos y los flexionó varias veces–. De modo que Wardley no tuvo más remedio que ir a la cárcel. ¿Qué recibió a cambio?

–Un millón de dólares al año le –contesté–. Lo ingresaban en una cuenta a su nombre al cumplir cada año de condena. Y además se repartiría con su madrastra los bienes de Meeks a la muerte de éste.

–¿Sabe a ciencia cierta si se lo pagaron? –preguntó Lonnie.

Jessica dijo que no con la cabeza.

–No creo que esa clase de gente cumpla semejante acuerdo –comentó.

Me encogí de hombros.

–Meeks pagó –les aseguré–. Porque Wardley se había hecho con los álbumes. Y les aseguro que cuando murió Meeks la madrastra cumplió el acuerdo. Al salir de la cárcel, Meeks Wardley Hilby III era un hombre rico.

–Me gusta su estilo para contar historias –dijo Jessica.

Pangborn asintió con la cabeza.

–Ciertamente inimitable –dijo.

Jessica estaba contenta. Después de todo, aquel viaje a un pueblo desierto le había permitido pasar un buen rato.

–¿Sabe si Wardley tiene la intención de volver a vivir en esa mansión? –me preguntó.

Mientras estaba considerando cuál serla la mejor respuesta a esta pregunta, Pangborn se me adelantó.

–¡Claro que no! Nuestro nuevo amigo acaba de inventárselo todo.

–Bien, Pangborn –dije–, si alguna vez necesito un abogado, recurriré a sus servicios.

–¿De veras se lo ha inventado todo? –me preguntó Jessica.

No tenía el menor deseo de dirigirle una sonrisita de conejo y decirle que algunas cosas eran ciertas, así que reconocí haberlo inventado todo y vacié mi vaso de un trago. Era evidente que Pangborn se había informado de quién era el propietario de la mansión.

Mi siguiente recuerdo es que volvía a estar solo. Se habían ido al comedor.

Me acuerdo de que bebí, escribí y contemplé el mar. Algunas de las cosas que escribía las guardaba en el bolsillo, pero otras las rompía. El sonido del papel al rasgarse pareció reverberar en mi interior. Me puse a reír entre dientes. Se me ocurrió que los cirujanos tenían que ser los seres más felices de la tierra. Rajar a la gente y cobrar por ello debía de ser el colmo de la felicidad, me dije. Sentí que Jessica Pond no estuviera junto a mí. Aquella idea probablemente le habría hecho gracia.

Tengo la intuición que fue entonces cuando escribí una nota bastante larga que encontré en mi bolsillo a la mañana siguiente. No sé por qué, le puse título:
RECONOCIMIENTO
.

La percepción de las posibilidades de grandeza que hay en mí siempre ha ido seguida por el deseo de asesinar al ser indigno que tuviera más cerca.» Había subrayado la siguiente frase:
«Es mejor tener una opinión modesta de uno mismo.»

Cuanto más leía esta nota, sin embargo, tanto más parecía encastillarme en esa inexpugnable torre de marfil que es, tal vez, el aspecto más satisfactorio de emborracharse a solas. Saber que Jessica Pond y Leonard Pangborn estaban sentados a una mesa a menos de treinta metros de allí, ignorantes del peligro –tal vez considerable– que corrían, tuvo un efecto intoxicante sobre mí, y me puse a considerar –debo reconocer que sin verdadera pasión, sino más bien como pasatiempo, para ayudarme a matar el rato una noche más– lo fácil que resultaría deshacerse de ellos. ¡Hay que ver en qué clase de hombre me había convertido después de veinticuatro días sin Patty Lareine!.

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