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Authors: Norman Mailer

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Los tipos duros no bailan (37 page)

BOOK: Los tipos duros no bailan
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Y Patty Lareine, que estaba sentada a mi lado, junto a Madeleine, me oprimió la mano y murmuró a mi oído, como una colegiala:

–Su sueño fue tu esposa.

Pero el Chepa sin acordarse de la presencia de su esposa, prosiguió:

–Hermanos, fue algo más que un sueño. Fue una visión. Una visión del fin de los tiempos. Los cielos retrocedieron, y Jesús volvió una vez más en las nubes de gloria que sus hijos forman para él. Fue terrible ver, hermanos, a los pecadores gritando, chillando y suplicando clemencia, mientras se postraban ante Él. La Biblia dice que hay dos mujeres que muelen grano, y que una será elegida y la otra rechazada. Habrá dos mujeres en la cama –hizo una pausa, y Patty Erlene me atizó un recio codazo en las costillas. El Chepa prosiguió su sermón:

–…y una será aceptada y la otra será rechazada. Las madres gemirán cuando sus hijos sean arrancados de sus pechos para llevarlos al lado de Jesús, y serán rechazadas porque no sabrán renunciar a sus pecados. Sí, el pecado. El pecado es la fuerza que el Diablo deja suelta en el mundo para apartarnos de Jesús.

Patty Erlene me clavaba las puntas de sus afiladas uñas en palma de la mano, pero yo no sabía si lo hacía para reprimir la risa, o si era la expresión de un infantil temor. El Chepa prosiguió:

–La Biblia dice que no habrá ni un solo pecado en los cielos. No es cristiano el que se siente en un banco de la iglesia domingo por la mañana, y luego se aleja de la iglesia para ir a pescar por la noche en la ribera del río. ¡Hermanos, esto es pecado! Esto es, precisamente, lo que el Diablo quiere que hagáis!. El Diablo quiere que digáis: «Bueno, a nadie perjudico no yendo a la iglesia esta noche.»

Soplándome el aliento en la oreja, Patty Erlene dijo:

–¡Y a nadie perjudicó anoche!

Entretanto, Madeleine, ofendida hasta el ombligo, hasta la matriz y hasta sus tuétanos, por la escena que Patty y yo nos traíamos entre manos, estaba sentada, con expresión de repulsa, congelada como un témpano. La voz del Chepa decía:

–Y, después de semejante actitud, lo que hacéis es ir al cine, y luego bebéis, y entonces entráis en el camino del fuego del infierno y de la condena eterna, en la que el fuego no cesa y el pecado no muere. No lo hagáis, hermanos. Venid a nosotros, ahora que aún estáis a tiempo. Venid antes que las nubes se retiren, y ya sea tarde para que se oigan vuestras súplicas de piedad. Venid a Jesús esta misma noche. Renunciad al pecado. Entregad vuestro corazón a Jesús. Dejadle que guíe vuestra vida.

–Eres un gato del infierno. Y yo también –me susurró Patty al oído.

El Chepa dijo:

–Arrodillaos, humillaos, mientras entonamos el himno doscientos cincuenta y seis. Patty Erlene, ve al piano. Cantemos todos juntos y dejemos que Jesús hable a nuestro corazón.

Patty Erlene tocó el piano, como si aporreara un tambor, mientras los feligreses cantaban:

Con ser tantas mis maldades,

acudiste en mi socorro;

al pensar en tus bondades,

anonadado me corro.

Después de esto, fuimos a casa del Chepa para celebrar el ágape del domingo, cuyos platos había guisado su hermana. Comimos un asado, en el que la carne había adquirido un cadavérico color gris, acompañado de patatas rescatadas demasiado temprano del agua hirviente, más unas cuantas hojas de nabo. Hasta el momento de la celebración de este ágape, jamás había tratado con gente dotada de tanta vitalidad como el Chepa y Patty Erlene. Ahora bien, aquellos platos eran la otra cara de la luna.

Comimos en silencio, y todos nos estrechamos la mano al despedirnos. Tres horas después, ocurrió el terrible accidente de automóvil con Madeleine. Y pasaron ocho años más antes de que volviera a ver a Patty Erlene, en Tampa, convertida en la señora de Meeks Wardley Hilby III.

El poder del recuerdo es tal que puede elevarte por encima del dolor, y de esta manera llegué por fin al término de la escollera en un estado más o menos parecido a aquel en que comencé la caminata. La marea estaba baja y las planas arenas despedían olor a mojado. Bajo la luz de la luna, algas y plantas marinas se movían ondulantes, con tintes plateados. Casi me sorprendió encontrar el Porsche donde lo había dejado.

Hasta que le di la vuelta a la llave del encendido, no recordé que ya habían transcurrido las cuatro o cinco horas que le ha concedido a Madeleine para que llegara a mi casa, y pensé que si no fuera por eso jamás regresaría allí (a la casa de Patty Larein) para enfrentarme con Regency, sino que iría al Mirador, que fue donde comenzó todo, y me emborracharía hasta el punto de no acordarme de nada de lo ocurrido al día siguiente por la mañana. Pero encendí otro cigarrillo y tomé la calle Bradford, camino a casa, adonde llegué antes de tener que aplastar la colilla en el cenicero.

Tuve una sorpresa. Un coche patrulla de la policía estatal estaba aparcado detrás del automóvil de mi padre, en la calle Comercio, justo enfrente de la puerta de mi casa, y me percaté que, contrariamente a lo que yo esperaba, Madeleine no había llegado. Aquellos dos automóviles eran los únicos que se veían en las cercanías.

No supe qué hacer. Me parecía de vital importancia ver a Madeleine primero, armarme con las fotografías mutiladas que ella había encontrado en la caja cerrada con llave, pero luego recordé que ni siquiera le había pedido que las trajera consigo. Claro que lo normal era que lo hiciera, pero en el caso Madeleine esto era muy dudoso. Ella no tenía la virtud ni el vicio de emplear a efectos prácticos cosas que le produjeran horror.

Sin embargo, al advertir que Madeleine no estaba, juzgué que más valía asegurarme de que el automóvil situado frente a mi casa era el de Regency, por lo que anduve tan silenciosamente como pude alrededor de la casa hasta llegar a la ventana de la cocina, y vi que, en efecto, perfectamente visibles se encontraban mi padre y Alvin Luther, a uno y otro lado de la mesa, los dos con apariencia de perfecta tranquilidad, cada cual con un vaso en la mano, y Regency incluso había colgado del respaldo de una silla la correa con la pistola en su funda. Por la tranquilidad con que estaba sentado, hubiera jurado que todavía no se había dado cuenta de la desaparición del machete. Pero también cabía la posibilidad de que no hubiera tenido la oportunidad de abrir su maletero en el curso de una semana.

Mientras los contemplaba a los dos, vi que se echaban a reír, y me sentí dominado por la curiosidad. Pensé que valía la pena correr el riesgo de que Madeleine, quien no había venido después de cinco horas, no viniera en el curso de los próximos cinco minutos. A pesar de ello, mi corazón comenzó a latir aceleradamente en una carrera que se rebelaba contra mi cálculo de tiempo. Sin embargo, volví a dar la vuelta a la casa, penetré en ella por la trampa que daba entrada al sótano, y me fui a la zona situada debajo de la cocina. Aquel lugar había sido mi refugio en el curso de muchas fiestas en las que llegaba a aburrirme del espectáculo de mis invitados tragándose mis bebidas (las bebidas de Patty), por lo que sabía que, abajo, se podía escuchar claramente cuanto se decía en la cocina.

Regency hablaba. Estaba rememorando, ni más ni menos, los viejos tiempos de la lucha contra las drogas en Chicago, y decía a mi padre que él había tenido un compañero, un tipo muy duro, negro, que se llamaba Randy Reagan. Oí que Regency decía:

–Es un nombre increíble, ¿verdad? –y añadió–: Desde luego, se lo cambiamos, y le llamamos Ronnie Reagan. El Ronnie en cuestión, el verdadero, no era más que gobernador de California en aquel entonces, por lo que a mí me daba absolutamente igual. Bueno, pues Randy, o Ronnie, Reagan, pasó a colaborar conmigo.

Mi padre dijo:

–En cierta ocasión tuve a un camarero en mi bar que se llamaba Humphrey Hoover. Este camarero solía decirme: «Cuente los saleros que faltan y multiplíquelos por quinientos. Y éstas deben ser las ganancias de la noche.»

Los dos rieron. Hubieran podido seguir así durante horas y horas. Era una de las artes indebidamente olvidadas de mi padre. Gozaba de la capacidad de tener a cualquiera sentado en una silla sin moverse durante toda una velada. Regency volvió a la carga. Ronnie Reagan había dispuesto una trampa para atrapar a unos tratantes en cocaína, pero alguien se chivó, y el pobre, como premio a sus desvelos, recibió la descarga de una escopeta de cañones recortados en un lado de la cara, en el momento de pasar por una puerta. Le hicieron infinidad de operaciones para devolverle la mitad de la cara que le faltaba. Regency dijo:

–La verdad es que el pobre hijo de mala madre me daba lástima, por lo que fui al hospital y le regalé un cachorro de bulldog. Cuando entré en su habitación, el médico estaba poniéndole un ojo de plástico…

–¡Oh, no…! –exclamó mi padre.

–Pues sí, un jodido ojo de plástico. Tuve que esperar mientras le montaban el ojo en la cuenca. Tan pronto me quedé a solas con Reagan, le dejé caer el cachorro de bulldog sobre la cama. Se saltó una lágrima del ojo bueno. Le dije que tendría que vigilar un poco al perro o se le mearía encima. Y el pobre desgraciado, a quien también le faltaba una oreja, va y me dice: «Oye, ¿tú crees que le doy miedo al perro?» –Regency hizo una pausa y añadió–: Y yo que le digo: «No, el cachorrito ya te ha cogido cariño. Porque si mearse en una cama ajena es síntoma de cariño, el cachorrito ya quería a Reagan. Y éste va y me pregunta: «Quiero que me digas la verdad, ¿qué aspecto tengo?» Y yo le contesté «Pues estás bien, teniendo en cuenta que nunca fuiste un guapo de mierda.»

Los dos se rieron. Eran capaces de seguir contando historietas constantemente hasta el momento en que yo entrara. Por eso salí del sótano, anduve hasta la puerta delantera de la casa, y allí encontré a Madeleine, quien estaba en el trance de reunir el valor suficiente para llamar al timbre. A la luz de la luna no podía verla bien, pero me causó la impresión de estar pálida y temblorosa. No hice esfuerzo alguno para darle un beso, ya que hubiera sido un error. Sin embargo, ella se abrazó a mí, y apoyó la cabeza en mi hombro hasta que cesaron sus temblores.

–Siento mucho haber tardado tanto. Me he vuelto atrás dos veces.

–No te preocupes.

–He traído las fotos.

–Vayamos a mi automóvil. Allí tengo una linterna.

A la luz de la linterna tuve otra sorpresa. Las fotos no eran más obscenas que cualquier otra de este tipo, pero la mujer no era Patty Lareine. Era la cabeza de Jessica la que las tijeras habían separado del cuerpo en la foto. Examiné más cuidadosamente las fotos. No, Madeleine era incapaz de percibir el matiz diferencial. En las fotos, el cuerpo de Jessica era joven. Se trataba de un error justificable. Pero este error arrojaba luz sobre la personalidad de Alvin Luther Regency. Una cosa era tomar una fotografía de la propia esposa o de la chica con la que se convive habitualmente, y otra muy diferente era tomar una foto de esas de la chica de un fin de semana. Una proeza es una proeza, pensé con tristeza, aunque dudaba si decírselo a Madeleine o no. No quería perturbarla todavía más de lo que su temple permitía, y, por otra parte, no acababa de decidir si la incorporación de otra mujer al asunto disminuiría o redoblaría la alteración de Madeleine. Esta volvió a estremecerse. Tomé la decisión de llevarla a mi casa.

–Tendremos que entrar sin hacer ruido, porque Regency está aquí –le dije.

–Si está en la casa, yo no entro.

–No se enterará. Te meteré en mi dormitorio y podrás encerrarte con llave por dentro.

–¿Fue también el dormitorio de ella?

–Te llevaré a mi estudio.

Conseguimos subir la escalera en silencio. Cuando estuvimos en la tercera planta, la conduje hasta un sillón junto a la ventana y le pregunté:

–¿Quieres luz?

–Prefiero estar sentada en la oscuridad. Por la ventana se ve un bonito panorama.

Pensé que seguramente era la primera vez que veía las planas arenas de la bahía a la luz de la luna.

–¿Qué vas a hacer ahí abajo? –me preguntó.

–No lo sé. Tengo que aclarar la situación con Regency.

–Es una locura.

–Estando presente mi padre, no. Ésta es nuestra ventaja.

–Tim, vayámonos.

–Probablemente nos iremos. Pero primero necesito que contesten un par de preguntas.

–¿Para tu tranquilidad mental?

–Para seguir estando loco –respondí casi gritando.

–Cógeme las manos. Estemos sentados juntos un instante.

Lo hicimos. Tengo la impresión de que sus pensamientos pasaron a mi mente mientras estábamos con los dedos entrelazados, ya que, sin quererlo, recordé los primeros tiempos con ella, siendo yo un ardiente y joven camarero de bar, muy solicitado (que en Nueva York los jóvenes camareros de bar que son buenos gozan entre los propietarios de estos establecimientos de reputación parecida a la de los jóvenes atletas profesionales), en tanto que ella era una atractiva camarera en un local de la Mafia situado en pleno centro de la ciudad. Su tío, un hombre muy respetado, le consiguió el empleo, pero ella destacó en el desempeño de sus funciones, y a pesar de que fueron muchos los elegantes, los ricos y los pardillos que pasaron por el establecimiento e intentaron hacer algo con ella, tuvimos un año de amor perfecto. Ella era italiana, mujer de un solo hombre, y yo la adoraba. A Madeleine le gustaban los silencios. Le gustaba estar en silencio conmigo, en un cuarto en penumbra, durante horas, mientras me acariciaba con su aterciopelado amor. Hubiera podido seguir eternamente con ella, pero yo era joven y comencé a aburrirme. Madeleine jamás leía un libro. Conocía los nombres de todos los escritores que hayan existido, pero rara era la vez que leía un libro. Era elegante y brillante como el satén, pero jamás íbamos a sitio alguno, y vivíamos siempre el uno dentro del otro, lo cual era suficiente para ella, pero no para mí.

Podía volver con Madeleine, y mi corazón se levantó como una ola. Como una ola nocturna, digamos. Patty Lareine podía, en el mejor de los casos, producirme emociones parecidas a la luz del sol. Pero ya me acercaba a los cuarenta años, por lo que la luna y las nieblas eran más afines a mis sentimientos. Le solté las manos y le besé muy levemente los labios. Esto me dio conciencia de lo hermosa que era su boca y de lo mucho que se parecía a una rosa. En su garganta surgió un sonido leve, algo ronco y tan sensual como la mismísima tierra. Fue maravilloso, o pronto lo habría sido, si no hubiera estado yo tan lleno de adrenalina, ante lo que me esperaba abajo. Saqué la 22 de Wardley de mi bolsillo y se la ofrecí, diciendo:

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