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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (7 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Borlón escuchó incrédulo cómo el maestre, a quien en los buenos tiempos había llamado amigo y del que había esperado ayuda, le iba destruyendo golpe a golpe, sin piedad.

—Pero… entonces, ¿qué puedo hacer?

El maestre miró al suelo y dijo con voz queda:

—Más de una vez ha sucedido que termine la línea de un tejedor de cabellos. Uno muere joven, otro sin heredero, tales cosas han pasado en todas las épocas. En ese caso, el gremio busca a alguien que quiera tomar el puesto libre y que desee fundar una nueva línea, y se ocupa de su aprendizaje y demás…

—Y le concede un crédito.

—Si tiene un hijo, sí.

Borlón vaciló.

—Una de las mujeres… Narana… quizá está embarazada…

Era una mentira y ambos lo sabían.

—Si te pariera un hijo, no habría problema con el crédito, puedo asegurártelo —dijo el maestre, levantándose.

En la puerta se dio la vuelta una vez más.

—Hemos hablado mucho de dinero, Borlón, y poco del sentido de nuestro trabajo. Creo que tendrías que aprovechar este difícil momento para renovar tu fe. Hay un predicador en la ciudad, por lo que he oído. Quizás sería una buena idea buscarlo algún día.

Después de que el maestre del gremio se hubo ido, Borlón se quedó sentado e inmóvil, meditando ceñudo. No pasó mucho tiempo hasta que Karvita entró y le preguntó por los resultados de la entrevista. Él solamente agitó sin ganas la cabeza.

—No quieren prestarme nada porque no tengo un hijo —aclaró por fin cuando ella siguió insistiendo.

—Entonces déjanos intentarlo —dijo ella de inmediato—. No soy todavía tan vieja como para no poder tener hijos. —Vacilante, añadió después—: Y Narana mucho menos.

¿Por qué era todo así? ¿Por qué tenía que ser así todo? Pasar toda una vida con una sola alfombra…

—¿Y si pese a todo no saliera nada? Karvita, ¿por qué estamos ya tanto tiempo juntos y no tenemos hijos?

Le miró inquisitiva mientras sus manos jugueteaban con un mechón de sus cabellos negros azulados.

—Tu hijo —dijo ella entonces, pensativa— solamente tiene que nacer de una de tus mujeres. ¡Pero no es necesario que… tú mismo lo engendres!

¿Qué le había hecho atreverse a proponérselo? ¿Sin medios y azotado por el destino, tenía él ahora que dejarse deshonrar?

—Por supuesto tendría que hacerse con mucha discreción… —continuó la mujer su razonamiento.

—¡Karvita!

Miró a sus ojos y se detuvo asustada.

—Perdona, sólo era una idea. Nada más.

—¿Tienes más de esas ideas?

Ella guardó silencio. Después de un rato y tras haberle dirigido una precavida mirada, la mujer habló:

—Si el gremio no te ayuda, puede que tengas amigos que te presten algo. Podemos preguntar a alguno de los tejedores más ricos. A Benegoran, por ejemplo, puesto que tiene más dinero del que él o su familia puedan jamás gastar.

—Benegoran no da nada. Por eso es tan rico, porque no da nada.

—Yo conozco bien a una de sus mujeres. Podría preguntar discretamente por medio de ella.

Borlón la vio de pie ante la puerta y de repente pudo percibir de nuevo en ella a aquella muchacha joven, y se acordó de aquella otra tarde hacía muchos años cuando había estado de pie justamente ante aquella misma puerta. El recuerdo le produjo un pinchazo en el corazón. Había sido siempre una buena compañera y él se odió a si mismo por todos los momentos en los que había obrado injustamente con ella o la había tratado mal.

Se levantó, en realidad para apretarla entre sus brazos, pero luego cambió de dirección y se acercó a la ventana.

—Sí —dijo—. Pero no quiero que toda la ciudad se entere.

—Antes o después nos será imposible mantenerlo oculto.

Borlón pensó en las solitarias posesiones de los tejedores en las gargantas y los valles de las montañas que rodeaban a la ciudad. Seguramente no había en todas ellas ningún punto desde el que se pudieran ver al mismo tiempo dos de esas posesiones. Si cayeran todas bajo las llamas habría durado bastante hasta que lo hubieran notado en la ciudad.

Seguramente sería una de las buhoneras la que llegara a las carbonizadas ruinas y difundiera la noticia.

—Entonces mejor después. Cuando sepamos qué es lo que va a pasar con nosotros.

El sol estaba de nuevo bajo en el horizonte. Borlón podía ver la puerta de la ciudad y un par de ancianas que charlaban al lado. Un anciano caminaba a toda prisa hacia la ciudad. Le pareció conocido, pero en ese momento no supo situarlo. Sólo cuando no pudo verlo más se dio cuenta de que era el maestro. Antes había venido de vez en cuando para preguntar si había niños, pero hacía ya muchos años que no lo veía y Borlón mientras tanto había olvidado hasta su nombre.

Ya no conozco a la gente en esta ciudad, pensó. Ya había alcanzado el estado en el que un tejedor de cabellos no abandona más su casa. Entre todos los sentimientos que en aquel momento le afectaban había también una fuerte decepción: la decepción sin medida de un hombre que ha acometido una empresa arriesgada, grande, esforzada y que fracasa poco antes de llevarla a término.

Sintió ahora los esfuerzos del día en su cuerpo: la larga marcha a través de la noche y las cortas horas del sueño intranquilo del que se había despertado una y otra vez; la mañana, en la que todos ellos de nuevo habían caminado hasta el esqueleto calcinado de la casa para revisarlos, salvar un par de objetos domésticos de las cenizas y medir las pérdidas. Borlón tomó una botella de vino y dos vasos. De pronto tuvo de nuevo el mordiente olor de las cenizas en la nariz y pensó que podía percibir el sabor del humo en su lengua.

Le puso un vaso a Karvita y otro a sí mismo. Luego abrió la botella.

—Ven —dijo—. Bebe conmigo.

A la mañana siguiente se levantó temprano y se vio impulsado hacia las calles de la ciudad. Por primera vez en su vida había yacido con sus dos mujeres en la misma noche y también por primera vez en su vida había sido incapaz de alcanzar el clímax, ninguna de las dos veces.

Mi vida se me hunde, pensó. Pieza a pieza va desapareciendo, el fracaso gira y gira y al final me hundiré yo mismo.

Nadie le percibía, y eso le satisfacía. Ser invisible era un sentimiento agradable, no ser visto, no dejar huella. Había tenido miedo de que se hubiera corrido ya la voz y de que le miraran fijamente y susurraran a sus espaldas. Pero había otros temas que ocupaban a los ciudadanos: por lo que pudo captar de las conversaciones a su alrededor, la tarde anterior había sido lapidado un hereje, por orden de un predicador sagrado que llevaba dos días en la ciudad.

Borlón se acordó del consejo del maestre del gremio y dirigió sus pasos hacia la plaza del mercado. Quizás se trataba realmente de un problema de fe. Hacía ya mucho que no había pensado en el Emperador, sólo se había ocupado de su alfombra y sus pequeñas preocupaciones propias. Había perdido la perspectiva de lo grande, del todo, y quizás hubiera seguido así hasta el final de su vida si no hubiera pasado nada.

Quizás fuera el incendio el castigo por ello. No quiero tu alfombra si no la tejes con tu corazón y tu amor a mí, parecía decirle el Emperador.

Extrañamente, esos pensamientos le tranquilizaron. Ahora todo parecía explicable, por lo menos. Había faltado y en consecuencia merecía un castigo. No era quién para juzgar. Lo que había pasado, había pasado con razón, y tenía que aceptarlo sin queja.

La plaza del mercado estaba casi vacía. Tres mujeres estaban sentadas al margen y ofrecían algunas verduras y como casi nadie quería comprar, entretenían el tiempo charlando. Borlón se acercó a una de ellas y en su mirada vio que no le había reconocido. Le preguntó por el vagabundo sagrado.

—¿El predicador? Se fue hoy por la mañana temprano —respondió ella.

—Sus palabras fueron tan conmovedoras —se entrometió otra, una mujer gorda a la que le faltaban los incisivos inferiores—. Una pena que sólo se quedara un día.

—Muy raro, ¿no es cierto? —opinó una tercera con una voz desagradable y ronca—. Quiero decir que normalmente no hay quien eche a la gente sagrada ésa. Me parece raro que se haya ido otra vez.

—Sí, es verdad —afirmó la mujer gorda de la dentadura agujereada—. Yo escuché ayer por la mañana su prédica y contó con todos pormenores los temas de los que quería hablarnos.

—¿Queréis comprar algo, señor? —preguntó a Borlón la primera mujer—. Tengo karaqui muy frescos… o un hato de yerbas, muy barato…

—No —Borlón negó con la cabeza—. Gracias. Sólo quería preguntar… por el predicador…

Todo era oscuro y sombrío. El tribunal se reunía en torno a él y no se le permitía que escapara a su responsabilidad.

Las aberturas oscuras de las ventanas de las casas en la plaza del mercado le miraban como ojos negros y curiosos. Estuvo de pie, inmóvil, durante un rato y percibió aquella sensación en su interior, la sensación de caer y no alcanzar nunca el suelo, maldito por ello a caer eternamente sin estrellarse jamás y ser liberado. Se volvió con violencia y emprendió el camino de regreso.

Cuando llegó delante de la casa se encontró al padre de Karvita, un pequeño y viejo hombre que tenía el oficio de hacedor de telas y que como todos ellos tenía un respeto sagrado por los tejedores de cabellos. Siempre había actuado respecto a su yerno casi como un inferior. Pero ahora también descubrió Borlón en su mirada una pizca de desprecio.

Se saludaron con un ademán. Borlón entró en la casa a toda prisa, subió la escalera hacia la habitación de Narana. Estaba sentada en una silla junto a la ventana y cosía, silenciosa y tímida como siempre y con un aspecto más pequeño y juvenil de lo que en realidad era. Él le quitó los utensilios de coser de las manos y la llevó a la cama, sin decir palabra le levantó la falda, se desabrochó los pantalones y entró de inmediato en ella, con golpes duros y rápidos llenos de vacilación. Luego cayó junto a ella en la cama y, jadeando, fijó la vista en el techo.

Ella dejó la falda subida pero puso ambas manos entre las piernas.

—Me has hecho daño —dijo con voz bajita.

—Lo siento.

—Nunca me habías hecho daño, Borlón —lo decía casi asombrada—. Ni siquiera sabía que se podía hacer daño a una ahí.

Él no dijo nada, sólo yació allí con la mirada fija. Después de un rato ella se volvió hacia él, lo estudió con ojos grandes y pensativos y comenzó a acariciarlo delicadamente. Él sabía que no se lo merecía pero dejó que sucediera, mientras lleno de duda intentaba encontrar qué es lo que había ido mal.

—Estás tan terriblemente preocupado, Borlón —susurró ella—. Y sin embargo, fíjate, antes de que la casa se quemara teníamos dinero suficiente para el resto de nuestras vidas. Ahora no tenemos casa pero seguimos teniendo el dinero. ¿Qué es entonces lo que puede pasarnos?

Él cerró los ojos y sintió como latía su corazón. No era tan fácil.

—La alfombra —murmuró—. Ya no tengo alfombra.

Ella no dejó de hacerle caricias.

—Borlón… Quizás no tengas nunca un hijo. ¿Para qué necesitas entonces una alfombra? Si mueres sin heredero, el dinero de tu alfombra irá a parar a la caja del gremio. Ese gremio que ahora no quiere ayudarte.

—Pero el Emperador…

—El Emperador tiene tantas alfombras que seguro que apenas sabe qué hacer con ellas. Seguramente una más o una menos no importará.

Él se incorporó violentamente.

—No lo entiendes. Si muero sin haber terminado una alfombra, mi vida no habrá tenido sentido.

Se levantó, arregló su ropa y fue hacia la puerta. Narana seguía tumbada en la cama con una mano entre sus piernas desnudas y sus ojos tenían la mirada de un animal herido. Él quería decir algo, quería decir cuánto lo sentía, que se avergonzaba, quería hablar del dolor que le retorcía el corazón, pero no encontró palabras para ello.

—Lo siento —dijo, y se fue.

Si solamente supiera qué era lo que había ido mal. No parecía haber salida alguna de toda aquella culpa que giraba y giraba alrededor de él. Con cada uno de los pesados y mal dirigidos pasos con los que bajaba la escalera esperaba caer y romperse como una vasija de barro.

No había nadie en la cocina. Allí estaba la botella de vino y junto a ella los vasos de la tarde anterior. Se sirvió sin hacer el esfuerzo de fregar el vaso y comenzó a beber.

—He hablado con Benegoran —le comunicó Karvita—. Te va a prestar el dinero para una casa nueva y un nuevo bastidor.

Borlón, que había estado sentado toda la tarde junto a la ventana de la cocina y había seguido mudo los movimientos de las sombras hasta que por fin el sol se había puesto, no se inmutó. Las palabras apenas se abrieron paso hacia él, alcanzaron su conciencia como ruidos lejanos y faltos de significado.

—Pero pone una condición.

Por fin consiguió doblar la cabeza y mirarla.

—¿Una condición?

—Quiere a Narana a cambio —dijo Karvita.

Percibió cómo subía por su abdomen el borboteante principio de una risa y cómo se quedaba atrancada en algún lugar entre el corazón y la garganta.

—No.

Vio cómo ella apretaba los puños y se golpeaba con ellos en los muslos en un gesto de desesperación.

—No sé por qué hago todo esto —salió de ella—. Me paso todo el día andando, me humillo, mendigo y suplico, me trago el polvo del desierto y tú destrozas todo con una palabra.

Tomó la botella de vino y miró dentro.

—Y todo lo que has hecho es emborracharte y apiadarte de ti mismo. ¿Crees que ésa es una solución?

Él comprendió turbiamente que ella quería una respuesta, por el modo en que estaba allí y le miraba.

—No —dijo.

—Y en tu opinión, ¿qué aspecto ha de tener una solución?

Él simplemente encogió los hombros.

—Borlón, sé que necesitas a Narana, probablemente más que a mí —dijo amarga—. Pero te pido que por lo menos pienses en ello. Al menos es una posibilidad. Y no tenemos muchas posibilidades.

Había tanto que había querido decir siempre y había tanto que quería decir ahora que no sabía cómo empezar. Sobre todo quería dejarle claro que la amaba, que albergaba un lugar para ella en su corazón y que le hacía daño que ella no quisiera aceptar ese lugar. Y que todo ello no tenía nada que ver con Narana…

—Al menos podrías hablar una vez con Benegoran —continuó ella.

No tenía sentido. Sabía que no tenía sentido. Nada tenía sentido.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó ella.

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