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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (9 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—Como decía el informe —observó Assad dándole un empujoncito a la caja del juego. En tiempos había sido de color azul marino, ahora era negra. El tablero estaba algo menos sucio, al igual que las dos fichas que se veían sobre él. En el calor de la lucha se habían alejado de sus casillas, pero seguramente no demasiado. La ficha rosa contenía cuatro quesitos; la marrón, ninguno. Carl supuso que la rosa con los quesitos de las cuatro respuestas acertadas sería la de la chica. Al parecer, aquel día tenía la mente más despejada que su hermano. Quizá él se hubiera pasado con el coñac. Al menos eso indicaba el informe de la autopsia.

—Lleva aquí desde 1987, entonces. ¿Tan viejo es este juego, Carl? No lo entiendo.

—A lo mejor, a Siria tardó un poco más en llegar, Assad. Pero ¿lo venden allí?

Tomó nota del silencio de su ayudante y después bajó la vista hacia las dos cajas que contenían las tarjetas de las preguntas. Delante de cada caja había una tarjeta. Las últimas preguntas a las que se enfrentaron los hermanos en su vida. Pensándolo bien, era desolador.

Paseó la mirada por el suelo.

Aún quedaban claras huellas del crimen. En el punto donde encontraron a la chica había manchas oscuras. Sangre, evidentemente, al igual que las salpicaduras del tablero. En algunos sitios se veía el rastro de los círculos con los que los de la científica habían rodeado las huellas, aunque los números se habían borrado. El polvo de los expertos en huellas dactilares ya casi ni se veía, pero podía adivinarse su contorno.

—No encontraron nada —dijo Carl; pensaba en voz alta.

—¿Qué?

—No encontraron ninguna huella que no fuera de los dos hermanos, de su padre o de su madre.

Volvió a observar el tablero.

—Es extraño que el juego siga ahí. Pensaba que se lo habrían llevado para analizarlo.

—Sí —asintió Assad rascándose la cabeza—. Bien dicho, Carl. Ahora me acuerdo. Fue una de las pruebas que presentaron en el caso contra Bjarne Thøgersen, o sea, que en realidad sí que se lo llevaron, entonces.

Los dos clavaron los ojos en el juego.

No debería estar ahí.

Carl enarcó las cejas. Después sacó el móvil y llamó a Jefatura.

Lis no parecía precisamente entusiasmada.

—Hemos recibido instrucciones claras de no volver a ponernos a tu disposición, Carl. ¿Tienes idea de cómo estamos de trabajo? ¿Has oído hablar de la reforma de la policía o necesitas que te refresque la memoria? Y ahora, encima, nos robas a Rose.

Pues que se la quedaran si eso los consolaba, joder.

—Eh, eh, echa el freno. ¡Que soy yo! ¡Carl! Tranquila, ¿vale?

—Ya tienes tu propia criada, así son las cosas. Habla con ella. ¡Un momento!

Se quedó mirando el teléfono con aire confuso y volvió a llevárselo al oído al percibir el sonido de una voz altamente reconocible.

—Sí, jefe. ¿Qué puedo hacer por ti?

Frunció el ceño.

—Yo… ¿con quién hablo? ¿Rose Knudsen?

Aquella risa ronca no presagiaba nada bueno para el futuro.

Le pidió que averiguara si aún había un Trivial Pursuit edición Genus entre los efectos del crimen de Rørvig. No, no tenía ni idea de por dónde podía empezar a buscar. Sí, había muchas posibilidades. ¿Que dónde preguntaba primero? Eso tendría que averiguarlo ella solita. Pero era para hoy.

—¿Quién era? —preguntó Assad.

—Tu competidora. Ten cuidado, igual de un empujón te manda de vuelta con tus guantes de goma verdes y tu cubo de fregar.

Pero Assad no lo oyó. Ya estaba en cuclillas junto al tablero estudiando las salpicaduras de sangre.

—¿No es raro que no haya más sangre en el juego, Carl? La mataron justo ahí —dijo señalando la mancha de la alfombra.

El subcomisario recordó las fotografías del lugar de los hechos y los cadáveres.

—Pues sí —asintió—. Sí, tienes razón.

Con todos los golpes que le habían dado y la cantidad de sangre que había perdido, era extraño que el tablero estuviese tan limpio. Mierda, no habían llevado el expediente para compararlo con las fotos.

—Yo recuerdo que el tablero estaba lleno de sangre, entonces —observó Assad con un dedo en la casilla dorada del centro.

Carl se agachó junto a él, introdujo un dedo por debajo del cartón con mucho cuidado y lo levantó. Era cierto, lo habían movido un poco. Varias manchas de sangre se habían colado por debajo, totalmente antinatural.

—No es el mismo tablero, Assad.

—No, no es el mismo, entonces.

Volvió a dejarlo caer con delicadeza y después le echó un vistazo a la caja y a su aparentemente leve rastro de polvo dactilar. Una caja intacta después de veinte años. Mirándolo bien, ese polvo podía ser cualquier cosa. Fécula de patata, blanco de plomo. Cualquier cosa.

—¿Quién habrá puesto aquí el juego? —se preguntó Assad—. ¿Lo habías visto antes?

El subcomisario no contestó.

Contemplaba el estante que daba la vuelta a la habitación casi a la altura del techo. Acababa de aparecer ante sus ojos una época en que las torres Eiffel de níquel y las jarras de cerveza con tapadera de hojalata de Baviera eran trofeos de viaje habituales. Los más de cien
souvenirs
que abarrotaban el estante hablaban de una familia con caravana que conocía sobradamente el paso del Brennero y los bosques de la Selva Negra. Carl vio a su padre. La nostalgia estuvo a punto de provocarle un cortocircuito.

—¿Qué estás mirando?

—No lo sé —sacudió la cabeza—, pero algo me dice que tenemos que andarnos con cien ojos. ¿Puedes abrir las ventanas, por favor? Necesitamos más luz.

El subcomisario se levantó y volvió a recorrer el suelo con la mirada mientras sacaba su cajetilla del bolsillo de la camisa y Assad luchaba con el marco de la ventana.

Aparte de la ausencia de los cadáveres y del engaño del juego, todo parecía estar tal como lo encontraron aquel día.

Estaba encendiendo un cigarrillo cuando sonó su teléfono móvil. Era Rose.

El Trivial continuaba en los archivos de Holbæk. El expediente había desaparecido, pero seguían teniendo el juego.

Qué sorpresa, por lo visto no era del todo inútil.

—Vuelve a llamarlos —le ordenó conteniendo una buena bocanada de humo en los pulmones—. Pregúntales por las fichas y los quesitos.

—¿Quesitos?

—Sí, así es como llaman a esos chismes que te dan cuando aciertas una respuesta. Se meten en las fichas. Tú pregúntales qué cuñas hay en cada ficha. Y anótalas, ficha por ficha.

—¡Cuñas!

—Sí, joder. También se llaman así. Quesitos, cuñas, lo mismo da. Una especie de triangulitos. ¿Es que nunca has visto un Trivial?

Rose volvió a dejar escapar aquella risa siniestra.

—¿Trivial? ¡Ahora se llama Bezzerwizzer, abuelo!

Y cortó la comunicación.

Lo suyo nunca sería una historia de amor.

Dio otra calada para bajar las pulsaciones. Quizá le dejaran cambiar a la tal Rose por Lis. Seguro que le apetecía un ritmo de trabajo algo más calmado. Desde luego, alegraría lo suyo el sótano al lado de las fotos de las tías de Assad, con peinado de punki o sin él.

En ese preciso instante se oyó una desagradable mezcolanza de madera chascada y cristales rotos seguida de algunos exóticos vocablos surgidos de los labios de Assad que no tenían nada que ver con su oración de la tarde, eso seguro. Los efectos de la ventana pulverizada fueron abrumadores, porque la luz irrumpió en todos los rincones sin dejar lugar a dudas: las arañas habían vivido tiempos felices en aquella casa. Sus telas pendían del techo como guirnaldas y la capa de polvo que recubría el largo estante de
souvenirs
era tan espesa que todos los colores se fundían en uno.

Carl y Assad repasaron los hechos que habían leído en los informes.

A primera hora de la tarde alguien había entrado en la cabaña por la puerta de la cocina, que estaba abierta, y había matado al chico de un golpe con un martillo que después apareció a varios cientos de metros. Al parecer el muchacho no se enteró de nada, según los informes del levantamiento del cadáver y la autopsia; murió en el acto, como demostraba su manera compulsiva de aferrarse a la botella de coñac.

La chica seguramente trató de levantarse, pero los agresores se abalanzaron sobre ella. Luego la golpearon hasta matarla, allí mismo, en el punto donde se veía una mancha oscura en la alfombra y donde se hallaron restos de masa cerebral, saliva, orina y sangre de la víctima.

Después suponían que los asesinos le habían quitado los pantalones al joven para vejarlo. Jamás dieron con ellos, pero nadie parecía dispuesto a considerar la posibilidad de que los dos hermanos estuvieran jugando al Trivial, ella en biquini y él desnudo. Una relación incestuosa era impensable. Los dos tenían pareja y llevaban una vida muy normal.

Esas mismas parejas habían pasado la noche con ellos en la cabaña, pero por la mañana habían regresado a Holbæk, donde estudiaban. Jamás se sospechó de ellos. Los dos tenían coartada y, además, el crimen los dejó completamente deshechos.

El móvil volvió a sonar. Al ver el número en la pantalla, Carl dio otra calada relajante a modo de prevención.

—¿Sí, Rose? —contestó.

—Todo eso de las cuñas y los quesitos les ha parecido una pregunta muy extraña.

—¿Y?

—Bueno, pues han ido a mirarlo, claro.

—¿Y?

—La ficha rosa tenía cuatro quesitos, uno amarillo, uno rosa, uno verde y uno azul.

El subcomisario bajó la vista hacia la ficha que tenía delante. Coincidía, él tenía lo mismo.

—La ficha azul, la amarilla, la verde y la naranja estaban sin usar. Se habían quedado en la caja con los demás quesitos y estaban vacías.

—Vale; ¿y la marrón?

—La ficha marrón tenía un quesito marrón y otro rosa dentro, ¿me sigues?

Carl no contestó, se limitó a observar la ficha marrón vacía que había sobre el tablero. Muy, muy extraño.

—Gracias, Rose —dijo—. Estupendo.

—¿Qué, Carl? —lo interrogó su ayudante—. ¿Qué ha dicho?

—Debería haber un chisme marrón y otro rosa en la ficha marrón, Assad. Pero esa de ahí está vacía.

Ambos la observaron.

—¿Será que tenemos que encontrar los dos chismes que faltan, entonces? —preguntó Assad. Y dicho y hecho, se tiró al suelo y empezó a buscar debajo de un aparador de roble que había contra la pared.

Carl volvió a llevarse el cigarrillo a los labios. ¿Por qué habrían dejado allí aquel Trivial para reemplazar el original? Saltaba a la vista que algo iba mal. ¿Y por qué había sido tan fácil abrir la cerradura de la cocina? ¿Por qué les habían dejado aquel caso encima de la mesa? ¿Quién estaba detrás de todo aquello?

—Pasaban aquí las navidades, tenía que hacer frío, entonces —comentó Assad al encontrar un adorno en forma de corazón en las profundidades del aparador.

Carl asintió. Era imposible que aquella casa hubiera sido más fría que en ese momento, todo en ella rezumaba pasado y desgracia. ¿Quién había vuelto por allí? ¿Una anciana que no tardaría en morir de un tumor cerebral, eso era todo?

Observó las tres puertas de paneles que conducían a los dormitorios. Pim, pam, pum; papá, mamá y los niños. Revisó las habitaciones una por una. Las consabidas camas de madera de pino con sus pequeñas mesillas cubiertas con lo que parecían reminiscencias de unos tapetes de cuadros. La habitación de la niña decorada con fotos de Duran Duran y Wham, la del chico con Suzy Quatro enfundada en ajustado cuero negro. Entre aquellas sábanas el futuro había sido luminoso e infinito, pero en la sala, detrás de Carl, se lo habían arrancado brutalmente de entre las manos. Eso colocaba el eje de la vida en el punto exacto donde se encontraba él. En el umbral que separaba lo que uno esperaba de lo que conseguía.

—Aún hay bebidas en los armarios de la cocina —gritó Assad.

Ladrones, al menos, no habían entrado.

Estaban contemplando la cabaña desde fuera cuando Carl se sintió invadido por una extraña inquietud. Trabajar en ese caso era como tratar de recoger mercurio con las manos: venenoso al contacto e imposible de retener; volátil y concreto a un tiempo. Los años que habían transcurrido. El hombre que había confesado. La banda del internado que aún seguía pisando fuerte entre lo más granado de la sociedad.

¿Qué tenían que buscar? ¿Por qué seguir adelante? Esas eran las preguntas que se hacía cuando se volvió hacia su compañero.

—Creo que deberíamos dejar este caso, Assad —le dijo—. Venga, vámonos a casa.

Le dio un puntapié a una mata de hierba que crecía entre la arena y sacó las llaves del coche. El caso estaba cerrado, quería decir con eso. Pero, en lugar de seguirlo, su ayudante se quedó contemplando la ventana rota del salón como si acabase de abrir la entrada de un santuario.

—No sé, Carl —objetó—. Ahora somos los únicos, o sea, que podemos hacer alguna cosa por esos chicos, ¿te has dado cuenta?

«Hacer alguna cosa», decía, como si aquella pequeña criatura de Oriente Medio llevase atada a la cintura una cuerda de salvamento conectada con el pasado.

Carl asintió.

—No creo que esto nos lleve a ningún sitio, pero vamos a subir un poco por la carretera —dijo encendiendo otro cigarrillo. El aire puro filtrado a través de un buen pitillo era lo mejor del mundo.

Avanzaron unos minutos contra una suave brisa que arrastraba el aroma de los últimos coletazos del verano hasta llegar a una casa donde el ruido indicaba claramente que el último jubilado aún no se había retirado a hibernar.

—Sí, no hay demasiada gente por aquí ahora mismo, pero porque es viernes —le informó un vecino rubicundo con el cinto a la altura del pecho que encontraron al otro lado de la casa—. Vengan a echar un vistazo mañana. Los sábados y los domingos esto se pone hasta arriba, y todavía queda un mes por lo menos.

Al ver la placa de Carl se le disparó la lengua. Pretendía contárselo todo en una sola frase, lo de los robos, lo de los alemanes borrachos, lo de los locos del volante que había en Vig.

Ni que acabara de salir de una incomunicación de varios años a lo Robinson Crusoe, pensó Carl.

Llegados a ese punto, Assad aferró a aquel hombre por el brazo.

—¿O sea que fue usted quien mató a los dos críos en esa calle que se llama Ved Hegnet?

Era un anciano. Su mundo se detuvo en plena respiración. Dejó de parpadear y sus ojos perdieron el brillo, como los de un muerto; sus labios se entreabrieron y se volvieron azules, y ni siquiera llegó a llevarse las manos al pecho, se limitó a recular tambaleándose, con lo que Carl se vio obligado a hacerse a un lado.

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