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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

Locuras de Hollywood (3 page)

BOOK: Locuras de Hollywood
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—Prácticamente todos los peces gordos.

Bill lo miró con ternura. Siempre le había tenido cariño a Smedley, pero sin que eso la impidiera ver los muchos defectos de su carácter. Si había en el mundo un hombre más vago que Smedley Cork, ella no lo había conocido jamás. Y si había alguno mejor predispuesto a saltarse todos los principios a la torera, aún estaba por conocerlo. Era egoísta, perezoso y prácticamente cualquier cosa que no debiera ser. Pero Bill le quería. Se había enamorado de él veinte años atrás cuando era un joven con dinero y con una sola barbilla. Y seguía enamorada de él ahora, que era ya un cuarentón sin un céntimo y con doble papada. Las mujeres son así.

—En otras palabras —observó—, que esperas obtener algún dinerillo practicando el chantaje.

—¡No es chantaje! —protestó vivamente Smedley—. Es una transacción comercial corriente y moliente. Ellos quieren el diario…, y yo lo tengo.

—Pero no lo tienes.

—Bueno…, si lo tuviera, quiero decir.

Bill no pudo reprimir una risa indulgente. Aquel plan, tal como se lo había esbozado, le parecía muy propio de Smedley. No disminuía en lo más mínimo su afecto por él. Si alguien se le hubiera acercado a decirle: «Wilhelmina Shannon, está usted derrochando su cariño en alguien que no lo vale en absoluto», ella le habría replicado: «Lo sé. Y me encanta hacerlo». Era mujer de un solo hombre.

—Jamás harás fortuna, Smedley, ni honrada ni deshonestamente. Pero yo sí la haré… No sé cómo; de alguna manera. Y, cuando la tenga, me casaré contigo.

Smedley se estremeció.

—No digas esas cosas ni en broma.

—No estoy bromeando. Lo he pensado mucho en estos últimos veinte años. Y al llegar a esta casa y ver lo que queda de ti después de estar viviendo con Adela todo este tiempo, he decidido que sólo puedo hacer una cosa: reunir como sea algo de dinero, llevarte al altar y pasar el resto de mi vida cuidándote. Porque, si alguna vez hubo algún hombre que necesitara que lo cuidaran, ése eres tú. Y me saca de quicio que me vengas con tantos remilgos. Porque, vamos a ver… ¿No decías que estabas loco por mí?

—Entonces era yo joven, y alocado…

—Y ahora un viejo loco; pero, aun así, eres el único hombre al que he querido en mi vida. ¡Ya es curioso…! ¿Cómo dice la canción?… «El pez tiene que nadar, los pájaros han de volar, y yo he de amar a un hombre hasta que muera. No puedo evitarlo…».

—Oye, Bill… Por favor… Escucha…

—No tengo tiempo para escuchar. Hoy he de almorzar con mi agente en el Beverly-Wilshire. Ha venido a Hollywood por un par de días. ¡Quién sabe si no podré arreglármelas para sacarle un centenar de dólares! En cuyo caso, me apresuraré a regresar para ponerlos a tus pies, mi rey.

Impecable y exigente en materia de vestuario, hasta el punto de ir siempre trajeado de punta en blanco incluso en su cautividad, Smedley dedicó una mirada reprobatoria a los pantalones de Bill.

—No irás a presentarte en el Beverley-Wilshire vestida así, supongo…

—¡Por supuesto que sí! Pero no olvides lo que te he dicho acerca de casarnos. Vete a algún rincón y ve ensayando a responder «Sí, quiero» cuando el cura te dé un golpecito en el pecho y te pregunte: «¿Quiere usted, Smedley, tomar por esposa a Wilhelmina…?». Porque de ésta no te escapas, muchacho.

Y Bill salió por la cristalera camino del garaje, donde la estaba aguardando su cacharro. El sonido de su voz atronó la atmósfera.

—«El pez tiene que nadar, los pájaros han de volar, y yo he de amar a un hombre hasta que muera. No puedo evitar amarlo, ¡porque es mi hombre!».

Smedley Cork se dejó caer desmayadamente contra el respaldo del sofá, agradecido de encontrar un apoyo firme. Y, a pesar de la cálida mañana, recorrió su cuerpo un escalofrío como sólo puede experimentarlo el soltero empedernido que ve frente a sí la faz desnuda del matrimonio.

II

Joe Davenport estaba almorzando con Kay Shannon en El Pollo Morado, en la carretera de Greenwich Village. Hubiera preferido llevarla al Colony o al Pavillon, pero Kay tenía ideas muy estrictas acerca de los jóvenes que derrochaban su hacienda viviendo alocadamente, aunque acabaran de conseguir un sustancioso premio en un concurso radiofónico. Al igual que su tío Smedley, la muchacha no encontraba ningún provecho en ello. En cualquier caso, lo que para el exigente paladar de Joe no había sido más que un repugnante comistrajo tocaba ya a su fin, y sólo restaba por superar el último obstáculo, el café.

El camarero lo trajo a la mesa y se alejó de nuevo, no sin antes soltar una bocanada de aliento sobre el cogote de Joe, y éste, que había estado disertando sobre las cualidades letales de la dieta a base de espaguetis, abandonó el tema y volvió al que siempre prevalecía en su mente en las ocasiones en que comía con Kay.

—Ya basta de hablar de espaguetis —dijo—. Volveré a ello más tarde, si quieres. Ahora tengo en la agenda cosas más importantes. No, no mires…, respóndeme sólo. ¿Quieres casarte conmigo?

Kay estaba apoyada de codos en la mesa, con la barbilla entre las manos, y le observaba con aquella profunda y atenta mirada que le hacía sentir como si alguna mano oculta hubiera introducido una batidora en su alma y comenzara a agitarla a conciencia. Era precisamente su actitud tan seria lo que lo había atraído vivamente desde el principio. Porque, por los días en que la conoció, había llegado a la conclusión de que el mundo estaba demasiado lleno de mujeres sonrientes, sobre todo en aquel reino de la sonrisa que era Hollywood, en el que hasta hacía poco se ganaba la vida. Más de una vez le había parecido que su vida, hasta que Kay hizo acto de presencia en ella, se había convertido en un infierno de dientes deslumbrantes y risitas alegres.

—¿Casarnos?

—Eso mismo.

—¡Se te ocurren unas ideas rarísimas! —replicó Kay.

Se volvió discretamente a mirar hacia atrás. El Pollo Morado es uno de esos restaurantes informales de Greenwich Village en donde no se observan rigurosamente las reglas de la buena etiqueta, así que, en el rincón más interior de la sala, un hombre que por su pinta podía ser perfectamente un escultor neovorticista y una joven que parecía un muestrario ambulante de collares de abalorios se habían puesto a discutir tan ruidosa y familiarmente como si estuvieran en su propia casa. Cuando la mirada de Kay se cruzó de nuevo con la de Joe, vio que éste fruncía el ceño en gesto de reproche.

—No hagas caso a esos dos —la urgió—. Nuestro matrimonio no sería así. Además, probablemente ni estarán casados.

—Pues parece estar hablándole como sí fuera su marido.

—La nuestra sería una felicidad sin fisuras. ¿Tú no lees la revista Blondie? Si lo haces, tendrás que reconocer que Dagwood Bumstead es el mejor marido de América… Pues mira: tengo mucho en común con él: soy cariñoso, amable, me encantan los perros y me gustan los emparedados exóticos. Cásate conmigo y te llevarás un super-Dagwood. Nunca me oirás una palabra áspera, ni me sorprenderás una mirada de reproche. Tus más mínimos deseos serán órdenes. Cada mañana te llevaré a la cama el desayuno en una bandeja, y me sentaré a tu lado para darte vahos cuando tengas dolor de cabeza.

—Suena de maravilla. Pero… hay algo que me intriga —replicó Kay—. He observado que, cuando me invitas a almorzar, aguardas siempre a que traigan el café para declararte. ¿Por qué lo haces? ¿Es sólo un reflejo?

—Al contrario: es una táctica muy sutil. Pura psicología. Pienso que una chica llena hasta los topes es probable que esté en disposición más condescendiente que si está sufriendo las punzadas del hambre. Y no me hace ninguna gracia declararme cuando los camareros pueden estar escuchando y haciendo apuestas a nuestras espaldas. Bueno, ¿qué? ¿Nos casamos?

—No.

—Eso ya me lo dijiste la vez anterior.

—Y te lo repito ahora.

—¿De verdad me rechazas de nuevo?

—Sí.

—¿A pesar de haberte atracado con mi estofado?

—Yo he tomado espaguetis.

—Tanto da. La obligación de una dama que se ha atracado con los espaguetis de un caballero hacia el caballero en cuestión es exactamente la misma.

El escultor y la joven que hacía collares habían pagado la cuenta y se marchaban ya. Libre de su influencia perturbadora, Joe se sintió más capaz de concentrarse en el asunto que tenía entre manos.

—Realmente es extraordinaria esa manía tuya de decir que no cada vez que te ofrezco el amor de un hombre cabal —dijo—. No… No… No… Serías un perfecto Molotov. Claro que, en realidad, no tiene importancia…

—¿No?

—¡Ya vuelves a decirlo! Para mí que lo repites en sueños.

—¿Por qué no tiene importancia, so payaso?

—Porque, en cualquier caso, tendrás que casarte conmigo, aunque sólo sea por mi dinero.

—¿Cuánto tienes?

—Mil dólares.

—¿Eso es todo?

—¿Qué quieres decir con que si es todo? Conozco a muchos pobres tipos que serían felices si dispusieran de un millar de dólares. Y a muchas mujeres también. Tu tía Bill, sin ir más lejos.

—Lo que quería decir es que si eso es todo lo que te queda del premio.

—Bien, verás… El dinero vuela. Ése ha sido mi continuo problema de soltero, como lo ha sido también el de tu solterona tía Bill. Por cierto…, ¿tienes noticias recientes de ella?

—No.

—Pues a mí me ha llegado esta mañana un telegrama suyo.

—¿Por que diablos tenía que enviarte un telegrama?

—Está madurando un gran proyecto.

—¿Qué clase de proyecto?

—No lo explicaba. El texto era bastante enigmático. Sólo decía que tenía un plan.

—Apuesto a que será una locura.

—Y yo apuesto a que no. ¿Loca Bill? ¿La mujer más de fiar de la tierra? ¡La más inteligente que jamás haya tomado carne enlatada Betty Grable en la cafetería de un estudio de cine! Bill es una mujer con ideas. Cuando trabajábamos juntos en la Superba-Llewellyn había un agente de tráfico en el Cahuenga Boulevard que se agazapaba con su moto en alguna esquina oscura y saltaba de pronto como un rayo en persecución de los automovilistas para coserlos a multas. Solíamos verlo actuar desde nuestras ventanas, y todos estábamos deseando darle un escarmiento, pero únicamente Bill tuvo la sagacidad y la inteligencia de salir de casa y, aprovechando un momento que el hombre la había dejado y entrado en un bar, atar una cadena a la rueda trasera de su moto y sujetar el otro extremo a una boca de incendios. Así que, a la siguiente vez que se subió a la máquina y arrancó, saltó disparado por encima del manillar y se quedó sentado en el suelo mirando a todos lados con la expresión más boba que jamás le haya visto a un guardia de tráfico. Ahí tienes a Wilhelmina Shannon en dos pinceladas. Una mujer que se encarga de hacer lo que debe hacerse. Pero, volviendo a lo que te decía, como soltero me ha resultado difícil evitar que el dinero se me escapara de las manos. Será distinto cuando me case y siente la cabeza.

—No me voy a casar contigo, Joe.

—¿Por qué no? ¿No te gusto?

—Eres un agradable compañero de mesa.

—Me temo que agradable es un adjetivo algo superficial…

El camarero rondaba por allí cerca en actitud significativa y Joe, leyéndole el pensamiento, se apresuró a pedirle la cuenta. Luego miró a Kay a través de la mesa y sintió, aunque no por primera vez, que realmente la vida era muy extraña. Nunca puedes saber lo que está preparando para ti. A punto de abandonar Hollywood, Bill Shannon le había encargado que, una vez en Nueva York, visitara a su sobrina Kay, que trabajaba allí en las oficinas de una editorial; y Joe recordaba perfectamente haberlo hecho sólo por complacer a la buena de Bill. Joven y nunca falto de compañía femenina, no había esperado gran cosa de añadir un teléfono más a la lista de su agenda roja. Pero Bill le había dicho que se pusiera en contacto con su sobrina, y así lo hizo. Y fue así como un sencillo gesto, de mera cortesía, desencadenó los terremotos emocionales que ahora estaba viviendo y que lo tenían en un estado deplorable.

—Bill tenía que haberme advertido de la prueba a que iba a enfrentarme —dijo Joe, prosiguiendo sus reflexiones en voz alta—. «Cuando llegues a Nueva York», me dijo, «ve a saludar a mi sobrina Kay». Así mismo. Sin darle importancia. De pasada. Ni la más mínima sugerencia de que estaba introduciendo en mi vida una mujer de corazón duro como un peñasco, que conmocionaría toda mi existencia y me convertiría en un manojo de nervios. ¡Y que luego hablen de La Belle Dame Sans Merci!

—¡Keats! —exclamó Kay, sorprendida—. Estoy delante de un hombre de letras… Tendrás que darme tu autógrafo. No sabía que te gustara leer poesía.

—A todas horas. Siempre que puedo arañar unos minutos de tiempo libre, me encontrarás enfrascado en la última novedad de Keats. «¡Ah! ¿Qué puede afligirte, infeliz mortal, que callejeas solo y triste?». Pues te aseguro —añadió Joe— que si el infeliz mortal ese entrara ahora mismo por la puerta del restaurante y empezara a quejarse de la tiranía a que lo tiene sometido su Belle Dame Sans Merci, me acercaría a darle una palmada en la espalda y a decirle que comprendo perfectamente cómo se siente.

—Aunque tendrás que reconocer que su situación era bastante peor que la tuya.

—¿De dónde sacas esa idea?

—Él no tenía una agenda roja con una larga lista de teléfonos…

A Joe se le escapó un respingo y, aunque la mayoría de sus amigos habrían dicho que eso era imposible, se ruborizó.

—¿Qué sabes tú de mi agenda roja?

—La dejaste encima de la mesa una vez que fuiste a saludar a alguien. Y le eché un vistazo distraídamente. ¿Quiénes son todas esas mujeres?

—Retazos de un pasado ya muerto.

—¡Hum!

—Nada de «¡hum!». Esas chicas no significan nada para mí. Fantasmas, eso es lo que son. Restos y desechos que el oleaje ha hecho varar en la playa del recuerdo. Sírveme a cualquiera de ellas en una bandeja, rodeada de berros, y ni siquiera tocaré su mano. Para mí no existe ahora nadie más que tú. ¿No me crees?

—No.

—¡Otra vez esa palabra! ¡Por las barbas de Samuel Goldwyn que hay momentos en que siento la irreprimible tentación de atizarte con una botella en la cabeza!

Kay blandió su cucharilla de café.

—Ni se te ocurra. Estoy armada.

—¡Oh, está bien! No lo haré. Pero sólo porque lo prohíben los manuales de urbanidad.

El camarero trajo la cuenta y Joe la pagó maquinalmente. Kay estaba estudiándolo de nuevo con aquella característica expresión suya.

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