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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (2 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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No tenía ganas de tomar ninguna decisión definitiva. Me encontraba bien pensando a la ligera y sin agobios en distintas posibilidades tan inalcanzables de momento como las nubes mientras en el frigorífico quedaba comida y mi hijo aún no había salido fuera y no me pedía nada. Era una situación bastante buena, que lamentablemente duraría poco porque mi hermana ya había encontrado un inquilino para el mes de noviembre.

Estábamos a finales de septiembre y todavía podíamos bañarnos y tomar el sol. A mediados de mes, las casas de los alrededores ya se habían cerrado hasta el próximo verano o para ser usadas algunos fines de semana y en los puentes largos. Sólo seguían funcionando durante todo el año algunas, como la nuestra, que por la noche, al ser tan pocas y estar tan desperdigadas, con las luces encendidas resultaban tremendamente solitarias. Y esta sensación me gustaba, hasta que echaba de menos a alguien con quien hablar o que estuviese por allí haciendo ruido y entonces me daba por acordarme de Santi. Eran momentos de debilidad, esos momentos que sirven para que las parejas aguanten juntas mucho tiempo, como mis padres. Solamente pensar en ellos me daba valor para afrontar los ratos de soledad. Sabía que si no los afrontaba ahora ya no los afrontaría nunca el resto de mi vida.

Para ir a la playa de arena tenía que coger la motocicleta, una Vespino que me habían advertido mi hermana, mi cuñado y mis sobrinos, una y otra vez, que no se me ocurriera aparcar sin echarle la cadena. En cuanto desayunaba y regaba las plantas (una de las obligaciones que mi hermana me había impuesto), metía en una bolsa de plástico de Calvin Klein una revista atrasada, que había cogido de una cesta de mimbre, una botella de agua, la visera y una toalla, y me marchaba a tumbarme en la arena. Bajo el sol, no había penas. Los turistas prácticamente habían desaparecido. Casi siempre me encontraba con la misma gente por el tramo que solía recorrer a paso ligero cuando me cansaba de estar tumbada: una señora con dos perritos, varios pescadores sentados al lado de las cañas tirantes, un negro con chilaba que no debía de tener un sitio mejor adonde ir, los que corrían por la playa y una pareja de jubilados extranjeros bajo una sombrilla de flores grandes con los que ya cruzaba miradas de hola y hola.

Y gracias a ellos aquella mañana no perdí el conocimiento y no me caí redonda en la arena, sólo me puse de rodillas y vomité. Hacía demasiado calor, uno de esos días en que se dispara el termómetro como si se hubiese roto. La gorra con visera daba poca sombra y se me había olvidado la botella de agua. A veces tenían razón cuando me decían que era un desastre. Me lo decían todos los que tenían alguna confianza conmigo. Si no me lo decían antes, me lo decían después, eres un desastre, y si te lo dice todo el mundo toda tu vida, por algo será. Al incorporarme en la toalla, sentí náuseas, todo me daba vueltas, aun así logré llegar tambaleándome a la orilla para refrescarme y fue entonces cuando no pude más y eché la papilla. Había desayunado demasiado, desde que estaba embarazada el miedo a desfallecer me hacía comer hasta que no podía más. Fue entonces cuando la pareja de jubilados extranjeros se acercó corriendo todo lo deprisa que los ancianos son capaces de correr sobre la arena ardiente. Tardaron una eternidad en llegar, yo hundía las manos en la arena mojada tratando de agarrarme hasta que la arena se deshacía una y otra vez.

Dios mío, no dejes que me muera, estaba pensando cuando unas manos grandes y huesudas me sujetaron. Luego sentí frescor de agua en la boca. Una mano me empapaba la frente y me la pasaba por el pelo. Oía sus palabras, extrañas y lejanas, no entendía nada. Me sentaron en la arena y vi que era la pareja extranjera. El hombre trajo una sombrilla, la sombrilla de flores grandes en la que ellos siempre se resguardaban y con la que marcaban su territorio. Evidentemente era más fácil traer la sombrilla aquí que llevarme a mí hasta la sombrilla.

—¿Te encuentras bien? —fueron sus primeras palabras en castellano.

Asentí.

—Podemos llevarte al hospital.

—No, gracias, me ha sentado mal el desayuno.

La mujer tenía los ojos pequeños y azules y los detuvo sobre la barriga, que me sobresalía del biquini un poco abultada y redonda. No dejé que me preguntara.

—Estoy embarazada. A veces la comida no me cae bien.

—Ahora descansa —dijo ella dándome aire con un paipai de propaganda donde vi dobles las palabras Nordic Club—. ¿Quieres más agua?

Bebí más agua mientras me observaban sin parpadear, como si me sostuvieran con sus miradas.

Al rato, cuando ya debían de estar más mareados que yo, se empeñaron en acompañarme hasta la moto y después en seguirme con su coche por si desfallecía por la carretera. íbamos tan despacio que todo el mundo nos pitaba y en cuanto me metí por el camino en cuyo margen izquierdo la casa de mi hermana parecía metida con calzador, toqué el claxon y les dije adiós con la mano.

Quizá debería haberles pedido que entraran a tomar algo, a sentarse un rato en el porche, por donde solía correr una brisa bastante agradable. Me odiaba a mí misma por no haber sido más amable, puesto que les había fastidiado su mañana de playa, aunque también era cierto que el que alguien interrumpiera la monotonía de estas parejas de ancianos que se pasaban el día en plan contemplativo tampoco les vendría mal. Me mojé con la manguera y me tumbé a la sombra en una hamaca. No quería pensar en el mareo de la playa porque no quería sentirme débil, de ahora en adelante tendría más cuidado porque la verdad era que mi cuerpo ya no era el mismo y me daba sorpresas.

Julián

Me fastidió tener que gastarme parte de los ahorros en un asiento clase
business,
lo hice para tranquilizar a mi hija y también porque me interesaba llegar a mi destino en la mejor forma posible y que el viaje no fuese en balde, y precisamente por eso me limité a tomarme el menú con una cerveza sin alcohol y, después de sacudirme los demonios de encima como pude, a dormir como un bendito, mientras el resto de viajeros no paraba de meterse entre pecho y espalda whiskies «en las rocas».

No contaba con que Salva fuese a buscarme al aeropuerto de Alicante, ni siquiera había contestado a la carta donde le decía qué día llegaba. ¿Cómo estaría ahora? Puede que no le reconociese. Ni él a mí, claro está. De todos modos, miré los carteles que pacientemente sostenía la gente que esperaba tras el cordón de seguridad y me dejé ver lo más posible con la esperanza de que Salva de pronto viniese hacia mí y me abrazara. Hasta que más o menos al cuarto de hora decidí irme a la estación de autobuses y tomar uno que me llevase a Dianium, el pueblo, a unos cien kilómetros, donde había reservado hotel y por cuyos alrededores vivían los Christensen y, algo más lejos, Salva en la residencia.

No fui directamente al hotel. Al salir del autobús tomé un taxi y le pedí al taxista que me llevara a la residencia de ancianos Tres Olivos para luego regresar al casco urbano del pueblo.

Colocó la maleta en el maletero y tiramos hacia el interior entre olor a pino recalentado, y al rato el taxista me preguntó extrañado si no iba a quedarme en la residencia. No me molesté en contestar, fingí que iba ensimismado en el paisaje, lo que también era cierto. Estaba atardeciendo y me pareció maravilloso. Tierra roja, bosquecillos, viñas y huertas y pájaros que bajaban a picotear. Me acordé de cuando de niño, antes de que nada tuviera importancia, mis padres nos llevaban de vacaciones a la playa. Me palpé los bolsillos de la chaqueta comprobando que no me había olvidado nada en el avión ni en el autobús. Empezaba a preocuparme que el cansancio me hiciera perder reflejos sin darme cuenta.

La residencia tenía un jardín más pequeño de lo que me había hecho imaginar Salva, pero estaba en pleno campo y eso parecía bueno, aunque de mayores nos gusta más ver gente que árboles. No hacía falta llamar al timbre, estaba abierto y pasé a un comedor donde empezaban a colocar las mesas para la cena. Le pregunté a la camarera por Salva, le dije que venía de muy lejos para verle, y ella, tras mirarme extrañada, me dirigió a una pequeña oficina donde una mujer grande y fuerte, con una vitalidad bárbara, me dijo que mi amigo había muerto. Y cuando le enseñé el sobre que había recibido me explicó que él mismo pidió que lo echaran al correo sin más después de su defunción. Defunción, vaya palabra. Lo habían incinerado y la ropa la habían enviado a una parroquia por si algún pobre la quería. Había muerto de una insuficiencia generalizada, su organismo había dicho basta.

Me dijo, sin que yo le preguntara, que no había sufrido.

Di una pequeña vuelta por el jardín y me imaginé allí a Salva, débil y encogido, resistiendo, mirando el cielo algunas veces mientras pensaba en lo que tenía entre manos, sin perder de vista sus objetivos. Hacía muchos años que no teníamos contacto, desde que dejaron de considerarnos útiles en el Centro, y yo preferí dedicarme a mi familia y hacer alguna pesquisa por mi cuenta, que nunca dio frutos. Traté de atar los cabos sueltos de Aribert Heim, el criminal nazi más buscado del mundo, y de Adolf Eichmann, sin ninguna suerte. Y me costaba trabajo creer que en ese tiempo Salva dejase de trabajar, seguramente siguió reuniendo material y dándoselo en bandeja a otros para que se llevaran la gloria. Y ahora me había tocado a mí. Me dejaba su último descubrimiento, que sólo tendría valor si yo era capaz de destaparlo. Cuando supo que iba a morir pensó en mí, se acordó de este amigo y me dejó una herencia envenenada, como no podía dejar de ser cualquier cosa que viniera de nuestras atormentadas almas. Me habría gustado tanto hablar con él, verle por última vez. Ya no quedaba nadie que lo supiera todo de mí, que conociera mi infierno tal como fue. Ahora un tono plateado sin brillo iba apagando la tarde.

Volví a entrar en el taxi y después de indicar que íbamos al hotel Costa Azul tuve que sacar el pañuelo del bolsillo y sonarme. La visión de la residencia, cada vez más pequeña, donde Salva me escribió su última carta, hizo que los ojos se me llenasen de lágrimas; eran lágrimas flojas que sólo mojaron el cerco de los ojos, pero que significaban que estaba vivo. Había sobrevivido a Salva sin ganas, como había sobrevivido a Raquel a mi pesar. El taxista me echó un vistazo por el retrovisor. Qué lejos estaba su juventud de mi vejez, era inútil contar nada, explicar nada, era inútil decirle que mi amigo había muerto porque pensaría que a nuestra edad era natural morir. Sin embargo, nada era natural, porque si fuese natural no nos parecería extraño e incomprensible. ¿Era yo digno de seguir viendo estos hermosos campos plateados? Raquel me habría echado una bronca por pensar así, me habría llamado masoquista y bicho raro. Después de todo Salva y yo llevábamos sin vernos mucho tiempo, desde que me instalé en Buenos Aires con Raquel, y él siguió con su vida de acá para allá; nunca me hubiese imaginado que se hubiera recluido en una residencia. Y como él mismo decía, no sólo nosotros moríamos, moría todo el mundo, toda la humanidad y no había más remedio que conformarse.

Al llegar al hotel me entretuve deshaciendo la maleta y colocando la ropa en el armario y luego estudiando el mapa de la comarca y tratando de localizar la casa de Fredrik y Karin Christensen en una zona alta y boscosa llamada el Tosalet. Como no quería acostarme muy pronto, para ir superando el
jet-lag
bajé al bar del hotel para tragarme las pastillas de la noche con un vaso de leche caliente. Una barman con chaleco rojo, que hacía malabarismos con los vasos y los cubitos de hielo, me preguntó si quería un chorrito de coñac en la leche. Le contesté que por qué no, y mientras me lo servía me entretuve mirándola y ella me sonrió con una sonrisa radiante y hermosa. Seguramente tendría un abuelo al que había que animar de vez en cuando. Cuando ya empezaba a sentirme confuso por el cansancio, pedí en recepción que me aclararan algunas dudas sobre el mapa y reservé un coche de alquiler para el día siguiente. No me sorprendió que me preguntaran si tenía el carné de conducir en regla, era algo que en los últimos tiempos ocurría a menudo. Si hubiera tenido tiempo me habría sentido ofendido, pero tenía otras cosas más importantes en la cabeza que ser viejo y que me trataran como tal, tenía que cumplir la misión de Salva.

La habitación no era gran cosa. Daba a una calle y a través de los visillos se veía la iluminación de unos cuantos bares. Me tumbé en la cama, hacía tiempo que no me sentía tan relajado. Volvía a la vieja costumbre de estar solo en los hoteles, la costumbre de no contarle a nadie lo que de verdad estaba haciendo, con la diferencia de que ahora no esperaba nada porque después de esto no habría más.

Qué más daba que el mundo entero tuviera más fuerza y menos años que yo. Yo tenía la enorme ventaja de no esperar nada. Me sentía..., me sentía, ¿cómo explicarlo?, me sentía conforme. Cuando noté que iba a dormirme me desnudé, me puse el pijama, apagué el aire acondicionado, me quité las lentillas y me puse las gafas de culo de vaso que usaba para leer en la cama; por lo menos la dentadura era fija. Qué tiempos aquellos en que sólo me necesitaba a mí mismo para ir de un lado a otro, sin trastos. Cerré los ojos y me encomendé a Raquel y a Salva.

Me despertaron los rayos de sol que atravesaban los visillos. Me duché y me afeité con la maquinilla eléctrica que mi hija había echado en la maleta a regañadientes porque decía que era una tontería no aprovechar el kit de afeitado del hotel. Me dejé la cara suave, ni siquiera cuando estuve enfermo en el hospital había dejado de afeitarme, ni siquiera en los momentos más difíciles de mi vida. Mi mujer decía que la manera meticulosa de afeitarme era mi marca personal, y puede que tuviese razón. Desayuné más de lo normal porque el bufé entraba en el precio de la habitación y porque así al mediodía sólo tendría que tomarme un tentempié, y cenaría temprano.

El coche de alquiler no me lo traerían hasta las doce, así que me fui dando un paseo hacia el puerto y me compré en un puesto del Paseo Marítimo un sombrero panamá que costaba veinte euros y que me daba más sombra que la gorra de visera que llevaba puesta. Mi hija había insistido en que no me trajera tantas cosas que podría comprar aquí en cualquier parte, pero a mí me parecía un despilfarro dejarlas allí para que luego no supieran qué hacer con ellas. Aunque hacía bastante calor, no tenía más remedio que llevar chaqueta, afortunadamente ligera, porque necesitaba bolsillos donde guardar las gafas por si se me caía una lentilla (las de sol las sacaba y las metía del bolsillo de la camisa), la cartera con el dinero y las tarjetas de crédito, una libreta donde tomar notas y la cajita de las pastillas. Cuando era joven también cargaba con el Marlboro y el mechero. Por suerte el móvil podía dejarlo en el hotel, porque nada más cruzar el charco había dejado de funcionar. Me gustaba llevarlo todo repartido por los bolsillos, me equilibraba el peso. Mi hija me compró una vez una mochila, pero me la dejaba olvidada por ahí porque no me parecía que fuese mía. Siempre que he podido he llevado traje, como poco pantalón y chaqueta de distinta clase, y en invierno abrigo de lana
beige
hasta media pierna, la verdad es que no sabría vivir sin estas pequeñas costumbres.

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