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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (18 page)

BOOK: Líbranos del bien
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Brunetti no comprendía el aparente desinterés de los medios por el tema: le parecía natural que se tendiera el velo del silencio oficial o burocrático por lo que respectaba a los niños, y no se revelaran sus nombres ni su paradero, pero los padres y los esfuerzos que habían hecho para adoptarlos, forzosamente tenían que interesar a lectores y telespectadores. En un país en el que la presencia de un niño en un caso criminal, como víctima de asesinato, como superviviente de un intento o, mejor aún, como autor, le aseguraba la permanencia en los medios durante días y hasta semanas, era curioso que aquellas personas hubieran desaparecido tan pronto de la actualidad.

Años después de su arresto por el asesinato de su hijo, bastaba una entrevista con «la madre de Cogne» —o, incluso un simple artículo sobre ella— para hacer subir el número de telespectadores o de lectores.
[2]
Hasta una ucraniana que arrojó a su hijo recién nacido a un contenedor generó titulares durante tres días. Pero la prensa local se desentendió de Pedrolli a los dos días, y sólo
La Repubblica
siguió informando durante tres días más, hasta que se produjo la muerte de un joven
carabiniere,
contra el que disparó un asesino convicto que había salido con un permiso de fin de semana. Pero era precisamente la rapidez con que el caso Pedrolli desapareció de
Il
Gazzettino
y
La Nuova
lo que excitaba la curiosidad de Brunetti, por lo que, a la segunda mañana en la que no se mencionaba el caso en los periódicos, el comisario llamó a su amigo Pelusso al despacho. El periodista le explicó que en
Il Gazzettino
corría el rumor de que la historia no había sido del agrado de cierta persona y se había retirado.

Brunetti, asiduo lector de este periódico, sabía quiénes eran sus principales anunciantes, y la
signorina
Elettra había averiguado que la
signora
Marcolini llevaba la rama de sanitarios de la industria familiar, por lo que Brunetti observó:

—Decir baño es decir Marcolini.

—Exacto —convino Pelusso, pero agregó rápidamente, como impulsado por un resto de respeto por la precisión que había sobrevivido a décadas de oficio periodístico—: Él sería el primer interesado, a causa de la hija, pero aquí nadie ha mencionado su nombre explícitamente.

—¿Y crees que es necesario mencionarlo? —preguntó Brunetti—. Después de todo, como tú dices, ella es su hija, y esta clase de publicidad no hace bien a nadie.

—No estés tan seguro, Guido —respondió el periodista—. Los
carabinieri
asaltaron la casa, el marido quizá aún esté en el hospital, y les han quitado al niño: esto les valdrá a ambos la simpatía del público, sin que importe cómo consiguieran al niño.

Esto ofrecía a Brunetti una posibilidad interesante.

—Entonces, ¿los
carabinieri
? —preguntó.

—¿Por qué iban ellos a tapar el caso?

—Pues, en primer lugar, porque los presenta con un aspecto poco agradable o, quizá, para hacer creer a quienes sospechan que estén detrás de todo esto, que ha pasado el peligro y pueden salir del agujero —sugirió Brunetti. Como Pelusso no decía nada, el comisario prosiguió, hilvanando ideas mientras hablaba—: Si hay una trama, el que mueve los hilos ha de conocer a personas que deseen niños aunque sea a cambio de dinero y a futuras madres que estén dispuestas a renunciar a sus hijos al dar a luz.

—Evidente.

—Pero la transacción no puede programarse a voluntad, ¿verdad? —preguntó Brunetti—. La que va a tener un hijo, tendrá el hijo cuando le toque, no cuando el intermediario se lo diga.

—Y si en esto hay tanto dinero como he oído decir que hay —continuó Pelusso lentamente, agregando su razonamiento al de Brunetti—, llegado el momento, tendrá que ponerse en contacto con los compradores.

Brunetti, súbitamente alerta, preguntó:

—¿Oyes hablar mucho de eso?

—Yo creo que hay en ello buena parte de leyenda urbana —respondió Pelusso—. Como en eso de los chinos, que dice la gente que no se mueren porque nunca hay entierros. Pero sí, mucha gente habla del negocio de la compraventa de niños.

—¿Has oído mencionar un precio? —preguntó Brunetti, confiando en que Pelusso no le preguntara a él por qué la policía no tenía ya esta información.

Siguió una pausa más bien larga, como si Pelusso estuviera pensando lo mismo, pero cuando habló fue sólo para responder a la pregunta de Brunetti.

—No, nada concreto. He oído rumores, pero, como te he dicho, Guido, la gente habla de eso como de tantas otras cosas: «Lo sé de buena tinta.» «Tengo un amigo que está enterado.» «Mi vecina tiene una prima que tiene una amiga que…» No hay manera de saber si nos dicen la verdad.

Brunetti estuvo a punto de decir que esta incertidumbre era un fenómeno universal y que no se limitaba a la experiencia periodística de Pelusso. Brunetti no sabía si los italianos eran más crédulos que otros pueblos o si, simplemente, estaban peor informados. Había oído hablar de países en los que existía una prensa independiente que informaba con exactitud y en los que la televisión no estaba controlada por un solo hombre: su misma esposa estaba convencida de la existencia de tales portentos.

La voz de Pelusso le hizo volver de sus divagaciones.

—¿Alguna cosa más? —preguntó el periodista.

—Sí; si consigues enterarte de quién podría querer que dejara de hablarse del caso, te agradeceré que me llames —dijo Brunetti.

—Te tendré al corriente —respondió Pelusso, y colgó.

Al colgar el teléfono, Brunetti se puso a pensar, sin saber por qué oscuras asociaciones de ideas, en unas poesías que Paola le había leído años atrás. Las había escrito un poeta isabelino con motivo de la muerte de sus dos hijos, un niño y una niña. Brunetti recordaba la indignación de su esposa porque el poeta estaba mucho más afligido por la muerte del hijo que por la de la hija, pero en este momento Brunetti sólo recordaba el deseo de aquel hombre destrozado que ansiaba «perder ahora todo el padre que había en mí». ¿Cuán hondo había de ser el sufrimiento de un hombre, para hacerle desear no haber sido padre? Él tenía dos amigos que habían visto morir a un hijo, y ninguno de ellos había conseguido superar el dolor. Haciendo un esfuerzo, desvió la atención hacia las personas que podían facilitarle información acerca de este negocio de recién nacidos, y recordó su infructuosa visita al Ufficio Anagrafe.

Brunetti decidió llamarles y, en cuestión de minutos, tuvo la información que deseaba: un hombre y una mujer se personaban en la oficina, firmaban la declaración de que el hombre era el padre, y aquí se acababan los trámites. Desde luego, tenían que presentar los documentos de identidad y el certificado de nacimiento. Incluso, si lo deseaban, podían cumplimentar la diligencia en el mismo hospital, donde existía una delegación de la oficina del Registro.

Brunetti acababa de susurrar las palabras «Licencia para robar», cuando Vianello entró en el despacho sin llamar.

—Abajo se ha recibido una llamada —dijo sin preámbulos el inspector—. Han forzado la puerta de una farmacia de
campo
Sant'Angelo.

—¿Es uno de tus farmacéuticos? —preguntó Brunetti con franco interés.

Vianello asintió y, antes de que el comisario pudiera hacer otra pregunta, dijo:

—Aún estamos repasando sus cuentas bancarias.

—¿Han forzado la puerta y qué más han hecho? —preguntó Brunetti, diciéndose si no sería un intento de destruir pruebas o echar tierra a los ojos de quien pudiera estar investigando.

—La mujer que ha llamado ha dicho que, al ver la puerta, ni siquiera ha entrado y nos ha llamado enseguida.

—¿Y no ha dicho qué ha ocurrido? —preguntó Brunetti sin disimular del todo la impaciencia.

—No. He dicho a Foa que nos lleve. La lancha espera. —Al ver que el comisario no se movía, Vianello añadió—: Creo que debemos ir. Antes de que alguien se nos adelante.

—¿No te parece una coincidencia interesante? —preguntó Brunetti.

—No sé lo que será, pero dudo mucho que alguno de nosotros piense que es una coincidencia —respondió Vianello.

Brunetti miró su reloj y vio que eran casi las diez.

—¿Por qué la mujer no ha llegado hasta ahora? ¿No deberían haber abierto hace una hora?

—No lo ha explicado o, por lo menos, Riverre no me lo ha dicho. Sólo, que la mujer había llamado para denunciar que habían forzado la puerta.

En respuesta a la creciente impaciencia que se percibía en la voz de Vianello, Brunetti se levantó y se reunió con él en la puerta.

—Está bien. Vamos a echar un vistazo.

Siguiendo la vía más rápida, Foa se metió por Río San Maurizio hasta
campo
Sant'Angelo. Desembarcaron y cruzaron el
campo
en dirección a la farmacia. La luz natural iluminaba los carteles expuestos en los dos escaparates. Las luces eléctricas del interior estaban apagadas. La mirada de Brunetti se posó en un par de esbeltos y bronceados muslos femeninos que se ofrecían a la vista del transeúnte en prueba de la facilidad con que podías librarte de la celulitis en una semana. Al otro lado, una pareja de pelo blanco se miraban a los ojos con ternura, cogidos de la mano en una esplendorosa playa tropical. A sus pies, sobre la blanca arena, una caja de un medicamento contra la artritis.

—¿Es la única entrada? —preguntó Brunetti señalando la intacta puerta vidriera situada entre los escaparates.

—No; los empleados utilizan una puerta lateral —respondió Vianello, mostrando una curiosa familiaridad con las costumbres del establecimiento. Siguiendo sus propias indicaciones, el inspector condujo a Brunetti hacia la izquierda, a una calle que iba a salir a La Fenice.

Cuando se acercaban a la primera puerta a mano derecha, se apartó del umbral una mujer de poco más o menos la edad de Brunetti.

—¿Son de la policía? —preguntó.

—Sí,
signora
—respondió Brunetti presentándose a sí mismo y a Vianello.

La mujer podía ser una de tantas venecianas. Llevaba el pelo corto, teñido de caoba oscuro. Acumulaba carga en el busto, pero tenía el acierto de disimularlo con una chaqueta corta de cuello a caja que llevaba sobre una camiseta color beige a juego. Unas buenas pantorrillas asomaban por el bajo de una falda marrón hasta la rodilla. Calzaba zapatos salón de tacón bajo. Tenía en la cara restos del bronceado veraniego y todo el maquillaje se reducía a lápiz de labios de color claro y sombra de ojos azul.

—Soy Eleonora Invernizzi y trabajo para el
dottor
Franchi. —Y, a renglón seguido, como para impedir que la tomaran por licenciada, puntualizó—: Soy la dependienta. —No tendió la mano y hablaba mirándolos alternativamente.

—¿Querrá explicarnos lo ocurrido,
signora
? —preguntó Brunetti. Ella estaba delante de la puerta de madera que, al parecer, conducía a la farmacia, pero Brunetti no hizo ademán de dirigirse hacia allí.

La mujer se asentó la correa del bolso en el hombro y señaló la cerradura. Ellos dos pudieron ver el daño: alguien había apalancado la puerta, con tanta violencia que la madera estaba abombada y astillada por encima y por debajo de la cerradura, señal de que la palanqueta había resbalado varias veces antes de encontrar apoyo suficiente para hacer saltar la cerradura.

La
signora
Invernizzi dijo:

—No sé cuántas veces he dicho al
dottor
que esa puerta era una invitación para los ladrones. Y él siempre me decía que sí, que la cambiaría por una
porta blindata,
pero no la cambiaba, y yo, vuelta a decírselo y él, nada. —La mujer señaló la reja metálica que protegía la pequeña ventana de la puerta—. He puesto la mano ahí para empujar la puerta. No he tocado nada más. Ni siquiera he entrado. Sólo he mirado y les he llamado.

—Muy bien hecho,
signora
—dijo Vianello.

Brunetti se acercó a la puerta y puso la palma de la mano en el sitio en el que la mujer decía haber puesto la suya. Empujó ligeramente y la puerta se abrió con suavidad hasta golpear la pared.

Brunetti vio un pasillo estrecho y una puerta abierta sobre la que brillaba una luz roja de seguridad. Al bajar la mirada comprendió por qué la
signora
Invernizzi había llamado a la policía. Delante de la puerta interior, en una superficie de un metro aproximadamente, el suelo estaba cubierto de una alfombra de cajas, frascos y ampollas triturados y aplastados, como si los hubieran pisoteado. Brunetti avanzó unos pasos hasta el borde del revoltijo. Adelantó el pie derecho y, con la punta del zapato, hizo un hueco para apoyar el pie y repitió la operación hasta llegar a la segunda puerta, donde el pasillo torcía a la derecha, hacia la parte delantera de la farmacia.

Brunetti avanzó por el pasillo hasta lo que parecía el laboratorio farmacéutico, donde los destrozos adquirían proporciones de catástrofe. Cubrían el suelo astillas de cristal marrón de aspecto peligroso, entre fragmentos de botes de cerámica. En uno de los trozos, unos diminutos capullos de rosa se trenzaban en guirnalda entre tres letras: «IUM». Líquidos y polvos se habían mezclado formando una sopa espesa que olía ligeramente a huevos podridos y a algo astringente que podía ser alcohol para friegas. Un líquido había resbalado por la puerta de un armario dejando en el plástico un surco de corrosión. Al pie del armario, las placas de linóleo del suelo parecían atacadas por un cáncer que había dejado al descubierto el cemento que había debajo. En la estantería aún había dos botes, pero el resto habían sido barridos al suelo, donde se habían roto todos menos uno. Brunetti levantó la cabeza, retrocediendo instintivamente ante el agresivo olor, y su mirada tropezó con el Cristo crucificado que también parecía haber vuelto la cara para escapar del hedor.

Brunetti oyó a su espalda la voz de Vianello, que lo llamaba y, siguiendo el sonido, salió a la tienda. Quizá para evitar ser visto desde el exterior, el asaltante había limitado su actividad casi exclusivamente a la zona situada detrás del mostrador, la más alejada de los escaparates. Aquí las estanterías habían sido barridas y los cajones, arrancados y arrojados al suelo, donde había cajas y botellas, pisoteadas. La caja registradora y la pantalla del ordenador estaban tumbadas encima de la debacle, la registradora, con el cajetín hacia afuera y torcido, como si le hubiera quedado la lengua colgando, después de vomitar monedas y billetes pequeños.

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