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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

Lazarillo Z (2 page)

BOOK: Lazarillo Z
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El doctor levantó entonces la vista hasta la parte superior de la página, donde unas letras grandes y floreadas componían el título: LA VIDA DE LÁZARO DE TORMES, Y DE SUS LUCHAS Y TRANSFORMACIONES. Se dejó caer en la silla, en un gesto de sorpresa tan estudiado como el anterior de preocupación. ¡Pobre Lázaro González! ¿De verdad estaba tan loco para copiar el
Lazarillo
(un libro que el doctor siempre había confundido con aquel tostón del burrito, ¿cómo se llamaba?) y enviarlo como si fuera una obra inédita? ¿O acaso su propio nombre le había dado la idea? ¿Creía ser el lazarillo?

El doctor Torres no era un gran aficionado a los clásicos, y mucho menos a los clásicos españoles, que le parecían rancios y le recordaban a su época escolar, plagada de collejas propinadas por los otros niños y de tardes mortalmente aburridas; de hecho sólo leía sobre temas profesionales, así que jamás habría empezado aquel manuscrito de no haber sido por el termo. Lo agitó y, tras desenroscar la tapa, metió el dedo. Lo que sacó fue una sustancia rojiza y pegajosa que a! principio no identificó. Un segundo después, sin embargo, soltaba el termo y sacudía la mano en un ademán que no tenía ya nada de estudiado. Porque, sin lugar a dudas, aquel frasco contenía pura y llanamente tres cuartos de litro de sangre.

El resplandor de un relámpago acuchilló la ventana e hizo temblar la luz de la lamparita de mesa. La lluvia caía desesperada, insultante, y un escalofrío recorrió la espina dorsal del doctor. La idea de que alguien llevara a la vez un manuscrito absurdo y un termo lleno de sangre era ya demasiado surrealista para un psiquiatra en la cincuentena, soportablemente casado y padre de dos hijos jóvenes (heterosexuales y no adictos a ninguna sustancia ilegal), cuyas únicas preocupaciones eran el golf y la sombra de la impotencia que se cernía sobre su esporádica vida marital. En el mundo del doctor Torres había un club, una esposa amable y siempre atareada, catálogos de viajes a destinos exóticos siempre en hoteles de lujo; no quedaba sitio para detalles macabros, ni para pacientes desaparecidos, ni para sangre conservada en frío…

Sin embargo, tal vez invadido por esa curiosidad romántica y un punto morbosa que muchos años atrás le había impulsado a estudiar psiquiatría para descifrar los entresijos de la mente humana, el doctor se sentó en la silla del despacho y se puso las gafas para vista cansada que le había regalado su mujer; agarró el manuscrito con ambas manos como si pudiera escapársele debido al viento que soplaba con furia en el exterior y comenzó a leer. La lluvia y los truenos, convertidos en una desasosegante banda sonora, acompañaron la lectura de aquellas palabras delirantes y lúcidas, de aquellas frases que poco a poco fueron transportándole hacia otro lugar y otra época, hacia una historia que creía saber y que ya nunca podría olvidar.

La vida de Lázaro de Tormes, y de sus luchas y transformaciones
Prólogo

Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos, y tío se entierren en la sepultura del olvido.

¿Cómo empieza uno a narrar su vida? He intentado usar la primera frase del libro que desde hace siglos pretende ser el fiel relato de mis aventuras, esa historia que los eruditos han dado en calificar como el inicio de la novela picaresca, pero a mi pesar compruebo que es imposible. Ojalá pudiera aprovechar lo que ya está escrito, el hatajo de mentiras y medias verdades que componen la historia de Lázaro de Tormes, ese muchacho avispado y hambriento que se movía por el mundo en la primera mitad del siglo XVI. Lo cierto es que esa época me queda tan lejos, y son tantas las cosas vividas y sufridas desde entonces, que el esfuerzo de rememorarlas y ponerlas por escrito me resulta ímprobo y me siento tentado a desistir. Sin embargo, la gravedad de los hechos que se avecinan, unida a la afrenta de ver convertidos los primeros años de mi vida en un relato embustero e interesado que lleva siglos proclamando falsedades para el consumo de estudiantes e intelectuales, me han decidido a acometer la tarea de redactar lo que sólo yo puedo contar. Y es tan escaso el tiempo que ahora me queda que será mejor que no me entretenga y ponga manos a la obra. ¿Quién diría que después de casi quinientos años debo ahora apresurarme para hacer lo que siempre he sabido que era responsabilidad mía? Para disculparme sólo puedo decir que otros menesteres, más urgentes y peligrosos, han ocupado mi tiempo desde entonces. ¡Pobre excusa!, soy consciente de ello… Pero en mi descargo afirmaré que nunca he sido hombre de letras, sino de acción, y que desde luego no pretendo ahora nada más que contar la verdad. La sangrienta y cruel verdad que ha sido escamoteada durante siglos mediante poemas místicos, novelas de caballerías y, cómo no, relatos anónimos conmigo de protagonista. Dejad que proteste al menos una vez por la explotación a la que mi persona ha sido sometida: no contentos con usar mi nombre y partes de mi vida en la trama urdida por el poder para falsear la historia, he servido de inspiración a pintores, escritores y cineastas, e incluso he dado nombre a esos perros fieles, tontos de tan buenos, que acompañan a los invidentes. ¡Yo, que fui el peor lazarillo, valga la redundancia, y abandoné al pobre ciego a su terrible suerte!

No. Debo hacerlo, por mucho que me pese; debo dejar constancia de mi larga vida, y no puedo entretenerme en florituras ni adornos vacuos. Lo que leeréis os revolverá las tripas y desafiará a vuestra razón; lo que leeréis quebrará el mundo tal y como lo habéis entendido hasta ahora. No os gustará, pero tenéis derecho a saberlo: mi fracaso significa vuestra condena.

Así que, ya que he decidido tomarme la molestia de refutar el absurdo concepto que tenéis del siglo en que nací, espero que hagáis el favor de leerlo sin prejuicios ni vacilaciones: veréis cuáles han sido mis luchas, mis transformaciones, mis fortunas y… ¿Cómo lo dice el anónimo autor? Ah, sí, «adversidades». Y cuando lleguéis al final espero que hayáis aprendido ciertas cosas que os resulten útiles en la guerra que vendrá; porque mis batallas, queridos lectores, pronto serán las vuestras; mis enemigos serán vuestros verdugos y mis sedientos aliados de la noche se convertirán en los ángeles guardianes que velarán vuestros turbados sueños. Confiad, pues, en lo que voy a contaros y aprended de ello; si no, que la Fortuna, Dios, o los astros os guíen en el tenebroso camino que se abre ante vuestros ojos…

TRATADO PRIMERO

Cuenta Lázaro su vida y de quién fue hijo

Cierto es que siempre me han llamado Lázaro de Tormes, y que fui hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, naturales de Tejares, una aldea de Salamanca. Mi nacimiento se produjo dentro del río Tormes, y de ahí me viene el sobrenombre. Tal vez os parezca un parto inusual para los albores del siglo XVI, pero en realidad tiene una explicación bastante prosaica: mi padre, cuyo rostro apenas recuerdo, se ocupaba de abastecer de grano a un molino de harina situado a orillas de ese río, y una noche en (que mi madre, preñada de mí, estaba en el molino, empezaron los dolores de parto y dio a luz allí. Así pues, nadie puede negarme el hecho de haber nacido en el río. Se decía entonces que los nacidos en el agua están llamados a tener una larga vida, pero creo que nadie pudo sospechar que, en mi caso, eso se cumpliría de manera excepcional.

Saltaré los primeros años de infancia ya que apenas si me quedan recuerdos. Es como si mi vida hubiera empezado no con mi nacimiento sino cuando conocí al ciego, ese hombre astuto como una liebre y traicionero como la serpiente más rastrera que me abrió los ojos hacia lo invisible. Pero no adelantemos acontecimientos. Hay algo a lo que debo referirme puesto que alteró mi hasta entonces tranquila existencia y marcó el inicio del camino que luego tuve que seguir: cuando yo tenía ocho años acusaron a mi padre de ciertos hurtos en algunos de los sacos de grano que debía moler. Al parecer, el hombre había sido tan torpe al hacerlo que no tuvo más remedio que confesar y la «justicia» se ocupó de él. ¡Justicia! Poco importó que ese mísero grano que sisaba fuera por una causa más justa, alimentar a su familia, que las razones que esgrimieron para castigarle… Tengo poca fe en dioses y cielos, pero espero que al menos el pobre haya alcanzado la paz. Disfrutó, eso sí, de lo que entonces se calificaba de una muerte honrosa: estando desterrado como castigo por su delito, se unió como encargado de las bestias de uno de los caballeros que fueron a luchar en tierras de moros y allí falleció junto a su amo y señor.

Al verse viuda y desamparada, mi madre optó por buscar cobijo y compañía en la ciudad, y hacia Salamanca nos fuimos. Ella alquiló una casita en la que, para ganarse el sustento, daba de comer a varios estudiantes y lavaba la ropa a algunos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, lo que la llevó a frecuentar las caballerizas. Y, como la naturaleza es la que es, allí conoció a un negro, encargado de las bestias, a quien, y perdonad la expresión, le frotó algo más que los calzones. Zayd, que así se llamaba el negro, solía venir a verla por las noches y se marchaba de madrugada; o a veces, supongo que cuando le podía la calentura, se plantaba en casa por la mañana con la excusa de comprar huevos y mi madre me mandaba a la calle con la orden de entretenerme hasta el almuerzo. Debo admitir que al principio el hombre me daba miedo, pero en cuanto comprobé que con sus visitas aumentaba la comida le fui cobrando aprecio: siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños para la chimenea. De manera que, como era inevitable con tanto fregoteo de bajos, mi madre acabó dándome un hermanito: un negrito precioso al que yo hacía brincar sobre mis rodillas y arropaba por las noches. Y recuerdo que en más de una ocasión, cuando Zayd intentaba coger a su hijo en brazos, éste, al vernos a mi madre y a mí blancos y a su padre negro, huía de él con miedo y señalándolo decía:

—¡Madre, coco!

—¡Serás hijo de puta! —replicaba Zayd, riéndose.

Y yo, a pesar de mi corta edad, me quedaba mirando a mi hermanito y decía para mis adentros: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».

Pero esos buenos ratos estaban condenados a terminarse, ya que la suerte era, y eso no parece haber cambiado en estos cinco siglos, rácana con los pobres. Las andanzas de Zayd y su nueva familia llegaron a oídos del mayordomo del comendador, y éste, con la mosca detrás de la oreja, no tardó en descubrir que el negro hurtaba la cuarta parte de la cebada que le daban para las bestias, así como piensos, leña, almohazas y mandiles; fingía haber perdido las mantas y sábanas de los caballos y, cuando no tenía otra cosa, incluso desherraba a las bestias con tal de conseguir dinero para su nueva familia. Tal vez ahora eso suene extraño, pero en una época en que clérigos y frailes robaban para mantener a sus mancebas y alimentar a los hijos que tenían con ellas, no es de extrañar que un esclavo hiciera lo propio llevado por un sentimiento más elevado y mayor necesidad.

Todos los cargos fueron probados, y he de reconocer, mal que me pese, que en parte fue gracias a mi ayuda. Me preguntaban, a gritos y con amenazas, y yo, que era sólo un crío asustado, respondía y descubría cuanto sabía: admití incluso haber vendido ciertas herraduras a un herrero por orden de mi madre. El desgraciado de mi padrastro fue azotado y luego torturado con grasa derretida que le echaron en las llagas causadas por los latigazos, y a mi madre le ordenaron, so pena de recibir cien azotes, que no volviera a pisar la casa del comendador ni acogiese en la suya al lastimado Zayd. Condena absurda, al menos en su segunda parte, ya que de resultas de los latigazos y el pringue mi padrastro contrajo una infección que lo mandó a algún lugar situado entre el infierno y el purgatorio en cuestión de días.

Dejad que haga ahora un alto en el camino. Sé que hasta el momento en poco difiere esta historia de la que vosotros habéis leído siempre, pero es precisamente aquí cuando mi destino comenzó a alterarse. Poco sospechaba yo entonces, siendo aún un muchacho, el papel que la Historia me tenía reservado. A mí: a un mocoso flaco, eternamente hambriento y asustadizo, cuya existencia parecía encaminarse hacia la pobreza y la deshonra. ¿Qué habría sido de ese rapaz si no hubiera sucedido lo que aconteció aquella noche? Tal vez habría terminado mis días en la cárcel por robar una hogaza de pan, o, como mi padre, muriendo en combate contra los moros. En cualquier caso tengo que contaros lo que no sabéis, lo que de manera deliberada mi biógrafo —ese vendido que traicionó mi confianza— enterró para siempre. La noche en que la pesadilla empezó, aunque en ese momento ni yo mismo comprendí su alcance.

Tras la condena y muerte de su amante negro mi madre perdió las ganas de vivir. Se puso a servir en un mesón donde soportaba los manoseos de la clientela, y en cuanto llegaba a casa sucumbía a la más absoluta tristeza. Se pasaba las horas en el camastro, del que apenas se levantaba para alimentar a mi hermanito con lo poco que traía del mesón. Ni que decir cabe que, si para él había poco, mi estómago vivía en un vacío insondable, así que opté por deambular por las calles a la espera de encontrar algo, o a alguien, que se apiadara de mi ayuno. No tenía mucha suerte, pero al menos de vez en cuando conseguía llevarme algo a la boca. Una noche en la que no había obtenido ni un triste mendrugo de pan regresé a casa desfallecido; me temblaban las rodillas y una sensación de debilidad me envolvía todo el cuerpo. Me dejé caer en el suelo, frente a la chimenea apagada, helado y débil. Pasé la mano por los restos de ceniza y me la llevé a la boca: habría vomitado de asco de haber tenido algo que pudiera salir. Al final supongo que el cansancio me venció y cerré los ojos con el deseo de comer ni que fuera en sueños. Me despertó un gemido que al principio no identifiqué. Aún estaba oscuro y tardé unos instantes en recuperar la consciencia. Oí otro grito que procedía del cuarto de mi madre y el llanto de mi hermanito. «¡Madre, coco!». A cuatro patas me arrastré hasta la puerta y pegué el oído a la madera. Llegaron hasta mí entonces unos ruidos que conocía bien: jadeos entrecortados, rumor de ropas, crujidos de cama. Y la voz ronca de mi madre que murmuraba «Zayd, Zayd…». No me atreví a entrar: reculé como un perro al que amenazan con un bastón y llegué hasta la calle. Permanecí a la intemperie hasta que amaneció y la luz me infundió el valor suficiente para volver a casa.

No sabía qué me esperaría allí, pero me encontré a mi madre sentada frente a una mesa vacía. Levantó los ojos al oírme entrar y no dijo nada. Me acerqué a ella y fui a apoyar la mano en su brazo; ella lo apartó antes de que pudiera rozarlo y, como compensación, me dirigió una débil sonrisa. Era la primera vez que sonreía desde hacía semanas. Por un momento tuve la impresión de que todo iba bien, de que lo que había oído la noche anterior había sido una pesadilla, suya o mía, provocada por el ayuno. Pero entonces un rumor de risas me hizo desviar la mirada: mi hermanito estaba en el suelo, acurrucado en un rincón, más quieto de lo que era habitual en él. El pobrecito levantó la cabeza hacia mí y, como era su costumbre, me sonrió. En cuanto abrió la boca un gusano extraño y oscuro salió de ella, y se deslizó sinuoso por su barbilla; otro le siguió antes de que yo tuviera tiempo a agacharme. En cuanto lo hice, una manada de bichos rebosó entre sus labios; lo zarandeé, asqueado, y pisoteé con saña esas cosas que caían al suelo: sus cuerpecillos dejaron un rastro oscuro y agrio. Los pocos gusanos que quedaban en su cara consiguieron introducirse en su boca antes de que él volviera a cerrarla. Me miró con esa carita oscura y sucia, con la inocencia dibujada en sus ojos. Yo di un paso atrás, horrorizado por la escena; choqué contra algo y di un salto, aunque al volverme vi que se trataba de mi madre. Se había levantado de la mesa y sus ojos expresaban una mezcla de tristeza y compasión. Me atrajo hacia sí y murmuró dos palabras:

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