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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (24 page)

BOOK: Las partículas elementales
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»Poco después estalló una tormenta. No sé por qué me levanté y regresé a la pira. Todavía había unos treinta, bailando desnudos bajo la lluvia. Un tipo me cogió brutalmente por los hombros y me arrastró hasta la hoguera para obligarme a mirar lo que quedaba del cuerpo.

Se veía el cráneo, las órbitas. La carne no se había consumido del todo y estaba medio mezclada con la tierra, formando una especie de montoncito de lodo. Empecé a gritar, el tipo me soltó, logré escaparme. Mi amiga y yo nos fuimos al día siguiente. Nunca he vuelto a oír hablar de aquella gente.

—¿No leíste el artículo en
París Match
?

—No… —Christiane hizo un gesto de sorpresa. Bruno se interrumpió y pidió dos cafés antes de seguir. A lo largo de los años había desarrollado un concepto de la vida cínico y violento, típicamente masculino. El universo era un campo vallado, un hormiguero bestial; estaba rodeado por un horizonte cerrado y duro, perfectamente visible, pero inaccesible: la ley moral. Sin embargo, está escrito que el amor contiene y ejecuta la ley. Christiane le miraba con atención y ternura; tenía los ojos un poco cansados.

—Es una historia tan asquerosa —continuó Bruno con hastío— que me sorprende que los periodistas no hablaran más del asunto. Pasó hace cinco años, el proceso fue en Los Ángeles, las sectas satanistas todavía eran algo nuevo en Europa. David di Meola era uno de los doce inculpados; reconocí el nombre enseguida; era uno de los dos únicos que habían conseguido escapar de la policía. Según el artículo, era probable que se hubiera refugiado en Brasil. Los cargos que pesaban sobre él eran abrumadores. Habían encontrado en su domicilio un centenar de videocasetes de asesinatos y torturas, clasificadas y etiquetadas con todo cuidado; en algunas de ellas aparecía a cara descubierta. El vídeo que le proyectaron a la audiencia grababa el suplicio de una anciana, Mary Mac Nallahan, y de su nieta, un bebé. Di Meola desmembraba al bebé delante de su abuela con ayuda de unas pinzas cortantes, después le arrancaba un ojo a la anciana con los dedos y se masturbaba en la órbita sangrante; a la vez accionaba un mando a distancia y hacía
zoom
para tomar un primer plano del rostro. Ella estaba agachada, unos brazaletes de metal la mantenían inmóvil contra la pared de un local que parecía un garaje. Al final de la grabación, estaba tendida sobre sus propios excrementos; el vídeo duraba más de tres cuartos de hora, pero sólo la policía lo vio entero; los jurados pidieron que detuvieran la proyección al cabo de diez minutos.

»El artículo que apareció en
Match
era, en gran parte, la traducción de una entrevista que Daniel Macmillan, procurador del estado de California, le había concedido a
Newsweek
. Según él no se trataba solamente de juzgar a un grupo de hombres, sino al conjunto de la sociedad; este asunto le parecía sintomático de la decadencia sociológica y moral en la que se estaba hundiendo la sociedad norteamericana desde finales de los años cincuenta. El juez le había rogado varias veces que se atuviese al marco de los hechos en cuestión; el paralelismo que Macmillan establecía con el caso Manson le parecía fuera de lugar, más aún porque Di Meola era el único de los acusados de quien podía establecerse una vaga filiación con el movimiento beatnik o hippie.

»Al año siguiente, Macmillan publicó un libro titulado
From Lust to Murder
: a Generation, que en francés se tradujo con el título, bastante estúpido, de
Génération meurtre
[5]
. El libro me sorprendió; esperaba las divagaciones habituales de los fundamentalistas religiosos sobre el regreso del Anticristo y el restablecimiento de la oración en los colegios. Pero era un libro preciso, bien documentado, que analizaba muchos casos en detalle; Macmillan se había interesado especialmente por David, reconstruía toda su biografía, llevaba a cabo un minucioso trabajo de investigación.

»Inmediatamente después de la muerte de su padre, en septiembre de 1976, David vendió la propiedad y las treinta hectáreas de terreno para comprar pisos en edificios antiguos de París; se quedó con un gran estudio en la rue Visconti y transformó el resto para alquilarlo. Tabicó pisos antiguos, unió a veces las habitaciones de servicio; instaló cocinas americanas y duchas. Cuando todo estuvo terminado, tenía veinte miniestudios que podían garantizarle unas cómodas rentas. Todavía no había renunciado a meterse en el mundo del rock, y se dijo que tal vez en París tuviera una oportunidad; pero ya tenía veintiséis años. Antes de hacer la ronda de los estudios de grabación, decidió quitarse dos años. Era muy fácil; bastaba contestar cuando le preguntaban su edad: “Veinticuatro”. Por descontado, nadie lo comprobaba. Mucho tiempo antes que él, a Brian Jones se le había ocurrido la misma idea. Según uno de los testimonios recogidos por Macmillan, una noche, en una party en Cannes, David se cruzó con Mick Jagger y dio un salto hacia atrás de dos metros, como si hubiera visto una víbora. Mick Jagger era la estrella más grande del mundo; rico, adulado y cínico, era todo lo que David soñaba ser. Y resultaba tan fascinante porque era el mal, lo simbolizaba a la perfección; y lo que las masas adulan por encima de todas las cosas es la imagen del mal impune. Mick Jagger había tenido un día un problema de poder, un problema de ego en el grupo, precisamente con Brian Jones; pero todo se había arreglado gracias a la piscina. Ésta no era la versión oficial, claro, pero David sabía que Mick Jagger había empujado a Brian Jones a la piscina; podía imaginarlo mientras lo hacía; y así, con este primer crimen, se había convertido en el líder del grupo de rock más famoso del mundo. David estaba convencido de que lo más grande del mundo se construye siempre sobre un crimen; y a finales del 76 se sentía dispuesto a empujar a tanta gente como hiciera falta a otras tantas piscinas; pero en el curso de los años que siguieron sólo logró participar en algunos discos como bajista adicional; y ninguno de esos discos tuvo el menor éxito. Por el contrario, seguía gustando mucho a las mujeres. Sus exigencias eróticas aumentaron, y se aficionó a acostarse con dos chicas a la vez, a ser posible una morena y una rubia. La mayoría aceptaban, porque realmente era muy guapo; tenía una belleza poderosa y viril, casi animal. Estaba orgulloso de su largo y grueso falo, de sus grandes y vellosos testículos. Iba perdiendo interés por la penetración, pero le seguía gustando ver a las chicas arrodillarse para chuparle la polla.

»A comienzos de 1981, un californiano de paso en París le dijo que estaba buscando grupos para hacer un CD de heavy metal en homenaje a Charles Manson. Decidió probar suerte una vez más. Vendió todos los estudios, cuyo precio ya se había cuadruplicado, y se fue a vivir a Los Angeles. Para entonces ya tenía treinta y un años, oficialmente veintinueve; seguían siendo demasiados. Antes de presentarse a los productores norteamericanos, decidió quitarse otros tres años. Físicamente, era perfectamente posible echarle veintiséis.

»La producción se alargaba; desde la prisión, Manson exigía derechos exorbitantes. David empezó a
hacer jogging
y a frecuentar círculos satanistas. California siempre ha sido un lugar favorito de las sectas dedicadas al culto a Satán, desde las primeras: la First Church of Satan, que Anton La Vey fundó en Los Angeles en 1966, y la Process Church of the Final Judgement, que se instaló en 1957 en San Francisco, en el distrito de Haight Ashbury. Estos grupos seguían existiendo, y David entró en contacto con ellos; por lo general sólo organizaban orgías rituales, a veces algunos sacrificios de animales; pero a través de ellos David accedió a círculos mucho más cerrados y duros. Sobre todo conoció a John di Giorno, un cirujano que organizaba
fiestas abortivas
. Tras la operación, trituraba y amasaba el feto y lo mezclaba con masa de pan para repartirlo entre los participantes. David se dio cuenta muy pronto de que los satanistas más avanzados no creían para nada en Satán. Eran, como él, materialistas absolutos, y renunciaban enseguida a todo el ceremonial, un poco
kitsch,
de los pentáculos, las velas y las largas túnicas negras; un decorado que servía, sobre todo, para que los recién llegados superasen sus inhibiciones morales. En 1983 fue admitido en su primer crimen ritual, un bebé portorriqueño. Mientras él castraba al niño con un cuchillo de sierra, John di Giorno le arrancó los globos oculares y se los comió.

En aquel momento, David casi había renunciado a ser una rock star, incluso si a veces le daba un horrible vuelco el corazón cuando veía a Mick Jagger en la MTV. De todos modos, el proyecto
Tribute to Charles Manson
había fracasado, e incluso si confesaba veintiocho años lo cierto es que tenía cinco más, y que realmente empezaba a sentirse demasiado viejo. Por aquel entonces, en sus fantasías de dominación todopoderosa, solía identificarse con Napoleón. Admiraba a ese hombre que había bañado en sangre y fuego a Europa, que había llevado a la muerte a cientos de miles de seres humanos sin poner como excusa una ideología, una creencia, una convicción cualquiera. Al contrario que Hitler o Stalin, Napoleón sólo creía en sí mismo, había establecido una separación radical entre su persona y el resto del mundo, y consideraba a los demás meros instrumentos al servicio de su voluntad de dominio. Recordando sus lejanos orígenes genoveses, David imaginaba que tenía un lazo de parentesco con ese dictador que se paseaba al alba por los campos de batalla, contemplaba los miles de cuerpos mutilados y destripados, y observaba con negligencia: “Bah…, una noche de París repoblará todo eso.»

»Con el paso de los meses, David y algunos otros participantes iban cada vez más lejos en la crueldad y el horror. A veces se tapaban la cara con máscaras y filmaban sus carnicerías; uno de los participantes era productor en la industria del vídeo y podía hacer copias. Una buena
snuff movie
podía venderse por muchísimo dinero, en torno a veinte mil dólares la copia. Una noche, invitado a una orgía en casa de un amigo abogado, reconoció una de sus películas en el televisor de uno de los dormitorios. En esa grabación, hecha un mes antes, seccionaba un pene con una cortadora. Muy excitado, cogió a una chica de unos doce años, amiga de la hija del propietario, y la sujetó delante de su asiento. La niña se defendió un poco, y luego empezó a chupársela. En la pantalla, él rozaba suavemente con la cortadora los muslos de un hombre de unos cuarenta años; el tipo estaba atado con los brazos en cruz y daba alaridos de terror. David se corrió en la boca de la niña cuando la hoja de la cortadora le seccionó el sexo; agarró a la chica del pelo y la obligó a girar la cabeza con brutalidad para que viera el largo plano fijo sobre el muñón que meaba sangre.

»Los testimonios sobre David terminaban ahí. La policía había interceptado por casualidad el máster de un vídeo de tortura, pero lo más probable es que alguien hubiera avisado a David; en cualquier caso, había conseguido huir a tiempo. Daniel Macmillan llegaba entonces a su tesis. Lo que establecía claramente en su libro es que los supuestos satanistas no creían ni en Dios ni en Satán ni en ninguna potencia supraterrestre; la blasfemia, en sus ceremonias, no era más que un condimento erótico menor, del que todo el mundo se cansaba pronto. De hecho, como su maestro el marqués de Sade, todos eran materialistas absolutos, enamorados del placer en pos de sensaciones nerviosas cada vez más violentas. Según Daniel Macmillan, la progresiva destrucción de los valores morales en los años sesenta, setenta, ochenta y noventa era un proceso lógico e inexorable. Después de agotar los placeres sexuales, era normal que los individuos liberados de las obligaciones morales ordinarias se entregasen a los placeres, más intensos, de la crueldad; Sade había seguido una trayectoria análoga dos siglos antes. En ese sentido, los
serial killers
de los años noventa eran los hijos bastardos de los hippies de los años sesenta; y sus antepasados comunes eran ciertos artistas vieneses de los años cincuenta. So capa de acciones artísticas, Nitsch, Muehl o Schwarzkogler organizaron masacres de animales en público; ante un público de cretinos arrancaron y descuartizaron órganos y vísceras, hundieron las manos en la carne y la sangre, llevaron el sufrimiento de animales inocentes hasta sus últimos límites, mientras un comparsa fotografiaba o filmaba la carnicería para exponer los documentos obtenidos en una galería de arte. Esta voluntad dionisíaca de liberación de la bestialidad y del mal, iniciada por los accionistas vieneses, volvía a verse a lo largo de todos los decenios posteriores. Según Daniel Macmillan, la regresión de las sociedades occidentales desde 1945 no era otra cosa que un retorno al culto brutal de la fuerza, un rechazo a las reglas seculares lentamente erigidas en nombre de la moral y del derecho. Accionistas vieneses, beatniks, hippies y asesinos en serie tenían en común ser unos libertarios integrales, que predicaban la afirmación integral de los derechos del individuo frente a todas las normas sociales, a todas las hipocresías que según ellos constituían la moral, el sentimiento, la justicia y la piedad. En este sentido, Charles Manson no era ni mucho menos una desviación monstruosa de la experiencia hippie, sino su desenlace lógico; y David di Meola no había hecho otra cosa que prolongar y poner en práctica los valores de liberación individual que predicaba su padre. Macmillan pertenecía al partido conservador, y algunas de sus diatribas contra la libertad individual hicieron rechinar dientes en el seno de su propio partido; pero su libro causó un impacto considerable. Enriquecido gracias a los derechos de autor, Macmillan se dedicó en cuerpo y alma a la política; al año siguiente fue elegido en la Cámara de Representantes.

Bruno se calló. Se había bebido el café hacía mucho tiempo, eran las cuatro de la mañana y no había ningún activista vienes en la sala.

De hecho, Hermann Nitsch se pudría en ese momento en una prisión austríaca por violar a una menor. El hombre tenía más de sesenta años y podía esperarse que muriera pronto; así habría una fuente de mal menos en el mundo. No tenía motivos para ponerse tan nervioso.

Todo estaba tranquilo; un camarero aislado andaba entre las mesas.

De momento eran los únicos clientes, pero la cervecería estaba abierta las veinticuatro horas, estaba escrito en la entrada y en los menús, era prácticamente una obligación contractual. «Estos maricones no nos van a joder», dijo Bruno de forma maquinal. En nuestras sociedades contemporáneas, una vida humana pasa necesariamente por uno o varios períodos de crisis, de intensa revisión personal. Así que es normal que en el centro de la ciudad de una gran capital europea uno tenga acceso al menos a un establecimiento abierto toda la noche. Bruno pidió un pastel de frambuesas y dos vasos de kirsch. Christiane había escuchado su relato con atención; en su silencio había algo doloroso. Había que volver a los placeres sencillos.

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