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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (12 page)

BOOK: Las partículas elementales
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En este punto de sus reflexiones, llegó al espacio corporal n.° 8. Más o menos resignado a la idea de cruzarse con viejos pellejos, se llevó el susto de su vida cuando vio a las adolescentes. Eran cuatro, de entre quince y diecisiete años, y estaban junto a las duchas, justo enfrente de la fila de lavabos. Dos de ellas esperaban, sólo con la braga del traje de baño; las otras dos se retorcían como anguilas, charlaban, se tiraban agua, daban grititos: estaban completamente desnudas. El espectáculo era de una gracia y un erotismo sin límites; él no se merecía aquello. Se le había puesto dura; se sacó el pene con una mano y se pegó al soporte del lavabo, intentando usar un palillo dental. Se lo clavó en una encía y se lo sacó de la boca lleno de sangre. La punta del pene estaba caliente, hinchada, y la recorrían unos hormigueos terribles; empezaba a formarse una gota.

Una de las chicas, morena y grácil, salió del agua y cogió una toalla; se aporreó con ella los jóvenes pechos, contenta. Una pelirroja se quitó la braga y tomó el relevo en la ducha; tenía los pelos del coño de un rubio dorado. Bruno lanzó un suave gemido y sintió vértigo. Mentalmente se vio en movimiento. Tenía derecho a quitarse el bañador e ir a esperar junto a las duchas. Tenía derecho a esperar para darse una ducha. Se veía con la polla dura delante de ellas; se imaginaba diciendo una frase del tipo: «¿Está caliente el agua?» Las dos duchas estaban separadas por unos cincuenta centímetros; si se duchaba al lado de la pequeña pelirroja, puede que ella le rozara la polla sin querer. La idea le provocó un mareo todavía más fuerte; se aferró al lavabo. En ese momento, entraron dos chicos por la derecha con unas risas excesivamente ruidosas; llevaban pantalones cortos de color negro con rayas fluorescentes. A Bruno se le puso floja en el acto; la guardó en el bañador y se concentró en el aseo dental.

Más tarde, todavía bajo la impresión del encuentro, fue a las mesas del desayuno. Se sentó apartado y no habló con nadie; mientras masticaba sus cereales vitaminados pensaba en el vampirismo de la búsqueda sexual, en su aspecto fáustico. Es un error hablar de homosexuales, pensaba Bruno, por ejemplo. Él casi nunca había conocido homosexuales; por el contrario, conocía a muchos
pederastas
. Algunos pederastas —afortunadamente no demasiados— prefieren a los niños; éstos acaban en la cárcel con penas que no pueden reducirse, y no se habla más de ellos. No obstante, la mayoría de los pederastas prefieren a los jóvenes de entre quince y veinticinco años; más allá, para ellos, sólo hay culos viejos y reventados. Mirad a dos pederastas juntos, solía decir Bruno, miradlos con atención: a veces hay simpatía, incluso afecto mutuo, pero ¿se desean? Ni hablar. En cuanto pasa un culito redondo de quince a veinticinco años, se desgarran como dos viejas panteras para poseer ese culito redondo. Eso pensaba Bruno.

Como en muchos otros casos, los supuestos homosexuales habían desempeñado un papel de modelos para el resto de la sociedad, seguía pensando Bruno. Él mismo, por ejemplo, tenía cuarenta y dos años; ¿es que eso le hacía desear a las mujeres de su edad? De ninguna manera. Por el contrario, aún era capaz de ir hasta el fin del mundo por el coñito de una chiquilla envuelto en una minifalda. Bueno, por lo menos hasta Bangkok. Seguían siendo trece horas de vuelo.

3

Los cuerpos jóvenes son los que despiertan, en el fondo, el deseo sexual, y la progresiva entrada de las chicas muy jóvenes en el campo de la seducción no fue más que un retorno a lo normal, un retorno a la verdad del deseo semejante a ese retorno a los precios reales que sigue a un recalentamiento bursátil anormal. No obstante, las mujeres que tenían veinte años en torno a «la época del 68» se encontraron, al llegar a los cuarenta, en una enojosa situación. Por lo general divorciadas, casi nunca podían contar con esa conyugalidad —cálida o miserable— cuya desaparición habían acelerado todo lo posible. Formaban parte de una generación que había proclamado la superioridad de la juventud sobre la edad madura —la primera generación que lo había hecho hasta ese extremo—, y no era de extrañar que la generación que venía detrás las despreciara. El culto al cuerpo que habían contribuido tanto a establecer las llevaba, a medida que se marchitaban, a experimentar una repugnancia cada vez más viva hacia sí mismas; una repugnancia semejante a la que leían en las miradas ajenas.

Los hombres de su edad se encontraban,
grosso modo
, en la misma situación; pero el destino común no engendraba la menor solidaridad: al llegar a los cuarenta, los hombres solían seguir buscando chicas jóvenes; a veces con cierto éxito, al menos para los que se habían metido con habilidad en el juego social y habían logrado cierta posición intelectual, financiera o en los medios de comunicación; para las mujeres, en casi todos los casos, los años de la madurez estuvieron marcados por el fracaso, la masturbación y la vergüenza.

Lugar privilegiado de la libertad sexual y la expresión del deseo, el Espacio de Recambio debía convertirse, más que cualquier otro, en un lugar de depresión y amargura. ¡Adiós a los cuerpos abrazados en el claro bajo la luna llena! ¡Adiós a las fiestas casi dionisíacas de los cuerpos untados de aceite bajo el sol de mediodía! Así chocheaban los cuarentones mirándose la polla hecha polvo y los michelines.

En 1987 hicieron su aparición en el Espacio los primeros talleres de inspiración semirreligiosa. Por supuesto, el cristianismo estaba excluido; aunque —para seres que, en el fondo, eran débiles de espíritu— una mística exótica lo bastante imprecisa podía casar con el culto al cuerpo que seguían pregonando contra toda lógica. Los talleres de masaje sensitivo o de liberación de la orgona continuaron, desde luego; pero surgió un interés cada vez más vivo por la astrología, el tarot egipcio, la meditación sobre los chakras, las energías sutiles. Hubo «encuentros con el Ángel»; la gente aprendió a sentir la vibración de los cristales. En 1991 el chamanismo siberiano hizo una entrada espectacular: la prolongada estancia iniciática en una
sweat lodge
alimentada por las brasas sagradas provocó la muerte de uno de los participantes a causa de una parada cardíaca. El tantra —que reunía el frotamiento sexual, una espiritualidad difusa y un profundo egoísmo— tuvo un éxito especialmente notable. En unos años, el Espacio —como tantos otros lugares en Francia o en Europa occidental— se convirtió en un centro
New Age
relativamente concurrido, a la vez que conservaba un carácter hedonista y libertario «años setenta» que aseguraba su originalidad en el mercado.

Tras el desayuno, Bruno volvió a su tienda, dudó si masturbarse o no (el recuerdo de las adolescentes estaba fresco), y al final no lo hizo. Aquellas enloquecedoras jovencitas debían de ser hijas de las sesentayochistas que andaban, en filas más apretadas, por el perímetro del camping. Así que algunas de aquellas viejas putas habían logrado reproducirse a pesar de todo. El hecho sumió a Bruno en pensamientos vagos, pero desagradables. Abrió de un tirón la cremallera del iglú; el cielo estaba azul. Algunas nubéculas flotaban entre los pinos, como salpicaduras de esperma; el día iba a ser radiante. Consultó el programa de la semana: había elegido la opción número 1,
Creatividad y relajación
. Por la mañana había tres talleres opcionales: mimo y psicodrama, acuarela y escritura. Psicodrama no, gracias. Ya lo había hecho un fin de semana en un castillo cerca de Chantilly: ayudantes de sociología cincuentonas rodaban sobre el suelo del gimnasio pidiendo ositos de peluche a sus papás; mejor evitarlo. La acuarela sonaba tentadora, pero era al aire libre: ¿valía la pena sentarse entre agujas de pino, insectos y todos esos problemas para pintar garabatos?

La monitora del taller de escritura era una morena de pelo largo, con la boca grande y pintada de carmín (de esas que suelen llamarse «boca de mamada»); llevaba una túnica y un pantalón tubo de color negro. Hermosa, de primera. De todas formas una vieja puta, pensó Bruno sentándose en cualquier parte entre el vago círculo de los participantes. A su derecha, una mujer gorda de cabellos grises, gafas gruesas y cara horriblemente terrosa resoplaba ruidosamente. Apestaba a vino; y eso que sólo eran las diez y media.

«Para celebrar nuestra presencia», empezó la monitora, «para saludar a la Tierra y las cinco direcciones, vamos a comenzar el taller con un movimiento de hatha-yoga que se llama
saludo al sol
. Siguió la descripción de una postura incomprensible; la borracha de al lado eructó por primera vez. «Estás cansada, Jacqueline…», dijo la monitora; «No hagas el ejercicio si no lo sientes. Túmbate; el grupo hará lo mismo después.»

Hubo que tumbarse, sí, mientras la profesora kármica recitaba un discurso calmante y vacío, a la manera de Contrexéville: «Estáis entrando en unas aguas puras y maravillosas. El agua os baña las piernas, el vientre. Dais gracias a vuestra madre Tierra. Abrazáis con confianza a vuestra madre Tierra. Sentid vuestro deseo. Os dais las gracias a vosotros mismos por permitiros ese deseo», etc. Tumbado en el mugriento tatami, a Bruno le castañeteaban los dientes de irritación; la borracha eructaba cada dos por tres. Entre eructo y eructo espiraba con grandes «Aaaaaaah» para materializar su estado de relajación. La colgada kármica seguía con su numerito, recordando las fuerzas telúricas que irradian el vientre y el sexo. Después de recorrer los cuatro elementos, satisfecha de su actuación, concluyó con estas frases: «Ahora habéis atravesado la barrera de la mente racional; habéis establecido contacto con vuestros niveles más profundos. Os pido que os abráis al espacio ilimitado de la creación.» ¡Pelo de cojón!, pensó Bruno con rabia, levantándose con esfuerzo. Entonces vino la
secuencia de escritura
, seguida de una presentación general y una lectura de textos. En aquel taller sólo había una tía pasable; una pelirroja en vaqueros y camiseta, no muy mal hecha, que se llamaba Emma y era la autora de un poema completamente estúpido que hablaba de corderos lunares. En general todos rebosaban gratitud y alegría por el contacto recuperado, o sea, con nuestra madre Tierra y nuestro padre Sol. Llegó el turno de Bruno. Con voz lúgubre, leyó su breve texto:

Los taxis son unos pederastas

no se paran aunque uno reviente.

«Sientes eso», dijo la monitora, «porque no te has librado de tus malas energías. Te siento lleno de niveles profundos. Podemos ayudarte, aquí y ahora. Vamos a levantarnos y a centrarnos otra vez en el grupo.»

Se pusieron de pie, formaron un círculo cogidos de la mano. Bruno le dio la mano de mala gana a la borracha de la derecha, y a un viejo barbudo asqueroso que se parecía a Cavanna a la izquierda. Concentrada, tranquila a pesar de todo, la profesora de yoga exhaló un prolongado «
¡Om!
». Y todos empezaron a hacer «
¡Om!
» como si no hubieran hecho otra cosa en su vida. Valientemente, Bruno intentaba integrarse en el ritmo sonoro de la demostración cuando de pronto se sintió desequilibrado por el lado derecho. La borracha, hipnotizada, se estaba derrumbando como un saco. Le soltó la mano, a pesar de todo no pudo evitar la caída, y se encontró de rodillas delante de la vieja, que se había quedado tumbada boca arriba y pataleando sobre el tatami. La monitora se interrumpió un instante para confirmar con calma: «Sí, Jacqueline, haces bien en tumbarte si lo sientes.» Aquellas dos parecían conocerse bien.

La segunda secuencia de escritura fue un poco mejor; inspirado por una visión fugitiva de la mañana, Bruno logró inventar el siguiente poema:

Me bronceo el rabo

(¡pelo en el rabo!)

frente a las olas

(¡pelo en la cola!)

Encuentro a Dios

en el solarium,

tiene bonitos ojos

y come manzanas.

¿De dónde viene?

(¡pelo en el pene!)

de los cielos

(¡pelos en la pilila!)

«Tiene mucho humor…», comentó la monitora con una ligera reprobación. «Una mística…», aventuró la borracha. «Más bien una mística del vacío…» ¿Qué iba a ser de él? ¿Hasta cuándo iba a soportar aquello? ¿Valía la pena? Bruno se lo preguntaba con sinceridad. Cuando acabó el taller, se precipitó a su tienda sin hablar siquiera con la pelirroja; necesitaba un whisky antes de comer. Cerca de la tienda se encontró con una de las adolescentes a las que había visto en la ducha; con un gracioso gesto, que le levantaba los senos, estaba recogiendo las braguitas de encaje que había puesto a secar el día anterior. Bruno se sentía a punto de estallar y llenar el camping de filamentos grasos. ¿Qué había cambiado en realidad desde su propia adolescencia? Tenía los mismos deseos, y era consciente de que lo más probable era que no pudiera satisfacerlos. En un mundo que sólo respeta a la juventud, los seres son
devorados
poco a poco. A la hora de comer, se fijó en una católica. No era difícil darse cuenta, llevaba una gran cruz de hierro colgada del cuello; además tenía esas bolsas debajo de los ojos que dan profundidad a la mirada y suelen delatar a la católica, incluso a la mística (a veces también a la alcohólica, sí). Largo pelo negro, piel muy blanca, un poco delgada pero no estaba mal. Frente a ella se sentaba una chica con el pelo de un rubio rojizo, del tipo suizo-californiano; metro ochenta por lo menos, cuerpo perfecto, aspecto de salud a prueba de bombas. Era la responsable del taller tantra. En realidad había nacido en Créteil y se llamaba Brigitte Martin. Se había operado el pecho en California, donde también se había iniciado en la mística oriental y había cambiado de nombre. Al volver a Créteil, empezó a dirigir un taller tantra en Flanades con el nombre de Shanti Martin; la católica parecía admirarla muchísimo. Al principio Bruno pudo meter baza en la conversación, que iba de dietética natural; se había documentado sobre el germen de trigo. Pero pronto se internaron en temas religiosos, y Bruno no podía seguirlas. ¿Podía Jesús compararse a Krishna? Y si no, ¿a quién? ¿Era mejor Rintintín que Rusty? Aunque católica, a la católica no le gustaba el Papa. Con su mentalidad de la Edad Media, Juan Pablo II estaba frenando el desarrollo espiritual de Occidente; ésta era su tesis. «Es verdad», asintió Bruno, «es un cenizo.» La expresión, poco conocida, despertó el interés de las otras dos. «Y el Dalai Lama sabe mover las orejas…», concluyó tristemente, mientras terminaba el filete de soja.

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