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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

Las cruzadas vistas por los árabes (9 page)

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Así pues, para Iftijar, el combate parece iniciarse en buenas condiciones. Con sus jinetes árabes y sus arqueros sudaneses firmemente parapetados tras las gruesas fortificaciones que trepan por las colinas y se adentran en las hondonadas, se siente capaz de resistir. Es cierto que los caballeros de Occidente son famosos por su bravura, pero su comportamiento ante los muros de Jerusalén es algo desconcertante a ojos de un militar avezado. Iftijar espera verlos construir, nada más llegar, torres móviles y diversos instrumentos de asedio, y cavar trincheras para precaverse de las salidas de la guarnición. Sin embargo, lejos de dedicarse a estos preparativos, han empezado por organizar en torno a los muros una procesión encabezada por sacerdotes que rezan y cantan a voz en grito, antes de lanzarse como posesos al asalto de las murallas sin disponer de la menor escala. Por más que al-Afdal le ha explicado que estos frany querían apoderarse de la ciudad por razones religiosas, un fanatismo tan ciego lo sorprende. Él mismo es un musulmán creyente, pero si está luchando en Palestina es para defender los intereses de Egipto, y también, por qué negarlo, para ascender en su propia carrera militar.

Sabe que esta ciudad no es como las demás. Iftijar siempre la ha llamado por su nombre corriente, Iliya, pero los ulemas, los doctores de la ley, le dan el sobrenombre de al-Quds, Beit-el-Maqdes o al-Beit al-Muqaddas, «el lugar de la santidad». Dicen que es la tercera ciudad santa del Islam, después de La Meca y Medina, pues aquí fue adonde condujo Dios al Profeta, durante una noche milagrosa, para que se reuniera con Moisés y con Jesús, hijo de María. Desde entonces, al-Quds es, para todo musulmán, el símbolo de la continuidad del mensaje divino. Muchos devotos vienen a orar a la mezquita al-Aqsa, bajo la inmensa cúpula centelleante que domina majestuosamente las casas cuadradas de la ciudad.

Aun cuando el cielo esté presente aquí en cada esquina, Iftijar tiene los pies firmemente asentados en el suelo. Considera que las técnicas militares son las mismas, sea cual sea la ciudad. Estas procesiones de frany cantores lo irritan, pero no le preocupan. Hasta el final de la segunda semana de sitio no empieza a sentirse preocupado, cuando observa que el enemigo se afana en construir dos inmensas torres de madera. A comienzos de julio ya están en pie, listas para transportar a cientos de combatientes hasta la cima de las murallas. Sus siluetas se yerguen amenazadoras en medio del campamento enemigo.

Las consignas de Iftijar son tajantes: si uno de esos artefactos hace el menor movimiento hacia los muros, hay que inundarlo con una lluvia de flechas. Si la torre llegara a acercarse, hay que emplear el fuego griego, una mezcla de petróleo y de azufre que se vierte en vasijas y se arroja, encendida, sobre los asaltantes. Al desparramarse, el líquido provoca incendios difíciles de apagar. Esta temible arma va a permitir a los soldados de Iftijar rechazar varios ataques sucesivos a lo largo de la segunda semana de julio, aunque, para protegerse de las llamas, los sitiadores hayan tapizado sus torres móviles con pieles de animales recién despellejados embebidas en vinagre. Mientras tanto, corren rumores que anuncian la llegada inminente de al-Afdal. Los sitiadores, que temen quedar atrapados entre dos fuegos, multiplican sus esfuerzos.

De las dos torres móviles construidas por los frany —contará Ibn al-Atir—, una estaba por la parte de Sión, al sur, y la otra al norte. Los musulmanes lograron quemar la primera matando a cuantos había en ella. Pero, apenas habían acabado de destruirla, cuando llegó un mensajero pidiendo auxilio, pues por el otro lado habían invadido la ciudad. De hecho, la tomaron por el norte, un viernes por la mañana, siete días antes de que acabara el mes de shabán del año 492.

En este terrible día de julio de 1099, Iftijar está parapetado en la torre de David, una fortaleza octogonal cuyos cimientos se habían soldado con plomo y que constituye el punto fuerte de las murallas. Ahí puede resistir aún unos cuantos días, pero sabe que la batalla está perdida. Han invadido el barrio judío, las calles están cubiertas de cadáveres, y ya se ha entablado el combate en las proximidades de la mezquita mayor. Él y sus hombres pronto estarán rodeados por todas partes; sin embargo, sigue luchando. ¿Qué otra cosa podría hacer? Por la tarde, han cesado prácticamente los combates en el centro de la ciudad. El pendón blanco de los fatimitas ya sólo ondea en la torre de David.

De repente, cesan los asaltos de los frany y se acerca un mensajero. Viene de parte de Saint-Gilles a proponer al general egipcio y a sus hombres que los dejarán ir sanos y salvos si consienten en entregarle la torre. Iftijar duda, los frany ya han incumplido más de una vez sus compromisos, y nada indica que Saint-Gilles esté decidido a actuar de otra manera. Sin embargo, es descrito como un sexagenario de cabello blanco al que todo el mundo saluda con respeto, lo cual puede hacer pensar que cumple la palabra dada. En cualquier caso, es sabido que necesita llegar a un acuerdo con la guarnición, pues han destruido su torre móvil y rechazado todos sus asaltos. De hecho, está estancado ante los muros desde por la mañana, mientras que sus hermanos, los demás jefes francos, ya están saqueando la ciudad y disputándose sus casas. Sopesando los pros y los contras, Iftijar acaba por declararse dispuesto a capitular a condición de que Saint-Gilles prometa por su honor garantizarle su seguridad y la de todos sus hombres.

Los frany cumplieron su palabra, y los dejaron marchar por la noche hacia el puerto de Ascalón, donde se afincaron
—contará concienzudamente Ibn al-Atir, antes de añadir—:
A la población de la Ciudad Santa la pasaron a cuchillo, y los frany estuvieron matando musulmanes durante una semana. En la mezquita al-Aqsa, mataron a más de setenta mil personas
. E Ibn al-Atir, que evita citar cifras incomprobables, puntualiza:
Mataron a mucha gente. A los judíos los reunieron en su sinagoga y allí los quemaron vivos los frany. Destruyeron también los monumentos de los santos y la tumba de Abraham —¡la paz sea con él!

Entre los monumentos saqueados por los invasores se encuentra la mezquita de Umar, erigida en memoria del segundo sucesor del Profeta, el califa Umar Ibn al-Jattab, que había tomado Jerusalén a los rum en febrero de 638. Tras estos hechos, los árabes aprovecharán siempre que puedan la ocasión de evocar aquel acontecimiento con la intención de recalcar la diferencia entre su comportamiento y el de los frany. Aquel día, Umar había entrado montado en su célebre camello blanco, mientras el patriarca griego de la Ciudad Santa acudía a su encuentro. El califa había empezado por prometerle que se respetarían la vida y los bienes de todos los habitantes, antes de pedirle que lo acompañara a visitar los lugares sagrados del cristianismo. Mientras se hallaban en la iglesia de la Qyama, el Santo Sepulcro, como había llegado la hora de la oración, Umar le había preguntado a su anfitrión dónde podría extender su alfombra para prosternarse. El patriarca lo había invitado a permanecer donde estaba, pero el califa había contestado: «Si lo hago, los musulmanes querrán apropiarse mañana de este lugar diciendo: Umar ha orado aquí.» Y, llevándose su alfombra, fue a arrodillarse fuera. Estuvo en lo cierto, pues en ese mismo lugar fue donde se construyó la mezquita que lleva su nombre. Los jefes francos, desgraciadamente, no son tan magnánimos. Celebran su triunfo con una matanza indescriptible y luego saquean salvajemente la ciudad que dicen venerar.

No se salvan ni sus propios correligionarios: una de las primeras medidas que toman los frany es la de expulsar de la iglesia del Santo Sepulcro a todos los sacerdotes de los ritos orientales —griegos, georgianos, armenios, coptos y sirios—, que oficiaban en ella conjuntamente en virtud de una antigua tradición que habían respetado hasta entonces todos los conquistadores. Estupefactos ante tanto fanatismo, los dignatarios de las comunidades cristianas orientales deciden resistir. Se niegan a revelar al ocupante el lugar en que han ocultado la verdadera cruz en que murió Cristo. En estos hombres, la devoción religiosa por la reliquia va acompañada de orgullo patriótico. ¿Acaso no son los conciudadanos del Nazareno? Pero los invasores no se dejan impresionar en absoluto. Deteniendo a los sacerdotes que tienen la custodia de la cruz y sometiéndolos a torturas para arrebatarles el secreto, consiguen quitarles por la fuerza a los cristianos de la Ciudad Santa la más valiosa de sus reliquias.

Mientras los occidentales rematan a algunos supervivientes emboscados y se apoderan de todas las riquezas de Jerusalén, el ejército reunido por al-Afdal avanza lentamente por el Sinaí. No llega a Palestina hasta veinte días después del drama. El visir, que lo manda en persona, duda en marchar directamente sobre la Ciudad Santa. Aunque dispone de cerca de treinta mil hombres, no se considera en posición de fuerza, pues carece de material de asedio y le aterra la firmeza de los caballeros francos. Decide, pues, instalarse con sus fuerzas en los alrededores de Ascalón y enviar una embajada a Jerusalén para sondear las intenciones del enemigo. En la ciudad ocupada, a los emisarios egipcios los conducen ante un gigantesco caballero de cabello largo y barba rubia que es presentado como Godofredo de Bouillon, nuevo señor de Jerusalén. A él es a quien transmiten el mensaje del visir acusando a los frany de haber abusado de su buena fe y proponiéndoles un arreglo si prometen salir de Palestina. Por toda respuesta, los occidentales reúnen sus fuerzas y se lanzan sin demora por el camino de Ascalón.

Avanzan tan deprisa que llegan a las proximidades del campamento musulmán sin que los exploradores hayan señalado ni siquiera su presencia. Y, a partir de la primera intervención,
el ejército egipcio huyó y retrocedió hacia el puerto de Ascalón
—relata Ibn al-Qalanisi.
Al-Afdal también se retiró allí. Los sables de los frany triunfaron sobre los musulmanes. En la matanza no se salvaron ni los soldados de infantería ni los voluntarios ni la gente de la ciudad. Perecieron alrededor de diez mil almas y el campamento quedó saqueado
.

Debió de ser unos días después del desastre de los egipcios cuando llegó a la ciudad de Bagdad el grupo de refugiados guiado por Abu-Saad al-Harawi. El cadí de Damasco ignora aún que los frany acaban de conseguir una nueva victoria, pero ya sabe que los invasores son los amos de Jerusalén, de Antioquía y de Edesa, que han derrotado a Kiliy Arslan y a Danishmend, que han ocupado toda Siria de norte a sur, matando y saqueando a su antojo sin que nadie se lo impida. Tiene la impresión de que se está escarneciendo y humillando a su pueblo y a su fe, y siente deseos de gritarlo muy alto para que los musulmanes despierten de una vez. Quiere impresionar a sus hermanos, provocarlos, escandalizarlos.

El viernes 19 de agosto de 1099, lleva a sus compañeros a la mezquita mayor de Bagdad y, a mediodía, cuando de todas partes afluyen los creyentes para la oración, se pone a comer ostensiblemente, a pesar de ser ramadán, el mes del ayuno obligatorio. En unos instantes, una muchedumbre airada se arremolina en torno a él, se acercan soldados para detenerlo. Pero Abu-Saad se levanta y pregunta con mucha calma a quienes lo rodean cómo pueden mostrarse tan alterados por una ruptura de ayuno cuando la matanza de miles de musulmanes y la destrucción de los lugares santos del Islam los dejan completamente indiferentes. Habiendo acallado de este modo a la multitud, describe entonces con detalle las desgracias que agobian a Siria, «Bilad-esh-Sham», y sobre todo las que acaban de abatirse sobre Jerusalén.
Los refugiados lloraron e hicieron llorar
—dirá Ibn al-Atir.

De la calle, al-Harawi lleva el escándalo a los palacios. «¡Ya veo cuán débiles son los apoyos de la fe!» —exclama en el diván del príncipe de los creyentes, al-Mustazhir-billah, un joven califa de veintidós años—. De tez clara, barba corta, cara redonda, es un soberano jovial y bonachón, cuyos ataques de ira son breves y cuyas amenazas rara vez se cumplen. En una época en que la crueldad parece ser el primer atributo de los dirigentes, este joven califa árabe se ufana de no haber hecho daño a nadie.
Experimentaba una alegría auténtica cuando le decían que el pueblo era feliz
—apuntará ingenuamente Ibn al-Atir—. Sensible, refinado, de trato agradable, al-Mustazhir es amante de las artes. Lo apasiona la arquitectura y ha supervisado personalmente la construcción de unas murallas que rodean por completo el barrio en que reside, el Harén, situado al este de Bagdad. Y, en sus ratos perdidos, que son muchos, compone poemas de amor:
Al tender la mano para decirle adiós a mi amada, el fuego de mi pasión hizo derretirse el hielo
.

Desgraciadamente para sus súbditos,
este hombre de bien, alejado de todo gesto de tiranía
—como lo definió Ibn al-Qalanisi—, no dispone de poder alguno, aunque esté continuamente rodeado de un complicado ceremonial de veneración y los cronistas evoquen su nombre con deferencia. Los refugiados de Jerusalén, que tienen todas sus esperanzas puestas en él, parecen olvidar que su autoridad no se ejerce más allá de los muros de su palacio, y que, además, la política lo aburre.

Sin embargo, tiene tras de sí una historia gloriosa. Los califas predecesores suyos han sido durante los dos siglos posteriores a la muerte del Profeta (632-833) los jefes espirituales y temporales de un inmenso imperio, que, cuando estaba en su apogeo, se extendía desde el Indo hasta los Pirineos, y que incluso se ha adentrado en dirección a los valles del Ródano y del Loira. Y la dinastía abasida, a la que pertenece al-Mustazhir, ha convertido Bagdad en la ciudad fabulosa de las mil y una noches. A comienzos del siglo IX, en los tiempos en que reinaba su antepasado Harún-al-Rashid, el califato era el Estado más rico y más poderoso de la tierra, y su capital el centro de la civilización más avanzada. Tenía mil médicos diplomados, un gran hospital gratuito, un servicio postal regular, varios bancos, algunos de los cuales tenían sucursales en la China, una excelente canalización de agua, un sistema de evacuación directa a la cloaca así como una fábrica de papel —los occidentales, que sólo utilizaban el pergamino a su llegada a Oriente, aprendieron en Siria el arte de fabricar papel a partir de la paja de trigo.

Pero en este año sangriento de 1099 en el que al-Harawi ha venido a anunciar al diván de al-Mustazhir la caída de Jerusalén, esa época dorada hace ya mucho tiempo que ha pasado. Harún ha muerto en 809. Un cuarto de siglo después, sus sucesores han perdido cualquier poder real, Bagdad está medio destruida y el imperio se ha desintegrado. No queda ya más que ese mito de una era de unidad, de grandeza y de prosperidad, que va a poblar para siempre los sueños de los árabes. Es cierto que los abasidas seguirán reinando durante cuatro siglos, pero ya no gobernarán. No serán ya más que rehenes en manos de sus soldados turcos o persas, capaces de hacer y deshacer soberanos a su antojo, recurriendo las más veces al crimen. Y por escapar a semejante suerte será por lo que la mayoría de los califas renuncien a toda actividad política. Enclaustrados en su harén, se entregarán en lo sucesivo exclusivamente a los placeres de la existencia, haciéndose poetas o músicos y coleccionando bellas esclavas perfumadas.

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