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Authors: Lauren Weisberger

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La última noche en Los Ángeles (5 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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—¿Tendré que suplicarte?

—Cariño, cuando no es buen momento, no es buen momento. Ya hablaremos cuando estés menos atareada.

—Vale, mamá, te lo suplico. Cuéntame lo de Randy. Estoy de rodillas, de verdad. Por favor, dime qué le pasa. ¡Por favor!

—Muy bien, si insistes tanto… tendré que decírtelo. Randy y Michelle están embarazados. Ya lo ves, me has obligado a contártelo.

—¿Que están qué?

—Embarazados, cielo. Van a tener un bebé. Ella está todavía muy al principio: apenas siete semanas, pero el médico dice que todo va bien. ¿No es maravilloso?

Brooke oyó que el televisor volvía a sonar de fondo, un poco más bajo esta vez, pero no lo suficiente para que la risa característica de Oprah no resultara reconocible.

—¿Maravilloso? —preguntó Brooke, apoyando sobre la mesa el cuchillo de plástico—. No sé muy bien si llamarlo así. No hace ni seis meses que salen. No están casados. ¡Ni siquiera viven juntos!

—¿Desde cuándo eres tan puritana, cariño? —preguntó la señora Greene, antes de chasquear la lengua con desagrado—. Si alguien me hubiese dicho que mi hija, una mujer culta de treinta años, que está viviendo en una gran ciudad, era tan tradicionalista, jamás me lo hubiese creído.

—Mamá, no me parece que sea de «tradicionalistas» esperar que la gente tenga una relación seria antes de ponerse a fabricar bebés.

—¡Ay, Brooke, no seas tan estricta! No todos pueden (ni deben) casarse a los veinticinco. Randy tiene treinta y ocho, y Michelle, casi cuarenta. ¿De verdad crees que a esa edad alguien se preocupa por firmar un estúpido documento? A estas alturas, todos deberíamos saber que un papel no significa nada.

Una serie de pensamientos desfilaron por la mente de Brooke: el divorcio de sus padres, casi diez años antes, cuando su padre abandonó a su madre para irse con la enfermera del instituto de secundaria donde ambos enseñaban; el modo en que su madre la había hecho sentarse después de su compromiso con Julian y le había dicho que en esos tiempos una mujer podía ser perfectamente dichosa sin casarse; y el ferviente deseo de su madre de que esperara a tener la carrera profesional bien encaminada, antes de ponerse a tener hijos. Era interesante observar que en el caso de Randy, por lo visto, los criterios eran completamente distintos.

—¿Sabes qué es lo que más me divierte? —preguntó su madre en tono despreocupado—. La idea de que quizá (sólo quizá) tu padre y Cynthia también tengan un bebé. Ya sabes, teniendo en cuenta lo joven que es ella… Entonces tendrías un hermano y un padre que estarían esperando un bebé a la vez. De verdad, Brooke, ¿cuántas chicas pueden decir lo mismo?

—Mamá…

—En serio, cielito, ¿no te parece bastante irónico (bueno, no sé si «irónico» es la palabra exacta, pero es una coincidencia bastante grande) que la mujer de tu padre sea un año menor que Michelle?

—¡Mamá, déjalo ya! Sabes muy bien que papá y Cynthia no van a tener hijos. Él está a punto de cumplir sesenta y cinco, ¡por el amor de Dios!, y ella ni siquiera tiene pensado… —Pero Brooke se interrumpió, sonrió en silencio y meneó la cabeza—. ¿Sabes? Quizá tengas razón y puede que papá y Cynthia se suban al tren. De ese modo, papá y Randy podrán mejorar su relación, hablando del horario de los biberones, las siestas y esas cosas. ¡Qué imagen tan dulce!

Imaginaba el efecto que tendrían sus palabras y no se equivocó.

Su madre resopló.

—¡Por favor! Lo más cerca que ha estado nunca ese hombre de un pañal, incluso cuando vosotros erais bebés, ha sido mirando anuncios. Los hombres no cambian, Brooke. Tu padre ni siquiera se acercará a ese niño hasta que tenga edad suficiente para expresar una opinión política. Pero creo que aún hay esperanza para tu hermano.

—Sí, claro, esperemos que sí. Ya lo llamaré esta noche, para felicitarlo, pero ahora tengo que…

—¡No! —chilló la señora Greene—. Esta conversación no ha existido. Le prometí a tu hermano que no te lo contaría, así que tendrás que fingir que te asombras cuando te llame.

Brooke suspiró y sonrió.

—Ya veo cómo cumples tus promesas, mamá. ¿También se lo cuentas todo a Randy cuando te hago prometer que guardarás el secreto?

—Claro que no. Sólo se lo cuento cuando es interesante.

—Gracias, mamá.

—Te quiero, cielito. Y recuerda, ¡no se lo digas a nadie!

—Prometido. Te doy mi palabra.

Brooke colgó y miró la hora: las cinco menos cinco. Cuatro minutos para su siguiente cita. Sabía que no era buen momento para llamar, pero no pudo esperar. En cuanto marcó el número, recordó que Randy quizá se hubiera quedado después de las clases para entrenar al equipo de fútbol de la escuela, pero su hermano cogió el teléfono al primer tono de llamada.

—Hola, Brookie, ¿qué me cuentas?

—¿Qué te cuento yo? ¡Nada! ¡Me parece que tú tienes mucho más que contarme a mí!

—¡Por Dios! Se lo he dicho hace menos de ocho minutos y ha jurado que esperaría hasta que yo te lo contara.

—Sí, yo también he jurado que no te diría que me lo había contado, así que ya ves. ¡Enhorabuena, hermanito!

—Gracias. Los dos estamos bastante entusiasmados… y también un poco asustados, porque pasó mucho más rápido de lo que esperábamos, pero contentos.

—¿Qué quieres decir con eso de que pasó «mucho más rápido»? ¿Lo teníais planeado?

Randy se echó a reír, y Brooke oyó que decía «Espera un minuto» a alguien que le estaba hablando, probablemente un alumno. Después le contestó:

—Así es. Michelle dejó de tomar la píldora el mes pasado. El médico dijo que su ciclo tardaría un par de meses en regularse y que sólo entonces podríamos averiguar si era posible que se quedara embarazada a su edad. Nunca imaginamos que iba a pasar en seguida.

Era surrealista oír a su hermano mayor (un soltero empedernido que tenía la casa decorada con viejos trofeos de fútbol y dedicaba más metros cuadrados a la mesa de billar que a la cocina) hablar de ciclos regulados, píldoras anticonceptivas y opiniones médicas, sobre todo cuando cualquiera habría apostado por Brooke y Julian como los principales candidatos para dar la gran noticia…

—¡Uaaah! ¿Qué más puedo decir? ¡Uaaah!

Era cierto que no podía decir nada más. Le preocupaba que su hermano notara que se le quebraba la voz y que lo interpretara mal.

Estaba tan emocionada por Randy que tenía un nudo en la garganta. Claro que él se las arreglaba bastante bien y siempre parecía contento y satisfecho, pero a Brooke le preocupaba que estuviera solo. Vivía en las afueras, rodeado de familias, y todos sus antiguos compañeros de estudios tenían hijos desde hacía tiempo. No tenía suficiente confianza con Randy para hablar al respecto, pero siempre se había preguntado si era eso lo que quería y si era feliz con su vida de soltero. En aquel momento, al notar su entusiasmo, se dio cuenta de lo mucho que su hermano debía de haber anhelado una familia y se sintió al borde de las lágrimas.

—Sí, es bastante chulo. ¿Me imaginas enseñándole al enano a lanzar un pase? Voy a comprarle un balón auténtico de cuero de cerdo, tamaño infantil, para que se acostumbre bien desde el principio (¡nada de esa mierda de Nerf para mi muchachito!); y cuando le hayan crecido las manos, ya estará listo para el balón grande.

Brooke se echó a reír.

—Es obvio que no has considerado la muy viable posibilidad de que sea una niña, ¿no?

—Hay otras tres profesoras embarazadas en la escuela y las tres esperan niños —respondió él.

—Muy interesante. Pero ¿eres consciente de que si bien compartís el mismo entorno de trabajo no hay ninguna ley humana o biológica que exija que todos vuestros bebés tengan que ser del mismo sexo?

—Yo no estaría tan seguro…

Ella volvió a reír.

—Entonces ¿vais a averiguarlo? ¿O es demasiado pronto para hacer esa pregunta?

—Como yo ya sé que es niño, no es una pregunta relevante. Pero Michelle quiere que sea una sorpresa, así que vamos a esperar.

—¡Ah, me parece muy bien! ¿Cuándo llegará el pequeñito?

—El veinticinco de octubre. Será un bebé de Halloween. Creo que es un buen augurio.

—Yo también lo creo —dijo Brooke—. Ahora mismo lo apunto en el calendario. Veinticinco de octubre: seré tía.

—Eh, Brookie, ¿y qué me dices de vosotros dos? Sería bonito que los primos hermanos tuvieran más o menos la misma edad, ¿no? ¿Hay alguna posibilidad?

Brooke sabía que no era fácil para Randy hacerle una pregunta tan personal como ésa, y por eso se contuvo para no saltarle a la yugular, pero el comentario le hizo daño. Cuando Julian y ella se casaron, con veintisiete y veinticinco años respectivamente, estaba convencida de que tendrían un bebé en torno a su trigésimo cumpleaños. Pero ya había cumplido los treinta y ni siquiera habían empezado a intentarlo. Le había sacado el tema a Julian un par de veces, de manera fortuita, como para no presionarlo ni presionarse a sí misma, pero él le había contestado con la misma vaguedad. Le había dicho que sí, que sería genial tener un hijo «algún día», pero que de momento lo mejor era que los dos se concentraran en sus respectivas carreras. Por eso, aunque ella deseaba tener un bebé (de hecho, era lo que más deseaba en el mundo, sobre todo en aquel momento, después de oír la noticia de Randy), adoptó la versión de Julian.

—Sí, algún día, desde luego —dijo, tratando de aparentar despreocupación, exactamente lo contrario de lo que sentía—. Pero ahora no es el mejor momento para nosotros. Tenemos que concentrarnos en el trabajo, ¿sabes?

—Claro —respondió Randy, y Brooke se preguntó si habría adivinado la verdad—. Tenéis que hacer lo que sea mejor para vosotros.

—Así es… Oye, perdona, pero voy a tener que dejarte, porque se me acaba el tiempo de descanso y voy a llegar tarde a la consulta.

—No te preocupes, Brookie. Gracias por la llamada… ¡y por el entusiasmo!

—¿Bromeas? ¡Gracias a ti por una noticia tan estupenda! Me has alegrado el día y el mes entero. ¡Estoy muy emocionada por vosotros! Llamaré esta noche para darle la enhorabuena a Michelle, ¿de acuerdo?

Después de colgar, Brooke emprendió la marcha de regreso. Mientras caminaba, no podía dejar de menear la cabeza, incrédula. Probablemente parecía una loca, pero eso no llamaba la atención en un hospital. ¡Randy iba a ser padre!

Habría querido llamar a Julian para darle la noticia, pero antes le había parecido muy estresado y además no tenía tiempo. Otra de las nutricionistas estaba de vacaciones y aquella mañana se había producido una inexplicable proliferación de partos (casi el doble de lo habitual), por lo que su jornada parecía avanzar a la velocidad del rayo. No estaba mal, porque cuanto más se movía, menos tiempo tenía para notar el agotamiento. Además, era un reto y era emocionante tener que trabajar así, y aunque se quejaba cuando hablaba con Julian o con su madre, por dentro disfrutaba. Le encantaba atender a tantos pacientes distintos, todos de entornos diferentes y todos en el hospital por razones tremendamente variadas, pero cada uno necesitado de alguien que le adaptara la dieta a su caso específico.

La cafeína obró el efecto previsto y Brooke se ocupó de sus tres últimas citas con rapidez y eficacia. Acababa de cambiarse la bata por unos vaqueros y un suéter, cuando una de sus colegas de la sala de descanso, Rebecca, la avisó de que la jefa quería verla.

—¿Ahora? —preguntó Brooke, temiendo que su noche empezara a desintegrarse.

Los martes y los jueves eran sagrados, porque eran los únicos días de la semana que no tenía que salir pitando del hospital para llegar a tiempo a su segundo trabajo: una consulta de nutrición en la Academia Huntley, una de las escuelas privadas para chicas más elitistas del Upper East Side. Los padres de una ex alumna de la Huntley que había muerto de anorexia con poco más de veinte años financiaban un programa experimental, que consistía en la presencia de una dietista en la escuela, veinte horas a la semana, para aconsejar a las chicas sobre alimentación sana e imagen corporal. Brooke era la segunda persona que se hacía cargo de ese programa relativamente nuevo, y aunque al principio había aceptado el empleo únicamente para complementar sus ingresos y los de Julian, con el tiempo se había ido sintiendo cada vez más apegada a las chicas. Claro que a veces se cansaba de las rencillas, las peculiaridades de la adolescencia y su interminable obsesión por la comida, pero siempre trataba de recordar que sus jóvenes pacientes no podían evitar ser como eran. Además, el trabajo tenía la ventaja añadida de permitirle ganar experiencia en el trato con adolescentes, algo de lo que carecía. Así pues, los martes y los jueves trabajaba solamente en el hospital, de nueve a seis, y los otros tres días de la semana su horario empezaba antes, para dejar tiempo a su segundo trabajo: entraba en el hospital a las siete, trabajaba hasta las tres y después cogía dos metros y un autobús para llegar a Huntley, donde atendía a las estudiantes (y a veces a sus padres) hasta las siete. Por muy temprano que se obligara a irse a la cama y por mucho café que bebiera cuando estaba despierta, se sentía permanentemente agotada. La vida con dos empleos era absolutamente extenuante, pero Brooke calculaba que sólo tendría que seguir trabajando de esa forma un año más, para reunir la formación y la experiencia necesarias para abrir su propia consulta privada de asesoramiento dietético prenatal e infantil, algo con lo que había soñado desde su primer día en los cursos de posgrado y el objetivo por el que había trabajado con diligencia desde entonces.

Rebecca asintió con expresión compasiva.

—Me ha dicho que te pregunte si puedes pasarte un momento antes de marcharte.

Brooke guardó rápidamente sus cosas y se dirigió al despacho de su jefa.

—¿Margaret? —llamó, golpeando con los nudillos la puerta del despacho—. Rebecca me ha dicho que querías verme.

—Pasa, pasa —dijo la jefa, mientras ordenaba unos papeles sobre la mesa—. Siento hacerte quedar fuera de horario, pero he pensado que siempre tenemos tiempo para recibir buenas noticias.

Brooke se sentó en la silla delante de la mesa de Margaret y esperó.

—Verás, hemos terminado de procesar todas las evaluaciones de los pacientes, y tengo el placer de anunciarte que has recibido las mejores clasificaciones de todo el equipo de dietistas.

—¿En serio? —preguntó Brooke, sin poderse creer que fuera la mejor de siete.

—Las demás ni siquiera se te acercan. —Con expresión ausente, Margaret se aplicó un poco de protector labial, hizo chasquear los labios para extenderlo y volvió a concentrarse en los papeles—. El noventa y uno por ciento de tus pacientes califica tus consultas de «excelentes» y el nueve por ciento restantes las considera «buenas». La segunda mejor del equipo obtuvo un ochenta y dos por ciento de «excelentes».

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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