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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (44 page)

BOOK: La tumba de Verne
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—¿Quieres decir que todos los peregrinos que finalizan su camino en la catedral de Compostela se equivocan?

—Si esta teoría es cierta, sí —respondió Capellán—. No han entendido cuál es el secreto del camino. Por eso los alquimistas iban hasta la costa, hasta Fisterra o hasta Noia. Para ganar la partida, hay que ir hasta el Jardín del Edén, donde habita la última oca. En el Edén, el hombre era inmortal.

—¿Crees que Verne jugó con esa idea?

—Si Verne era un iniciado, como asegura Gaston, sin duda estaba en posesión de esos conocimientos, y en
El testamento de un excéntrico
juega con esa idea. Por eso, al final de la historia los seis jugadores son superados por un séptimo y enigmático adversario que aparece a lo largo de la historia y que se oculta bajo un extravagante seudónimo: XKZ.

—¿Y quién era?

—El mismísimo millonario que había puesto en marcha el juego, puesto que en realidad no había muerto.

—¿Resucitado?

—Verne no podía decir tal cosa, de modo que se inventó el recurso de una catalepsia para explicar el milagroso regreso de entre los muertos de su personaje.

—¿Adónde conduce todo eso?

—Pues no lo sé —reconoció Miguel—. Pero tenemos un montón de cabos sueltos para unir. Para empezar, la novela juega con la idea de la resurrección, lo mismo que esta tumba. Y sabemos que el manuscrito oculto contiene precisamente el modo de superar la muerte. Eso no puede ser una casualidad.

—Lo mismo que el título de esa obra y el que se puso a este mausoleo.


Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
—recitó Miguel—. Verne encarga a Roze —acarició el nombre del escultor, que se leía grabado en un lateral del mausoleo, tras la mano izquierda del hombre de mármol— esta obra en 1898. En la Exposición de Artistas Franceses, con Verne ya fallecido, Roze presenta su obra bajo ese título, pero, cuando finalmente se instala aquí —Miguel señaló la tumba—, resulta que ese epitafio no aparece. Verne le había dicho qué tenía que hacer para llamar la atención de los buscadores.

—De modo que la tumba, la novela y el epitafio desaparecido hablan de superar la muerte. Pero Gaston decía que todo ello conducía al lugar donde Verne ocultó el manuscrito.

—¿Qué hora es?

—Debemos irnos —dijo Alexia—. Van a cerrar.

Miguel guardó silencio. Contemplaba una vez más la enigmática tumba.

—Mil ochocientos noventa y ocho —dijo en voz alta—. Siete años ante de morir, Verne quema sus papeles, escribe esa novela y traza un plan alrededor de su sepulcro. Fíjate —señaló los árboles que rodeaban la tumba—: siete árboles. Y si sumas el número de caracteres que hay en el epitafio de la tumba verás que son 16, que, convertidos en un único dígito, como se hace en numerología, suman 7. Y, en la novela, el número final de jugadores, contando con el excéntrico millonario, es igualmente siete.

—Una casualidad —comentó Alexia.

Miguel la miró con dureza.

—Verne resucita, y el personaje de su novela, William J. Hypperbone, también. —Mientras hablaba, Capellán escribía algo en su cuaderno. Cuando terminó, se lo mostró a Alexia—. Verás, si tienes en cuenta los juegos numéricos que tanto le gustaban a Verne y ordenas de este modo las letras del alfabeto y los números, como se hace en numerología, resulta curioso que las letras J y V, de Julio Verne, sumen el mismo número, 5, que las iniciales del personaje de la novela, W, J, H
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.

—¿Como si Verne y su criatura fueran equivalentes?

—Podría ser —respondió Miguel—. Pero seguimos como antes. No sabemos dónde está oculto el manuscrito, y tampoco sé qué papel puede jugar el número 7, aunque sospecho que, al igual que el 5 representa a Verne y al millonario excéntrico cuando están vivos, el 7 guarda relación con la resurrección, pero debo admitir que no se me ocurre cómo.

—¿Nos vamos?

La tarde moría sin remedio sobre ellos. La niebla se desplomaba sobre el cementerio de La Madeleine mientras Miguel roía en silencio sus ideas. Alexia caminaba junto a él escuchando el sonido de sus tacones sobre el sendero asfaltado.

Al llegar al aparcamiento donde habían dejado estacionado el coche, Miguel había llegado a una conclusión.

—No está aquí.

—No está aquí, ¿qué?

—El manuscrito —respondió—. Verne no pudo ocultarlo aquí por la sencilla razón de que, cuando simuló quemar sus papeles, esta tumba no existía.

—Salvo que esté durmiendo con él, bajo la tierra.

—Entonces sería absurdo que hubiera escrito a Turiello cómo localizar su legado, ¿no crees? Si la piedra fuera nada menos que ese mausoleo resultaría poco probable que alguien lo recuperara. No, no fue aquí. Debió de dejarlo a la vista, pero disimulado, como dice Gaston. En un lugar donde nadie repararía salvo que tuviera las pistas adecuadas. Lo mismo que hizo con el epitafio de la tumba. Todo el mundo lo conoce, pero cuando vienen a ver el sepulcro se encuentran con que no existe.

—Entonces, ¿cuáles son las pistas? ¿Qué es lo que une la tumba y esa novela?

—Ya te lo dije: la inmortalidad. La inmortalidad y la puñetera clave.

17

E
l hotel Kyriad Nord de Amiens resultó estar situado a las afueras de la capital de Picardía. La calle Le Gréco, adonde llegaron dejándose guiar dócilmente por el navegador del Golf de Miguel, estaba abrigada por centros comerciales y muy próxima a tranquilas urbanizaciones rodeadas de amplios parques y poblados bosques por donde, según descubrieron al poco de poner los pies en el hotel, campaban a sus anchas las liebres.

Se trataba de un hotel cómodo, sencillo y con un excelente precio, algo que, según Alexia había podido ir descubriendo, era un factor que Capellán apreciaba mucho más que cualquier otra persona que ella hubiera conocido. Sabía que Miguel no andaba sobrado de cuartos, pero no le había costado intuir que, aunque tuviera la billetera bien alimentada, el periodista era una de esas personas que evitan a toda costa invitar a nadie y que siempre valoran más lo barato que la calidad. En definitiva, que Capellán era un tacaño de campeonato que gozaba de una extraordinaria capacidad para hacerse invitar.

El hotel distribuía sus habitaciones en una planta baja que, en su parte posterior, daba acceso a un jardín, mientras que la fachada principal tenía ante sí el aparcamiento. Por encima de esa planta solo había un piso más, y en él fueron acomodados Alexia y Miguel, aunque en habitaciones separadas.

Tras una ducha y después de comprobar en sus respectivos dormitorios la comodidad de la cama durante poco más de una hora, los dos se encontraron en el comedor del hotel dispuestos a dar buena cuenta de la cena. Afortunadamente para Miguel, Alexia sabía hablar francés y pudo traducir los ingredientes que componían cada uno de los platos.

Acomodados en una mesa para dos situada en una esquina de aquel comedor pintado de color amarillo, suelos de cerámica y mesas de madera con manteles azules, Miguel expuso el plan para el día siguiente.

—Iremos a su casa —anunció—. Verne se trasladó aquí atendiendo a las exigencias de Honorine, pero pronto se sintió muy cómodo en una ciudad que le permitía estar a una hora de París sin tener que soportar las incomodidades de la capital. —Capellán consultó su inseparable cuaderno—. En dos ocasiones, se establecieron en el bulevar Longueville, en el número 44. Y en esa casa fue donde murió.

—Tal vez allí fue donde ocultó ese escrito —apuntó Alexia.

—Puede, pero es que entre una y otra estancia en esa casa la familia alquiló una mansión a pocos metros de allí, en el número 2 de la calle Charles Dubois. Fue a la puerta de esa casa donde Gaston le disparó.

—¿Se puede visitar?

—Sí, porque hoy en día alberga un museo dedicado a Verne.

La mañana amaneció sin lluvia, aunque fría. Desde la ventana de su habitación Miguel pudo ver el veloz ir y venir de algunas liebres. Más tarde, se encontró con Alexia en el mismo comedor donde habían cenado la noche anterior. Al parecer, por la mañana era el escenario del desayuno de los clientes.

Tras una taza de café humeante, Miguel contemplaba el aparcamiento del hotel cuando un vehículo se puso en marcha. Si le hubiesen mandado jurarlo, Miguel habría dicho que aquel Seat Exeo familiar de color blanco era el mismo que había visto la tarde anterior junto al cementerio de Amiens. Tampoco en ese momento alcanzó a ver la matrícula.

—¿Has visto ese coche? —preguntó a Alexia.

—No, ¿cuál?

—Déjalo. A lo mejor soy yo, que estoy paranoico.

—¿Uno de tus hombres sin rostro? —bromeó Alexia.

Miguel la miró con gesto sombrío.

—No era un hombre. Era una mujer.

Alexia alzó una ceja.

El antiguo bulevar Longueville había sido rebautizado como bulevar Jules Verne. Miguel aparcó su coche justo enfrente del número 44, la casa donde falleció el escritor. Al fondo de la calle, a sus espaldas, se alzaba orgulloso el Circo Municipal de Amiens, un singular edificio circular que fue inaugurado en 1889, cuando Verne ejercía su cargo de concejal en la ciudad responsable de la cultura local.

Capellán contempló en silencio aquella casa de ladrillo rojo junto a cuyo portal una placa negra con letras doradas recordaba que el novelista había vivido allí durante catorce años y que allí había muerto el día 24 de marzo de 1905.

—Vamos —dijo, y echó a andar calle arriba, hasta el caserón que hacía esquina con la calle Charles Dubois.

Al doblar la esquina del bulevar Jules Verne con la calle Charles Dubois, Capellán y Alexia se encontraron frente a un portón de doble hoja pintado de color verde oscuro que daba acceso a un patio enlosado. Allí había vivido Verne junto a su familia entre 1882 y 1900, precisamente la época en la que, según la carta de Gaston, el novelista había urdido la trama para ocultar su legado. En aquel patio había quemado los documentos de los que hablaban los biógrafos y que también Gaston mencionaba. Una torre presidía la construcción y los contemplaba con severidad.

Cuando puso los pies sobre las piedras que cubrían la superficie del patio, Miguel trató de reponerse a la impresión que le causaba estar caminando allí por donde Verne tantas veces lo había hecho. Recordaba una fotografía en blanco y negro que había visto en las biografías sobre el escritor que había estudiado en las últimas semanas. En ella, el novelista posaba en compañía de su perro y miraba con orgullo a la cámara. La foto se había tomado en aquel mismo patio descubierto, al fondo del cual se ofrecía una zona acristalada. Una pequeña mesa de madera circular y cuatro sillas de hierro pintadas de verde se habían dispuesto alrededor de la misma. A través de la cristalera, Miguel descubrió plantas y cerámicas chinas en las paredes adornando aquella estancia según el gusto decimonónico.

Capellán y Alexia entraron en la zona reservada a la venta de las entradas que daban acceso a la visita al museo y no tardaron en advertir que eran observados con recelo por parte de los responsables.

—¿Qué les pasa a estos? —preguntó Miguel en voz baja a Alexia.

—No lo sé.

En aquel momento, otras dos parejas estaban comprando su entrada, y también ellos eran objeto de la misma mirada inquisidora.

—Aquí pasa algo —insistió Miguel—. Pregunta qué sucede.

Alexia se acercó al mostrador donde se expedían las entradas y pidió dos. Tras abonar el dinero, entabló conversación en francés con el hombre que estaba al frente de aquella industria. Miguel, mientras tanto, se preguntaba dónde podría haber ocultado Verne su secreto.

—Un acto de vandalismo —dijo Alexia cuando regresó junto a Capellán—. Dicen que tienen que andar con cien ojos, porque la gente trata de robar cosas, de llevarse souvenirs. Parece ser que como dentro de la casa existe mayor control, la gente se lanza a por cualquier cosa. Ayer, alguien provocó daños en el patio. Por eso miran a todo el mundo hoy con recelo.

Capellán asintió en silencio.

—No se permite hacer fotos dentro —advirtió Alexia.

Miguel se encogió de hombros.

Poco después, accedieron al comedor de la imponente mansión. La decoración decimonónica, la atmósfera que creaba aquella casa con su salón para escuchar música o la sala para fumar, fueron de inestimable ayuda para que Miguel tratara de imaginar a Verne caminando por aquellas habitaciones. ¿Reconocería el creador de Nemo aquella casa si pudiera verla en la actualidad? ¿Cuántas reformas habría sufrido a lo largo de todos aquellos años?

En la primera planta se había reconstruido el despacho de Jules Hetzel, el editor de Verne. Allí estaba su mesa de trabajo y el sillón donde se sentaba en su casa de la calle Jacob de París. Más tarde, Miguel pasó los dedos con reverencia sobre un sofá donde, si lo que la guía del museo contaba era cierto, se habían sentado traseros tan ilustres como los de Victor Hugo, George Sand, Alexandre Dumas y el del propio Verne.

Aquellos nombres trajeron a su mente la hermandad literaria a la que pertenecieron. ¡La Niebla!

La vida cotidiana de Verne en Amiens quedaba retratada en cuadros donde se le veía ejercer como concejal de la ciudad o como miembro de la Academia de las Ciencias.

Alexia paseaba con curiosidad. Sus ojos verdes se posaban en los detalles, en los muebles, en los ojos de los retratados… Miguel, en cambio, no veía ya aquella casa, sino que su mente trataba de ver la residencia que fue el hogar de Verne, y no lograba dar con ella.

—Todo está cambiado —susurró al oído de Alexia.

—¿Cómo lo sabes?

—Es evidente, y Verne tenía que suponer que la casa conocería reformas. No podía permitirse el riesgo de que su manuscrito fuera descubierto en el transcurso de cualquier chapuza.

—¿Miramos en el despacho?

La guarida de Verne en aquel caserón resultó ser un cubículo diminuto. Allí era donde el incansable bretón se encerraba desde las cinco hasta las once de la mañana invariablemente. Más de treinta novelas habían sido escritas sobre una modesta mesa de madera. El museo había reconstruido del modo más fiel posible el hábitat del genio: un minúsculo camastro para descansar situado a la espalda del escritor, portaminas, su portaplumas, un globo terráqueo que, al parecer, le perteneció…

—No pudo ocultarlo aquí, Alexia. ¿No te das cuenta?

La abogada miró el folleto informativo. El museo había abierto sus puertas tras un periodo en el que se habían acometido nuevas obras de restauración. Al parecer, el dibujante belga François Schuiten había sido el encargado de llevar el timón de las mismas. Él había pintado, aseguraba el prospecto, el mural de ciento ochenta metros cuadrados que se podía contemplar al otro lado del patio, en la pared opuesta al caserón. Y también había sido obra suya la esfera armilar que coronaba la torre de la mansión.

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