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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (18 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Contagiados de risa por lo tragicómico del relato y cosquilleándose y dándose de manotones infantilmente en la cama, comenzaron a abrazarse y a desprenderse de la ropa a tirones, como jugando, hasta terminar completamente desnudos y acoplados con desesperación en un arrebatado acto de amor inconsciente. Ella, montada a horcajadas sobre él, galopándolo con delirio de amazona moribunda, hacía años que no lo hacía sin pensar en los minutos transcurridos ni en cuánto iba a cobrar. Él, dejándose galopar ufano, con la desfachatez de un alegre amante mantenido, lamiendo con fruición la redondela oscura de sus pezones y amasándole los globos de las nalgas, hacía largo tiempo que no echaba un polvo sin ninguna clase de apuros ni pensando en la siempre humillante tarifa final.

Cuando sudorosos y lánguidos recobraron la conciencia, ya se estaban fumando el lentísimo cigarrillo poscoito, mientras él deshilachaba una erótica conversación sobre colchas y mujeres. El tema surgió porque ella en un momento se quejó de hallar demasiado picosa la frazada que hacía de cobertor, insinuándole que ya era tiempo de que se comprara una colcha. Él le dijo que a lo mejor se la compraba alguna vez, pero lo complicado para él era elegir el color. Ella le dijo que el color era lo de menos. Que no se creyera, le dijo él, que el color y la textura de las colchas era algo esencialísimo, tanto así que ello servía incluso para conocer la personalidad de sus dueños. Que la colcha de ella, por ejemplo, la imaginaba ancha, aunque sin rozar el suelo, de cretona o de algún otro género fuerte (nunca de hilo ni de raso), sin flores ni flecos y de un color rojo adornado con motivos oscuros. Ella se rió fuerte y le dijo que solamente había fallado en los motivos oscuros. Él, en afectado gesto de orgullo, jactose de que eso venía a confirmar una vez más su particular teoría de las colchas puteriles.
“Dime qué clase de colcha tienes y te diré qué clase de puta eres”,
dijo semiserio. O si lo prefieres más gráfico:
“De tal colcha, tal concha”.
Ella, que en ese momento había comenzado a hacerle rulitos en los pelos del pubis, le dio un fuerte tirón. Él, entre risas y lágrimas, trató de afirmar su teoría describiéndole las colchas de algunas niñas que conocía. Le contó de la exacerbante colcha dragoneada de la Cama de Piedra; de la vasta y espectacular colcha de flores azafranadas de la nunca bien ponderada Chamullo; de la albísima y finísima colcha inmaculada de la albísima y gordísima Ambulancia; de la colcha color yema de huevo de la Reina Isabel, tan suave y benigna como sus medicinales pañuelitos de seda. Y le confió, además, que estaba extendiendo su teoría al solteraje masculino de los buques. Que ya tenía varias colchas vistas y estudiadas. Que, por ejemplo, estaba la estrambótica colcha adornada de cajetillas de cigarrillos del Astronauta, prenda tan estrafalaria y loca como su mismo dueño; la colcha cortita, cagona y de color ratón que usaba el Caballo de los Indios; y la floreada y eternamente arrugada colcha color verde, con grandes lamparones de vino, del cabroncísimo Viejo Fioca. Que le dijera ella misma, le dijo, ahora que conocía a casi todos los ejemplares que acababa de nombrar, si sus personalidades no graneaban y avalaban su teoría de las colchas. Y fue ahí, al pronunciar la palabra
colchas,
que llamaron a la puerta.

—Sólo sé que tú eres un zarrapastroso ególatra de mierda —alcanzó a decirle ella antes de que de afuera comenzaran a hablar—. Y eso sin que ninguna colcha me lo tenga que decir.

Después de que le avisaran lo del Astronauta, el Poeta Mesana se embaló en una socarrona clase magistral tratando de convencer a la Dos Punto Cuatro de su vasto conocimiento sobre el género femenino. Ésta, que lo oía con un mohín de burla, comenzó a vestirse y a reconocer detalles de la habitación. Aún andaba vestida y adornada con los perifollos de meretriz en oferta que le prestaran las niñas para acompañar la procesión hasta la iglesia. Haciendo un esfuerzo, recordó que su ropa había quedado en el camarote de la que llamaban la Chamullo.

Qué hembras había en la bendita viña del Señor, predicaba entretanto el Poeta Mesana, que a primera vista prometían el paraíso terrenal con serpiente alcahueta y todo, y que a la hora de la verdad no pasaban de ser unas pobres caperucitas rojas miedosas del lobo malo. Y que, en cambio él, el Poeta Mesana, había conocido mujercitas en su vida que parecían ser bucólicos jardincitos de patios solariegos, con una que otra avispa loca zumbando en sus rosales, pero una vez llevadas al ring de cuatro perillas resultaban verdaderas junglas enmarañadas, hermanita, por la concha; selvas exuberantes de flores carnívoras, densas de olores afrodisíacos y electrizadas de un incesante tam-tam de tambores guerreros. Y que había que ser un macho bien alforjudo, se lo decía él, el Poeta Mesana, para sobrevivir a una sola noche de amor, a un solo safari carnal con estas rugientes fieras cuaternarias; estas bestias de pupilas fosforescentes y piel de terciopelo acalorante que, atigradas por los resplandores rojos de rojas fogatas misteriosas, arañaban y mordían hasta llegar a la sangre.

La Dos Punto Cuatro ya no ponía la menor atención a la aparatosa retórica del Poeta. Mientras se abrochaba el sostén, se había fijado en el retrato en sepia de Gabriela Mistral. Le preguntó por los bigotes pintarrajeados con lápiz de ceja y, con la blusa a medio abotonar —una escotadísima blusa de color solferino—, sin interesarse en la respuesta, se arrimó a leer la
Cantata de las oficinas salitreras abandonadas
colgada junto al severo retrato de la maestra del valle de Elqui. “No sabía que eran tantas”, exclamó como para sí, emocionada ante el largo listado de nombres de oficinas escritos en la lonja de papel café.

—No son tantas —le dijo el Poeta Mesana—; son muchas más. Éstas son sólo las que yo he podido recopilar.

La Dos Punto Cuatro se puso a repasar la lista en voz alta recargando el nombre de las que había conocido. A lo largo de su vida había ejercido en más de diez oficinas, aparte de José Francisco Vergara, que era en donde se había iniciado. Ahora estaba de
residenta
en los populosos buques de la oficina María Elena. Leyendo la
Cantata
recordó la tristeza y el abandono sobrecogedor de algunos de aquellos lugares en que más de una vez había estado. La paupérrima corrida de tablas de la oficina Alemania, por ejemplo, plagada de chinches y ratones tan familiares que, lo mismo que los angelitos de la canción infantil, al levantarse y prender la vela se les veía de carrera por la cabecera; la triste y desolada corrida del medio de la oficina Algorta, en donde una tarde viera a un manco desangrarse y morir como durmiéndose, como sonámbulo, con una lezna clavada en el corazón; la magra corrida de las estudiantes de la oficina Flor de Chile; la corrida de los braseros de la oficina Prosperidad, en donde a la única prostituta estable le decían la Churrera. Era una puta vieja y apachachada que luego de hacerles la profilaxis a sus clientes con el agua mantenida tibia en los braseros rojeando a la puerta, les tomaba graciosamente el miembro en la palma de la mano y, a la manera de un churro, escrupulosa y tiernamente, lo rociaba todo de polvos de talco.

Pero el lugar más triste que recordaba era, sin duda alguna, el desértico buque de la oficina Coya Sur. Constituido de un solo pasaje largo, enteramente de calaminas, el buque de nombre Caupolicán, el único de la pequeña Oficina, era el lugar más desolado de los que había conocido. Estaba levantado en la última calle del campamento; más allá se extendía la llanura de la pampa con sus eternos remolinos de arena. Muchas de sus compañeras de oficio le habían dicho que no se fuera a meter en ese buque, que los pocos hombres que habitaban en él, o eran misóginos o contaban todos con un amor por fuera y carecían, por lo tanto, de humores urgentes que desfogar. Ella fue un día de pago, sólo por conocer. El tipo que le facilitó el camarote, del cual llevaba referencias, apenas si le habló lo justo y necesario; le dijo que no lo hiciera sobre las sábanas, que no aplastara los puchos en el piso y que podía usar la cocinilla eléctrica. Luego, le hizo entrega de la llave de la habitación, le encargó que al irse la dejara colgada en la garita del vigilante, y no lo vio más. Ni siquiera cobró su derecho a pernada. Ella estuvo la tarde entera posando y mostrándose en la puerta del camarote; retocó su maquillaje ocho veces; se cambió los baby doll que siempre llevaba consigo, uno rojo y uno negro, en tres oportunidades; escuchó todos los discos larga duración de Lucho Barrios que el dueño de pieza coleccionaba y mantenía flamantes en sus respectivas carátulas; releyó tres veces la fotonovela mexicana que se había llevado en la cartera; durante dos horas y media hojeó una ruma de revistas
Pampa
que halló en un cajón de té, tratando de reconocer a alguien en las borrosas fotos de las farándulas de las fiestas de la primavera, en las de los bailes de sociedad y en los retratos de bautizos y casamientos; en el intertanto agotó su provisión de pastillas de menta y se preparó y manducó media docena de sándwiches de mantequilla con mortadela. Al anochecer, hastiada hasta el arrepentimiento, se encontró sentada en el vano de la puerta leyendo una hoja de la revista
Vea
traída por el viento, amarillenta de meadas de perros, en donde aparecía en dos fotografías disímiles el Chacal de Nahueltoro, en una decía
antes,
en la otra
ahora.
Los escasos hombres, pulcros y presurosos, que haciendo girar la cadena de sus llaveros metálicos, entraron o salieron del buque en todo ese tiempo, ni siquiera la miraron demasiado. “Me sentía tan humillada y tan fuera de foco, Poetita, por la cresta, como tú no te imaginas”, dijo. El Poeta Mesana le comentó que él había estado alguna vez por allí, y que también le había parecido un lugar más bien abúlico, casi apanteonado. “Y a propósito —dijo, sentándose a la orilla de la cama—, ya debemos prepararnos para asistir al velorio”.

Mientras, apoyada en la mesa redonda, la Dos Punto Cuatro lo contemplaba vestirse, le preguntó si él creía que hubieran encontrado al Astronauta. El Poeta Mesana le contestó que la cuadrilla de buscadores ya tendría que haber vuelto con él agarrado de las verijas. Que no se preocupara. Y mientras se afanaba en acomodar sus calcetines de tal manera que no se le fuera a asomar el crónico agujero del talón, le dijo que a esas hora el viejo tañado estaría en el patio mirando la luna o, muerto de hambre, se hallaría en su camarote preparándose uno de sus exquisitos guisos de restos de verduras. “Ya vas a ver”, le dijo, mirando consternadamente el rebelde agujero del calcetín asomado sobre el contrafuerte del zapato izquierdo.

16

L
o mismo que en ese tiempo ocurría en el campamento, ocurría dentro de los buques. Las cabronas palomas terminaron también por vaciarlos y afantasmarlos hasta dejarlos convertidos en una especie de silenciosos y semiabandonados presidios abiertos (si ya ni vigilantes había, paisitas).

Después de que estos pequeños camarotes, ahora semiderruidos, llegaron en alguna época a albergar hasta a ocho viejos entre sus paredes, después de que estos anchos patios bullían de un solteraje variopinto que los colmaba a todas horas, de día y de noche: ovallinos lavando y colgando su ropa de parada, talquinos afeitándose desnudos en los lavandines, santiaguinos cantando canciones de doble sentido bajo las duchas, porteños amontonados clandestinamente en un rincón jugándose a las chapitas todo el miserable sueldo del mes, copiapinos llegando de la mina entierrados de pies a cabeza, temucanos saliendo a pasear a la calle de las concesiones embrillantinados y lustrados hasta el destello, chilotes de mirada torva llegando de los ranchos borrachos como tencas, cucarras curicanos bramando como toros y bochincheando de lo lindo en esas míticas colas que se formaban a las puertas de los camarotes de las niñas, niñas en camisones transparentes gritándose alegremente puerta por medio y toreando a medio mundo con sus tontas piernas rosaditas, todo eso condimentado con alegres corridos mexicanos saliendo desde todas las ventanas abiertas, y después de haber visto todo aquello en los buques daba no sé qué verlos en los tiempos finales. Los últimos viejos que íbamos quedando albergados en ellos andábamos como bola huacha y al garete por estos ventosos patios resecos. Y para qué les voy a decir de las dos o tres putitas viejas que se quedaron viviendo aquí hasta el final: sentadas a las puertas de los pocos camarotes habitados, se morían perezosamente de hastío y soledad sin remedio, lo mismo que esas tristes gatas amarillentas que se echaban a dormitar al sol con los ojos legañosos y el pelaje lleno de polvo.

Y es que las palomas, paisitas, para que lo vayan sabiendo de una vez por todas, fue lo más perverso que nos pudo pasar a los habitantes de la Oficina. La maldición de estas siniestras aves de papel de oficio no sólo afectó a los trabajadores, sino que fue tremendamente nefasto para la familia pampina toda. Les voy a decir que de la noche a la mañana
palomear se
transformó en el verbo más temido entre la gente de la Oficina.

Anteriormente, como ya les dije, en la pampa antigua había sido el verbo
azulear
el que dejaba sin pega a los pampinos. Pero con el azul no había mayor problema. Cuando a uno lo azuleaban, uno sabía perfectamente el motivo, la razón y la circunstancia por el cual se había hecho acreedor al famoso sobrecito azul. No les voy a salir ahora con que por esos tiempos no se cometieron injusticias. Se cometieron, sí, señor, y muchas. Pero a uno no se le daba tanto. Había oficinas de sobra adonde irse a trabajar. En ese entonces, por cualquier motivo, ya sea de trabajo o de amoríos clandestinos, uno se cargaba la pallasa al espinazo y con un pan y una botella de agua forrada en un trozo de saco gangocho, atravesaba caminando la pampa rumbo a cualquiera de las tantas chimeneas que se veían humear a lo lejos.

Además, comúnmente, para qué vamos a andar con cosas, cuando se recibía el sobre azul, era lisa y llanamente porque se había caído en sanción; porque uno mismo le había buscado el cuesco a la breva, había arrastrado el poncho o se había botado a pucho. Lo más corriente entonces era que a los paisas, aquellos con buen declive etílico, se les calentara el hocico en el copeo de un fin de semana y, desde el mismo mostrador del rancho o desde una mesa de la cantina, tirados completamente a la bartola, mandaran el trabajo a la punta del cerro y se quedaran diez o quince días corridos tomándole el viento a las botellas y tallándole a cuanta escoba con faldas se le pusiera en la mira. O solía también suceder que algún huaso parado en la hilacha, de esos que no aguantaban pelos en el lomo, un lunes temprano, con la mona todavía bailoteándole depravada en los ojos, se le fuera en collera a alguno de esos jefes hijos de puta que nunca faltaron en las salitreras —más bien sobraron—, y después de darle su buena frisca, se sacudieran las manos, se calaran el sombrero y ellos mismos se apersonaran al escritorio a retirar el sobredio azul. Así de simple.

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