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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

La prueba (9 page)

BOOK: La prueba
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»Aquella noche de verano yo estaba sola en nuestro apartamento, el que teníamos Thomas y yo. Estaba sola desde hacía muchos meses. Desde que encarcelaron a Thomas, nadie quería ni podía ni se atrevía a visitarme. Ya estaba acostumbrada a estar sola, no tenía nada de especial que estuviera sola. No dormía, pero eso tampoco era especial. Lo especial era que aquella noche no lloraba. La víspera, por la noche, la radio había anunciado la ejecución de varias personas por alta traición. Entre esos nombres oí claramente el de Thomas. A las tres de la mañana, hora de las ejecuciones, miré el reloj de péndulo. Lo miré hasta las siete y después me fui a trabajar, a una gran biblioteca de la capital. Me senté en mi mesa, yo estaba a cargo de la sala de lectura. Mis colegas, uno tras otro, se acercaban, y yo les oía murmurar: "¡Ha venido!" "¿Habéis visto su pelo?". Salí de la biblioteca y fui andando por las calles hasta que se hizo de noche, me perdí, no sabía muy bien en qué barrio de la ciudad me encontraba, y sin embargo, conocía muy bien aquella ciudad. Volví en taxi. A las tres de la mañana, miré por la ventana y los vi a «ellos»: estaban colgando a Thomas en la fachada del edificio de enfrente. Chillé. Vinieron unos vecinos. Una ambulancia me llevó al hospital. Y ahora «ellos» dicen que sólo ha sido un error. El asesinato de Thomas, mi enfermedad, los meses de hospital, mis cabellos blancos, no eran más que un error. Entonces que me devuelvan a Thomas vivo, sonriente. Al Thomas que me cogía entre sus brazos, que me acariciaba el pelo, que cogía mi cara con sus manos calientes, que me besaba los ojos, las orejas, la boca.

Lucas coge a Clara por los hombros y la vuelve hacia él.

—¿Cuándo dejarás de hablarme de Thomas?

—Nunca. Nunca dejaré de hablar de Thomas. ¿Y tú? ¿Cuándo empezarás a hablarme de Yasmine?

Lucas dice:

—No hay nada que decir. Sobre todo ahora que ya no está.

Clara golpea y araña el rostro, el cuello, los hombros de Lucas. Grita:

—¿Que ya no está? ¿Dónde está? ¿Qué has hecho con ella?

Lucas arrastra a Clara hacia la cama y se acuesta encima de ella:

—Cálmate. Yasmine se ha ido a la gran ciudad. Eso es todo.

Clara aprieta a Lucas entre sus brazos:

—«Ellos» quieren separarme de ti como me separaron de Thomas. «Ellos» quieren meterte en la cárcel y ahorcarte.

—No, no, todo eso ha terminado. Olvida a Thomas, la prisión y la horca.

Al amanecer, Lucas se levanta:

—Tengo que volver. El niño se despierta temprano.

—¿Yasmine ha dejado aquí a su niño?

—Es un niño inválido. ¿Qué habría hecho con él en la gran ciudad?

Clara repite:

—Pero, ¿cómo ha podido dejártelo?

Lucas dice:

—Quería llevárselo, pero yo se lo he prohibido.

—¿Prohibido? ¿Con qué derecho? Es su hijo. Le pertenece.

Clara mira a Lucas, que se viste. Le dice:

—Yasmine se ha ido porque tú no la amabas.

—La ayudé cuando tenía problemas. No le prometí nada.

—A mí tampoco me has prometido nada.

Lucas vuelve para preparar el desayuno de Mathias.

Lucas entra en la librería y Victor le pregunta:

—¿Necesitas papel o lápices, Lucas?

—No. Querría hablar contigo. Peter me ha dicho que quieres vender tu casa.

Victor suspira.

—En nuestra época, nadie posee el dinero suficiente para comprar una casa con una tienda.

Lucas dice:

—A mí me gustaría comprártela.

—¿Tú, Lucas? ¿Y con qué dinero, jovencito?

—Vendiendo la casa de la abuela. El ejército me ofrece un buen precio.

—Me temo que eso no baste, Lucas.

—Hay una gran superficie de terreno que también me pertenece. Y otras cosas más. Cosas de gran valor que heredé de mi abuela.

Victor dice:

—Ven a verme esta noche al piso. Dejaré abierta la puerta de entrada.

Por la noche, Lucas sube la pequeña escalera oscura que lleva al piso que hay encima de la librería. Llama a una puerta bajo la cual se filtra un poco de luz.

Victor grita:

—¡Entra, Lucas!

Lucas entra en una habitación donde, a pesar de que la ventana está abierta, flota la pesada nube de numerosos cigarros. El techo está manchado por una grasa marrón, las cortinas de tul amarillean. La habitación está llena de muebles viejos, divanes, sofás, mesas pequeñas, lámparas, adornos. Las paredes están cubiertas de cuadros y grabados, y el suelo de alfombras gastadas y superpuestas.

Victor está sentado junto a la ventana, delante de una mesa cubierta por un mantel de peluche rojo. Encima de la mesa, cajas de cigarros y cigarrillos, ceniceros de todo tipo repletos de colillas, junto a vasos y una jarra medio vacía llena de un líquido amarillento.

—Acércate, Lucas. Siéntate y toma algo.

Lucas se sienta, Victor le sirve un poco de bebida, se acaba su propio vaso y lo vuelve a llenar:

—Me gustaría ofrecerte un aguardiente de mejor calidad, por ejemplo el que me ofreció mi hermana en su visita, pero, desgraciadamente, ya no queda. Mi hermana vino a verme en el mes de julio, hacía mucho calor, ya te acordarás. No me gusta el calor, ni me gusta el verano. Un verano lluvioso y fresco sí, pero la canícula me pone enfermo, realmente.

»A su llegada, mi hermana había traído un litro de aguardiente de albaricoque que bebemos normalmente en casa, en el campo. Mi hermana pensaba, sin duda, que esa botella me duraría todo el año, o al menos hasta Navidad. La verdad es que la primera noche ya me bebí la mitad de la botella. Como me daba vergüenza, primero escondí la botella y luego fui a comprar otra botella de aguardiente de calidad mediocre (no se encuentra otro en el comercio) con la cual rellené la botella de mi hermana, que coloqué en un lugar bien visible, allí, encima del aparador que tienes enfrente.

»Así, bebiendo todas las tardes a escondidas un aguardiente de albaricoque de mala calidad, tranquilizaba a mi hermana, exhibiendo su botella cuyo nivel no disminuía casi. Una o dos veces, para que la cosa resultase más natural, me ponía un vasito de aquel aguardiente que fingía apreciar, mientras que su calidad ya estaba alterada.

»Esperaba con impaciencia a que se fuese mi hermana. Ella no me molestaba, al contrario. Me preparaba la cena, me zurcía los calcetines, me arreglaba la ropa, limpiaba la cocina y todo lo que estaba sucio. Por lo tanto me resultaba útil, y además charlábamos agradablemente después de cerrar la tienda y mientras tomábamos una buena cena. Ella dormía en la habitación pequeña que hay aquí al lado. Se acostaba temprano y se dormía enseguida. Yo tenía toda la noche para andar de un lado a otro de mi habitación, y también por la cocina y por el pasillo.

»Debes saber, Lucas, que mi hermana es la persona a la que más quiero en el mundo. Nuestro padre y nuestra madre murieron cuando éramos muy jóvenes, sobre todo yo, que no era más que un niño. Mi hermana tenía cinco años más que yo. Vivíamos en casa de unos parientes lejanos, tíos y tías, pero puedo asegurarte que fue mi hermana quien me educó realmente.

»Mi amor por ella no ha disminuido con el tiempo. Nunca sabrás la alegría que experimenté al verla bajar del tren. No la había visto desde hacía doce años. Primero fueron los años de la guerra, luego la pobreza, la zona fronteriza. Cuando, por ejemplo, ella había conseguido ahorrar un poco de dinero para el viaje, no podía obtener permiso para visitar la zona, y así sucesivamente. Yo, por mi parte, siempre he tenido poco dinero en efectivo, y no puedo cerrar la librería cuando quiero. Ella, por su parte, no puede dejar tampoco a sus clientas de golpe. Es costurera, y las mujeres, incluso en los años de pobreza, necesitan siempre una costurera. Sobre todo durante los años más pobres, cuando no pueden comprarse trajes nuevos. Las mujeres pedían a mi hermana que les hiciese unas reformas increíbles, durante los años pobres. Transformar el pantalón del marido difunto en una falda corta, sus camisas en blusas, y para la ropa de los niños, cualquier trozo de tela servía.

»Cuando mi hermana pudo por fin reunir el dinero necesario y los papeles y los permisos necesarios, me anunció su llegada por carta.

Victor se levanta, mira por la ventana.

—No son aún las diez, ¿verdad?

Lucas dice:

—No, todavía no.

Victor se vuelve a sentar, sirve más bebida, enciende un cigarro.

—Yo esperaba a mi hermana en la estación. Era la primera vez que esperaba a alguien en aquella estación. Estaba decidido a esperar la llegada de varios trenes, si era necesario. Mi hermana llegó por fin en el último. Había viajado todo el día. Desde luego, yo la reconocí de inmediato, pero, ¡qué distinta era de la imagen que yo conservaba en mis recuerdos! Se había vuelto más pequeña. Siempre había sido menuda, pero no hasta ese punto. Su rostro, poco agraciado, todo hay que decirlo, estaba ya surcado por centenares de minúsculas arrugas. En dos palabras: había envejecido. Naturalmente, no le dije nada y me guardé mis observaciones para mí, pero ella, por el contrario, se echó a llorar y dijo: "¡Ay, Victor! ¡Cómo has cambiado! Apenas te reconozco. Has engordado, has perdido el pelo y tienes un aspecto muy descuidado."

»Yo le cogí las maletas. Pesaban mucho porque iban cargadas de mermeladas, salchichones y aguardiente de albaricoque. Ella lo sacó todo en la cocina. Incluso me trajo judías verdes de su huerto. Enseguida probé el aguardiente. Mientras ella cocía las judías, yo me bebí casi un cuarto de la botella. Después de lavar los platos, ella vino a reunirse conmigo en mi habitación. Las ventanas estaban abiertas de par en par porque hacía mucho calor. Yo seguía bebiendo e iba sin cesar a la ventana, y fumaba cigarros. Mi hermana me hablaba de sus clientas difíciles, de su vida solitaria y difícil, y yo la escuchaba bebiendo aguardiente y fumando cigarros.

»La ventana de enfrente se iluminó a las diez. Apareció el hombre del pelo blanco. Mordisqueaba alguna cosa. Siempre come a esa hora. A las diez de la noche, se asoma a la ventana y come. Mi hermana seguía hablando. Yo le enseñé su habitación y le dije: "Debes de estar muy cansada. Has hecho un largo viaje. Descansa". Ella me besó en las dos mejillas, se fue a la habitación pequeña que está al lado, se acostó y supongo que se durmió. Yo seguí bebiendo y caminando por la casa y fumando cigarros. De vez en cuando miraba por la ventana y veía al hombre del pelo blanco apoyado en el alféizar de su ventana. Le oía preguntar a los escasos transeúntes: "¿Qué hora es? ¿Podría decirme la hora, por favor?" Alguien en la calle le respondió: "Son las once y veinte".

»Dormí muy mal. La presencia silenciosa de mi hermana en la otra habitación me alteraba. Por la mañana, era domingo, oí todavía al insomne que preguntaba la hora, y a alguien que le respondía: "son las siete menos cuarto". Más tarde, cuando me levanté, mi hermana ya trabajaba en la cocina, y la ventana de enfrente estaba cerrada.

»¿Qué te parece, Lucas? Mi hermana, a la que no había visto desde hacía doce años, viene a visitarme y yo espero con impaciencia a que se vaya a dormir para poder observar tranquilamente al insomne de enfrente, porque, en realidad, es la única persona que me interesa, aunque quiero a mi hermana por encima de todo.

»No dices nada, Lucas, pero sé lo que piensas. Piensas que estoy loco, y tienes razón. Estoy obsesionado por ese viejo que abre la ventana a las diez de la noche y la cierra a las siete de la mañana. Se pasa toda la noche en la ventana. Después no sé lo que hace. ¿Duerme quizá, o posee otra habitación o una cocina donde pasa los días? No lo veo nunca por la calle, ni tampoco durante el día, no lo conozco y nunca le he preguntado a nadie por él. Tú eres la primera persona a quien se lo cuento. ¿En qué pensará toda la noche, apoyado en el alféizar? ¿Cómo saberlo? Desde medianoche la calle está completamente vacía. Ni siquiera puede preguntar la hora a los transeúntes. Sólo puede hacerlo a partir de las seis o las siete de la mañana. ¿Necesita de verdad saber la hora que es, es posible que no posea ningún reloj, ni de pared ni de pulsera? En ese caso, ¿cómo hace para aparecer en su ventana a las diez de la noche, exactamente? Hay tantas preguntas que me hago sobre él...

»Una noche, después de irse mi hermana, el insomne se dirigió a mí. Yo estaba en mi ventana, observaba el cielo para descubrir las nubes de tormenta que nos anunciaban desde hacía varios días. El anciano me habló desde el otro lado de la calle. Me dijo: "Ya no se ven las estrellas. Se acerca la tormenta". Yo no le respondí. Miré a otro lugar, a la izquierda, a la derecha, hacia la calle. No quería relacionarme con él. Le ignoré.

»Me quedé sentado en un rincón de mi habitación donde él no podía verme. Me doy cuenta ahora de que si me quedo aquí, no haré nada más que beber y fumar y observar al insomne por la ventana, y también me volveré insomne.

Victor mira por la ventana y se deja caer en su sillón con un suspiro:

—Está ahí. Está ahí y nos observa. Espera la ocasión de iniciar una conversación conmigo. Pero no le dejaré hacer; por mucho que insista, no conseguirá tener la última palabra.

—Cálmate, Victor. A lo mejor sólo es un vigilante nocturno retirado que tiene la costumbre de dormir de día.

—¿Un vigilante nocturno? Quizá. Poco importa. Si me quedo aquí, me destruirá. Ya estoy medio loco. Mi hermana se dio cuenta. Antes de subir al tren, me dijo: "Tengo demasiados años para emprender una vez más este viaje tan largo y fatigoso. Deberíamos tomar una decisión, Victor; si no es así, me temo muchísimo que no volveremos a vernos". Yo le pregunté: "¿Qué tipo de decisión?". Y ella dijo: "No te van bien las cosas, ya me he dado cuenta. Estás todo el día sentado en la tienda y no entra ningún cliente. Por la noche caminas arriba y abajo por el piso, y por la mañana estás agotado. Bebes demasiado, te has bebido casi la mitad del aguardiente que te traje. Si continúas así, te volverás alcohólico".

»Me guardé mucho de decirle que durante su estancia me había bebido seis botellas más de aguardiente además de las botellas de vino que abríamos con cada comida. No le hablé tampoco del insomne, naturalmente. Ella continuó: "Tienes muy mala cara. Tienes ojeras, estás pálido y casi obeso. Comes demasiada carne, no te mueves lo suficiente, no sales nunca, llevas una vida malsana". Yo le dije: "No te preocupes por mí. Me encuentro muy bien". Encendí un cigarro. El tren tardaba en llegar. Mi hermana volvió la cara con asco. "Fumas demasiado. Fumas sin parar".

BOOK: La prueba
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