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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (4 page)

BOOK: La princesa de hielo
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Como persona, se retorcía de aversión ante la idea, pero, como escritora, no cabía en sí de júbilo.

E
l pincel dejaba grandes trazos rojos sobre el lienzo. Llevaba pintando desde el alba y ahora, por primera vez, se apartó unos pasos para contemplar su creación. Para un ojo profano, no eran más que amplios campos en rojo, naranja y amarillo distribuidos de forma irregular sobre el gran lienzo. Para él eran la humillación y la resignación recreadas en los colores de la pasión.

Siempre pintaba con los mismos tonos. El pasado gritaba y se burlaba de él desde el lienzo mientras él intentaba expresarse con creciente frenesí.

Después de transcurrida otra hora, consideró que se había ganado la primera cerveza de la mañana. Tomó la lata que tenía más a mano, sin prestar atención al hecho de que, la noche anterior, había echado en ella la ceniza, que se le quedó pegada a los labios; pero siguió bebiendo con avidez de la cerveza ya sin fuerza y arrojó al suelo la lata una vez que hubo apurado hasta la última gota.

La parte delantera de los calzoncillos estaba amarilla, no se sabía si manchada de pintura o de orina seca. Probablemente, una combinación de ambas cosas. El cabello le caía grasiento sobre los hombros y tenía el pecho blancuzco y hundido. Anders Nilsson era la viva imagen de un despojo, pero el cuadro que descansaba sobre el caballete denotaba un talento en marcado contraste con la decadencia del artista.

Se hundió en el suelo y se apoyó contra la pared que se alzaba frente a su obra. A su lado había una lata de cerveza sin empezar y experimentó una sensación de placer al oír el ruido refrescante que emitió al tirar de la anilla. Los colores le chillaban recordándole aquello que se había dedicado a intentar olvidar gran parte de su vida. ¿Por qué tenía que venir ella a destrozarlo todo ahora, precisamente? ¿Por qué no podía dejar las cosas como estaban? Aquella cerda puta egoísta que sólo pensaba en sí misma… Fría y malvada como una jodida princesa. Pero él sabía bien lo que ocultaba bajo aquella superficie. Los dos estaban fundidos en el mismo molde. Se habían formado y forjado a través de años de tortura común y ahora, de pronto, ella creía que podía cambiar el orden de las cosas sin consultar.

—¡Joder!

Lanzó un rugido y arrojó la lata, aún medio llena, contra el lienzo. Pero éste no se rompió, lo que lo indignó aun más, sino que se tambaleó un poco. Dejó la lata en el suelo mientras que el líquido chorreaba por la pintura y el rojo, el naranja y el amarillo empezaron a gotear y a mezclarse en nuevos tonos. Él observó el resultado con satisfacción.

Aún no se había recuperado de la resaca de la borrachera de la noche anterior y la cerveza empezó a hacerle efecto enseguida, pese al alto grado de tolerancia al alcohol desarrollado durante tantos años de duro entrenamiento. Muy despacio, se deslizó hacia las familiares nebulosas del aroma a antiguos vómitos en los orificios de la nariz.

E
lla tenía su propia llave del apartamento. En el vestíbulo, se limpió a conciencia los zapatos, pese a que sabía que no merecía la pena en absoluto. La calle estaba más limpia. Dejó las bolsas de comida en el suelo y colgó el abrigo en una percha. No tenía sentido llamarlo, pues lo más seguro era que él ya estuviese fuera de combate a aquellas alturas.

La cocina estaba a la izquierda del vestíbulo y presentaba el mismo desorden lamentable de siempre. Había platos sucios de varias semanas amontonados no sólo en el fregadero, sino en las sillas y en la mesa e incluso en el suelo. Colillas, latas de cerveza y botellas vacías por todas partes.

Abrió la puerta del frigorífico para colocar la comida: en aquella ocasión, clamaba al cielo, pues estaba completamente vacío. Una vez colocada la comida, volvió a estar lleno y ella se sentó un momento para recobrar fuerzas.

El apartamento era un pequeño estudio, por lo que sólo constaba de una gran habitación que incluía dormitorio y sala de estar. Los pocos muebles que lo poblaban se los había procurado ella misma, pero tampoco constituían una gran contribución, por lo que era el caballete el que dominaba enorme ante las ventanas del habitáculo. En un rincón se veía el colchón desportillado. Nunca pudo permitirse comprarle una cama de verdad.

Al principio intentó ayudarle a mantener limpia la casa y a sí mismo. Limpiaba, ordenaba, le lavaba la ropa y, casi con la misma frecuencia, incluso lo duchaba a él. En aquel entonces, ella aún confiaba en que todo cambiase. Que todo desapareciese por sí solo. Pero de eso hacía ya muchos años. En algún punto del camino, sintió que no podía más. Y ahora se conformaba con procurar que al menos tuviese algo que comer.

A menudo deseaba seguir teniendo la fuerza de antaño. El sentimiento de culpa se hacía demasiado pesado. Cuando se agachaba para limpiar sus vomitonas, sentía por un instante que estaba pagando parte de su culpa. Ahora seguía sintiéndose culpable, pero sin esperanza.

Se quedó observándolo arrumbado allí, en el rincón, contra la pared. Una ruina maloliente, pero con un talento insólito oculto bajo la inmunda superficie. En infinidad de ocasiones se preguntó cómo habrían ido las cosas si su elección hubiese sido otra aquel día. Cada día, durante veinticinco años, se preguntaba cómo habría sido la vida si se hubiese conducido de otro modo. Veinticinco años son muchos años para pensar.

A veces lo dejaba tumbado en el suelo cuando se marchaba. Pero hoy no. El frío entraba desde la calle y sentía el suelo helado bajo las medias, demasiado finas. De modo que le tomó el brazo, que colgaba fláccido e inerte junto a su cuerpo, y empezó a tirar, pero él no reaccionó. Entonces lo arrastró hasta el colchón tirando de las dos muñecas. Intentó darle la vuelta para subirlo y, al tocar la flaccidez de su vientre, se estremeció. Después de tironear un rato, logró subir al colchón la mayor parte del cuerpo y, a falta de manta, fue a buscar su chaqueta, que estaba colgada en el vestíbulo, y lo cubrió con ella. Agotada por el esfuerzo y jadeante, se sentó a descansar un rato. De no ser por la fuerza de sus brazos, entrenados a lo largo de muchos años de trabajo como limpiadora, jamás habría logrado subirlo, y menos a su edad. La preocupaba pensar en qué sucedería el día que tampoco físicamente tuviese fuerzas para vérselas con él.

Le caía por el rostro un mechón de cabello grasiento que ella apartó cariñosa con el dedo índice. La vida no había resultado ser lo que ella esperaba, para ninguno de los dos, pero tenía el propósito de dedicar el resto de su existencia a preservar lo poco que quedaba.

La gente volvía la vista cuando se la cruzaban por la calle, pero no antes de que ella pudiese ver la expresión de compasión en sus rostros. Anders era muy conocido en el pueblo y miembro permanente de la asociación local de alcohólicos anónimos. A veces él se paseaba con paso inseguro por el centro, borracho y desnortado, gritando improperios a cuantos encontraba a su paso. A él le tocaba el odio, a ella las simpatías de todos. En realidad, debería ser al contrario. Ella era la digna de desprecio, mientras que Anders merecía las simpatías de la gente. La debilidad de ella le había dado forma a la vida de él. Pero había decidido dejar de ser débil para siempre.

Estuvo allí sentada durante varias horas, acariciándole la frente. De vez en cuando, él se movía en su inconsciencia, pero el roce de su mano lo calmaba. Al otro lado de la ventana, la vida continuaba como siempre; en cambio, en la habitación, el tiempo se había detenido.

E
l lunes amaneció con pocos grados sobre cero y grandes bancos de nubes. Erica siempre conducía con precaución y ahora aminoró la marcha un poco más aún, para asegurarse el margen de reacción en caso de derrapar. No se le daba muy bien conducir, pero prefería la soledad del coche a apretujarse con la gente en el bus E6-Expressen o en el tren.

Cuando giró a la derecha y ya en la autovía, el piso mejoró, por lo que se atrevió a acelerar un poco. Iba a verse con Henrik Wijkner a las doce, pero había salido temprano de Fjällbacka y tenía tiempo de sobra para el viaje hasta Gotemburgo.

Por primera vez desde que vio a Alex en el helado cuarto de baño, pensó en la conversación mantenida con Anna. Aún le costaba imaginar que Anna estuviese dispuesta a llevar a cabo la venta de la casa. Después de todo, había sido su hogar de la niñez y a sus padres les habría disgustado mucho la idea, si lo hubiesen sabido. Sin embargo, cuando Lucas intervenía, todo era posible y, puesto que conocía la falta de escrúpulos de su cuñado, el asunto la preocupaba. Lucas caía cada vez más bajo, pero aquello superaba cuanto había emprendido hasta entonces.

En fin, resolvió, no se preocuparía en serio por la casa hasta haberse informado de cuál era su situación desde el punto de vista puramente jurídico. Antes de haber hablado con el abogado, se negaba a dejarse abatir por la última invención de Lucas. Y ahora quería concentrarse en la conversación que no tardaría en mantener con el marido de Alex.

Henrik Wijkner le pareció agradable por teléfono y, cuando oyó su nombre, ya sabía cuál era el motivo de su llamada. Claro que podía visitarlo para hacer preguntas sobre Alexandra, puesto que el artículo panegírico parecía tan importante para sus padres.

Por más que le costase enfrentarse al dolor de una persona más, le resultaba emocionante pensar que iba a ver la casa de Alex. El encuentro con sus padres había sido desgarrador. Como escritora, prefería observar la realidad en la distancia. Estudiarla desde arriba, segura y con perspectiva. Al mismo tiempo, aquella visita le ofrecía la oportunidad de ver en qué clase de persona se había convertido Alex con los años.

Erica y Alex habían sido inseparables desde los primeros años de la escuela. Erica se sentía muy orgullosa de haber sido elegida por Alex, que atraía como un imán a cuantos se le acercaban. Todo el mundo quería estar con Alex que, por su parte, vivía inconsciente del alto grado de aceptación que inspiraba. Era reservada, pero de un modo que revelaba una seguridad en sí misma que, según Erica llegó a comprender en la edad adulta, debe de ser insólita en los niños. Y, al mismo tiempo, era abierta y generosa y, pese a ser reservada, no daba la impresión de ser tímida. Fue ella quien eligió a Erica como amiga. Erica nunca se habría atrevido a acercarse a Alex por sí misma. Fueron inseparables hasta los últimos años, hasta que Alex se marchó a la ciudad y desapareció para siempre de su vida. Alex empezó a aislarse y Erica se pasaba sola horas enteras, llorando por su amistad encerrada en su habitación. Y un día, cuando llamó a la puerta de la casa de Alex, nadie respondió. Veinticinco años después, Erica recordaba con todo detalle el dolor que sintió cuando comprendió que Alex se había marchado sin decirle una palabra y sin despedirse de ella. Seguía sin tener la menor idea de lo que había sucedido, pero, como suelen hacer los niños, se culpó a sí misma suponiendo que Alex se había cansado de ella.

A Erica le costó orientarse a través de Gotemburgo para dirigirse a Särö. Conocía bien la ciudad, puesto que había estudiado allí cuatro años, pero en aquella época no tenía coche y en ese sentido Gotemburgo no era para ella más que una nebulosa en el mapa. Si hubiese podido conducir por los carriles para bicicletas, le habría resultado mucho más fácil orientarse. Gotemburgo era la pesadilla del conductor inseguro con sus innumerables calles de una sola dirección, rotondas llenas de coches y el estresante timbre de los tranvías que se acercaban por todas partes. Además, a ella le daba la impresión de que todos los caminos conducían a Hisingen: si tomaba la salida equivocada, siempre acababa allí.

Las indicaciones que Henrik le había dado eran claras y encontró el camino a la primera, con lo que, en esta ocasión, consiguió mantenerse lejos de Hisingen.

La casa superaba todas sus expectativas. Una construcción enorme de finales del siglo anterior, en color blanco, con vistas al mar y un pequeño cenador que sugería la promesa de cálidas noches estivales. El jardín, oculto bajo una gruesa capa de nieve, estaba bien diseñado y, sólo por sus dimensiones, exigía los cuidados de un experto jardinero.

Atravesó un sendero de sauces y cruzó un alto enrejado hasta llegar a la explanada de gravilla que se extendía ante la casa.

La escalinata de piedra conducía hasta una robusta puerta de roble. No había timbre, sino una aldaba maciza que golpeó con decisión. La puerta se abrió de inmediato. Ya imaginaba que le abriría una doncella con cofia y delantal almidonado pero quien la recibió fue un hombre que supuso debía de ser Henrik Wijkner. Era terriblemente guapo y Erica se alegró de haberse esforzado algo más de lo habitual en arreglarse antes de salir de casa.

Entró en un vestíbulo enorme que, tras una rápida apreciación, debía de ser más grande que su apartamento de Estocolmo.

—Hola, soy Erica Falck.

—Hola, Henrik Wijkner. Si no recuerdo mal, nos conocimos el verano pasado en una cafetería de la plaza de Ingrid Bergman.

—Sí, es cierto, en el Café Bryggan. Parece que hace siglos desde el verano, sobre todo con el tiempo que tenemos ahora.

Henrik asintió educado mientras le ayudaba a quitarse el chaquetón y le indicaba con la mano el camino hacia el salón contiguo al vestíbulo. Con suma delicadeza, Erica se sentó en un sillón que, con su limitado conocimiento sobre antigüedades, sólo pudo calificar de muy antiguo y probablemente muy valioso, al tiempo que aceptó el café que le ofrecía Henrik. El joven empezó a servirlo y, mientras intercambiaban unas frases sobre el tiempo tan desapacible que tenían que sufrir, ella lo estudió a hurtadillas y constató que no parecía especialmente desolado, aunque sabía que eso no tenía por qué ser así. Cada uno tenía su modo de expresar el dolor.

Henrik vestía algo informal, aunque llevaba unos chinos perfectamente planchados y una camisa de Ralph Laurent de color azul claro. Tenía el cabello oscuro, casi negro y con un corte elegante sin llegar a parecer repeinado. Sus ojos castaños le daban un aspecto sureño. Ella prefería un tipo de hombre de físico algo más salvaje y, aun así, no podía sustraerse a la atracción que ejercía aquel hombre, que parecía salido de una revista de moda. Henrik y Alex debían de hacer una pareja estupenda.

—¡Es una maravilla de casa!

—Gracias. Yo soy la cuarta generación de Wijkner que la habita. Mi bisabuelo la mandó construir a principios de siglo y, desde entonces, ha pertenecido a la familia. Si estas paredes hablasen…

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