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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

La pista del Lobo (2 page)

BOOK: La pista del Lobo
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–¿A Algar? ¿Y qué vamos a hacer nosotros allí? No conocemos a nadie, no nos queda nadie… Cuando me fui juré no volver jamás. No, no pienso ir…

La niña se quedó callada, confundida. Ella esperaba darle una alegría a su abuelo y parecía haber conseguido el efecto contrario. Miró a su madre angustiada, sin saber qué decir. Ésta abrazó a su hija y sin mirar hacia el abuelo le dijo:

–Pues nosotras sí que vamos. Piénsatelo bien porque aquí solo no te vas a quedar. Tendré que hablar con tu hermano para que venga a recogerte y llevarte con él a Toledo. O, si lo prefieres, a una residencia. Pero deja ya de poner dificultades porque esto se lo he prometido a la niña y yo suelo cumplir mis promesas.

–¿Y dónde vais a quedaros a vivir en ese pueblo? Allí no había nada, sólo una mísera posada, sin servicios ni nada…

–¿Tú qué sabes? Han pasado cincuenta años desde que te fuiste. He visto la web del pueblo en Internet y dice que tiene un hotel de tres estrellas y docenas de apartamentos de alquiler en una zona de ocio que cuenta con
camping
, un lago, deportes náuticos… ¿Creías que sin ti se hundía el pueblo? Pues no; la vida ha continuado allí como aquí, y ahora es un pueblo recomendado por las agencias de turismo.

«¡Un lago! Esta mujer no sabe lo que dice», pensó Miguel. «En Algar no había agua, era el sitio más seco de la provincia de Cádiz, en cumplimiento de la promesa de su fundador. El agua se traía desde el río en burros y mulas cargados de cántaros. Había gente dedicada exclusivamente a este trabajo y subían los cinco kilómetros de cuesta que separan el río Majaceite de Algar una y otra vez, vendiendo el agua de puerta en puerta.»

–Abuelo, ¿por qué no quieres venir? –dijo Rebeca.

–Es una historia larga, hija, te aburriría con ella.

–¡Pues quiero que me la cuentes! Tenemos tiempo de sobra: no nos vamos hasta dentro de una semana. ¿Tú te acuerdas todavía de Algar? Cuando te fuiste, mamá aún no había nacido…

–¿Que si me acuerdo? Hay cosas que jamás se olvidan. Si quieres oír la historia te la contaré; pero lo haré desde el principio, aunque te parezca monótona, porque cada cosa tiene su importancia. Te hablaré de las costumbres de mi familia y de lo que sucedió un día que hizo la vida allí insoportable.

–Pues venga, abuelo. Cuéntamelo todo.

–En este pueblecito tenían mis padres una casa, en la calle del Llano, con un patio lleno de macetas de geranios y un granado; sus paredes me dañaban la vista, tal era su blancura. Una noche de lluvia nos levantamos asustados al sentir un crujido y nos salimos de allí rápidamente con lo puesto. Debido al peso de las tejas, empapadas de agua, y al musgo que había crecido sobre ellas, se había roto una viga. El techo de la casa se hundió apenas hubimos salido a la calle. Diluviaba entonces. No teníamos dinero para arreglar la casa y la perdimos.

El dueño del cortijo de Guadalupe, donde trabajaba en esa época mi padre, nos cedió un ranchito en sus tierras, situado en la falda de un monte cercano al Molino de Santa Ana. Allí nos fuimos. Tenía yo entonces tres años de edad. La casa era de una sola planta, con techo de retamas y paredes de piedra. Sólo había dos habitaciones: un salón comedor y el dormitorio. Mis hermanos mayores trabajaban de pastores de cabras y de cochinos. Vivían con el ganado, aunque sólo contaban doce y quince años respectivamente. Cuando venían a casa dormían en el suelo, en un colchón de paja. Mi hermana Ana, de trece años de edad, trabajaba de niñera en el molino. En total, éramos seis hermanos: tres varones y tres mujeres, sin contar los dos que murieron al nacer. El Gobierno animaba y premiaba a las familias numerosas, poniéndolas como ejemplo que debíamos seguir, aunque la mayoría muriesen de hambre por no poder cubrir sus necesidades

–Abuelo, ¿y qué hacías allí para no aburrirte?

–¿Que qué hacía? Mira, te cuento cómo comenzaba yo un día cualquiera en aquella casa alejada del pueblo. Cuando amanecía y los gallos ya habían empezado a cantar fuera de la casa, me despertaba el olor a pan tostado y el humo de la leña. Yo me bajaba del catre y me acercaba a mi madre, que estaba sentada al lado de un anafe sobre la que hervía una cafetera llena de agua con unas cucharadas de malta molida.

Al verme, ella abría sus brazos y me abrazaba, me sentaba sobre sus piernas y, besándome, me preguntaba si tenía hambre y cuánto pan me iba a comer para hacerme grande pronto. Yo abría mis brazos, extendiéndolos del todo, y decía:

–Una rebanada así de grande.

–Y ella, aprovechándose de que yo tenía los brazos levantados, me hacía cosquillas, lo cual me obligaba a bajarlos enseguida. Luego me echaba en un jarrito de hierro esmaltado la malta; cortaba una rebanada de pan de la telera, la tostaba y le echaba aceite de oliva o manteca colorada de cerdo.Entonces yo, con la tostada en la mano, salía al porche de la casa y me dirigía hacia una especie de mirador desde donde podía ver toda la vega del molino. Allí me sentaba.

Para entonces, el sol ya alumbraba el rancho de la Teja, situado a unos trescientos metros más arriba de mi casa, subiendo la vereda que conducía hasta Algar. Enfrente de donde yo estaba acababa de salir el Sol, iluminando las crestas de la sierra de Ubrique y los peñascos de la entrada del valle del molino, por donde discurría suavemente el río Majaceite. Toda la ladera del monte, desde mi casa hasta el cortijo de Guadalupe, estaba sembrada de garbanzos, uno de los productos que más demandaban los españoles en aquellos años.

El valle formaba un llano de más de quinientos metros de ancho por unos cinco kilómetros de largo, comenzaba en los canchos de la Penitencia y llegaba a la carretera de Cortes, al sur, a los pies de la sierra de las Cabras. Allí el río tuerce hacia la derecha, y se dirige hacia el Tempul, donde empieza la cola del pantano de Guadalcacín. En medio del valle, destacando sobre la verde arboleda del río, estaba el Molino de Santa Ana.

Allí abajo, en algún lugar del valle estaba mi padre. Junto a otros jornaleros cuidaba de la gran manada de toros bravos que pacían en la vega. No podía distinguirlo entre los otros; los jornaleros vestían todos por igual: una gorra, la chaquetilla campera y unas lonas que se ponían encima del pantalón y que les cubría totalmente el mismo por la parte delantera; por detrás, el pantalón quedaba descubierto. De calzado llevaban unos botines con espuelas, herraduras y punteras de acero. También llevaban una honda, que ellos mismos fabricaban machacando las hojas de las pitas, que abundaban por aquellas tierras.

A veces aparecía muerto algún animal. Yo lo sabía porque por el cielo volaban en círculos los buitres leonados, que nosotros llamábamos «pajarracos». Una res muerta atraía irremediablemente a esas aves. Cuando mi padre las veía dar vueltas, volando muy bajo, corría hasta el lugar para ver lo que sucedía. Cuando llegaba, la mayoría de las veces, ya estaba allí el caporal o el mismo amo del cortijo, con su caballo negro.

Un día lograron salvar a un becerrillo que no terminaba de nacer, pues su madre había muerto intentando parirlo. Terminaron de sacar al becerrito y se lo llevaron al cortijo para criarlo, arrimándoselo a otra vaca. A la vuelta, mi padre espantó a los buitres que estaban destrozando a la madre, le cortó unos trozos de carne y los trajo a casa. Aquel día comimos carne, cosa muy rara en nuestra dieta, a pesar de que teníamos algunas gallinas, pues a éstas las reservábamos para conseguir huevos. A veces, cuando reuníamos algunas docenas de ellos, los cambiábamos en el molino por otros alimentos: pan, aceite y azúcar, principalmente.

Un día me volví para la casa al escuchar llorar a mi hermana Isabel. Lloraba porque mamá nos enviaba hasta Algar para hacer las compras y pagar algunas deudas. Le dio la capacha, un par de «varillas» y un billete de veinticinco pesetas a mi hermana María, y le dijo lo que quería que le comprase. A mi otra hermana, Isabel, le dijo: «Llévate a tu hermanito y cuida de que no le pase nada.» Y los tres nos fuimos hacia el pueblo. Yo iba contento, pues ir a Algar me gustaba mucho porque podía ver las tiendas, la gente, la plaza del mercado, etc. La mayoría de los algareños no sabía leer, ni hacer cuentas. Por eso se usaban las «varillas». Éstas consistían en una vara de olivo bien recta y lisa, de unos treinta centímetros de larga. Se partía la vara por la mitad, en el sentido longitudinal, formando dos medias cañas. Cuando se compraba en las tiendas sin tener dinero para pagar, se usaban las varillas como comprobante de la deuda: se colocaban las dos mitades de la varilla juntas, y con una navaja se le hacían unas muescas; luego, una mitad se la quedaba el dueño de la tienda, y la otra mitad se la llevaba el cliente. Cada muesca significaba una cantidad de dinero, generalmente cinco pesetas. A la hora de pagar la deuda se juntaban las dos mitades en la tienda, se comprobaba que tenían las mismas marcas coincidentes, y se abonaba la cantidad resultante: un duro por cada marca. Las varillas pagadas se rompían al instante.

Entonces, según iba contando, nos fuimos los tres hermanos por la vereda que nos guiaba durante dos horas hasta el pueblo, a través de ranchos y cortijos. Desde lejos vimos la rueda grande de una noria: ¡Había feria en Algar!

Estaba instalada a la entrada del pueblo, junto a la cochera de Los Amarillos y la plaza de toros; había mucha gente paseando por medio de las casetas. Nosotros fuimos primero a comprar los encargos y a pagar las deudas de las varillas; luego volvimos a la feria, y sin pensarlo dos veces nos subimos a la noria con la capacha de la compra bien agarrada. Yo no quería subir, pues me daba miedo. Tampoco quería quedarme abajo, solo entre tanta gente. Finalmente subí a la canastilla llorando. A las dos o tres vueltas empecé a devolver; mi hermana Isabel comenzó a llorar, y mi hermana María, sujetando el capazo en alto para que yo no vomitase encima de la compra, daba gritos para que parasen las máquinas. Finalmente, la noria se detuvo y pudimos bajarnos. Lo peor era volver otros cinco kilómetros, manchados por los vómitos, y decirle a mamá que nos habíamos gastado dinero de la comida en la noria. Acordamos decirle que se nos había perdido en el camino, lo cual no sería suficiente excusa para librarnos de una paliza al llegar a casa. Estábamos ya a mitad de camino cuando vimos llegar de frente a la Guardia Civil. Venían andando y llevaban sujetos por la brida cada uno a su caballo. Nos echamos a un lado para darles paso y ellos no nos dijeron ni una palabra al pasar. Sobre los caballos, atravesados en la montura y cubiertos con una manta, llevaban los cadáveres de unos hombres. Sus manos colgaban y sobresalían de la manta, goteando sangre. Eran maquis…

–Espera, espera, abuelo, ¿qué son los maquis?

–Los maquis eran personas que habían huido a las montañas, porque si las cogían las mataban.

–¿Sí? ¿Y por qué, abuelo?

–En Algar, como en otros muchos pueblos, no hubo guerra: el frente estaba en otro sitio, lejos de allí. Lo que sí hubo fue revancha, saqueos y ejecuciones.

Al pueblo llegaban camiones llenos de falangistas de Jerez y de Arcos, que se dirigían al Ayuntamiento y al cuartel de la Guardia Civil para solicitar informes sobre la gente de allí. Todo aquel que hubiera pertenecido a algún partido político o sindicato de izquierdas era apuntado en una lista. Luego, por la noche, iban a buscarlos a sus casas, sacándolos de sus camas, y se los llevaban. A sus mujeres les cortaban el pelo al rape.

Algunos hombres de Algar lograron huir al monte con la esperanza de unirse a otros que estuvieran en la misma situación y luchar con ellos por la República. Varios de ellos consiguieron llegar a los frentes de batalla, situados en Sierra Morena, Valencia, Madrid, Teruel, etc. Otros se vieron aislados por las fuerzas del Ejército de Franco y tuvieron que quedarse en las montañas. Desde ellas organizaban ataques y emboscadas a los soldados.

Pero el problema vino cuando acabó la guerra: sin tener a donde ir y sin poder volver a sus hogares, donde los esperaban para ejecutarlos por rebeldes y traidores, sobrevivían a duras penas escondidos en los montes. El Ejército y la Guardia Civil, liberados ya de la guerra, empleaban su tiempo y energías en buscar a los guerrilleros que estaban escondidos. Hacían correr el rumor de que eran ladrones y asesinos, falseando la realidad: los guerrilleros eran defensores de un gobierno legítimamente elegido en las urnas.

El cortijo de Guadalupe, como tantos otros cortijos, estaba vigilado día y noche por la Guardia Civil; tenía una garita en la entrada, que le daba el aspecto de un cuartel. Allí había siempre una pareja de guardias que comían y vivían en el cortijo, relevándose cada día. Otra pareja hacía la ronda por el molino: había un grupo de «rojos» paseándose por la sierra de Cádiz, desde Jimena hasta Olvera, pasando por Ubrique y Algar.

Capítulo 3

H
abían terminado de comer y Lucía estaba colocando la vajilla en el lavaplatos. Miguel se había colocado frente al televisor para oír las noticias y dar una cabezadita cuando su nieta le preguntó:

–Abuelo, ¿tú llegaste a ver a los maquis?

–Sí, cariño. Una vez estuvieron en nuestra casa. Lo recuerdo como si lo estuviese viendo. Era medianoche y estaba lloviendo a mares, una de esas fuertes tormentas de verano que llegan con gran estruendo de truenos y relámpagos. En la casa había goteras en el techo y mi madre había puesto palanganas y ollas en los sitios donde caía el agua para aprovecharla para beber y para evitar que se formasen charcos en el suelo de la casa. Yo estaba aterrorizado por los truenos, recordaba otra tormenta en la que un rayo había partido en dos un árbol centenario, muy cerquita de la casa.

De pronto sonaron unos golpes en la puerta. Mi padre encendió el quinqué y cogió el hacha, y nos indicó con el dedo en la boca que estuviésemos callados. Al cabo de unos instantes volvieron a sonar los golpes y mi padre preguntó, con voz algo insegura, nerviosa:

–¿Quién anda ahí?

–Abra, somos gente de paz –respondió una voz desconocida.

Después de dudar un momento mi padre abrió la puerta y entraron tres hombres, que la cerraron tras ellos. Eran desconocidos e iban cubiertos con unos capotes negros, como los de los guardias, pero no llevaban el uniforme. También llevaban armas. Dos de ellos tenían el pelo canoso y escaso en la parte de arriba, en el lugar que cubría la gorra; el otro era más joven, alrededor de treinta años. Éste venía temblando, parecía que estaba enfermo.

Uno de ellos le pidió a mi madre una toalla o un trapo para secarlo; el otro ayudó al joven enfermo a sentarse en una silla, cerca del anafe. Luego puso leña y encendió el fuego.

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