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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (48 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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No había respuesta posible y se quedaron esperando, tensos e inquietos, con las armas preparadas, mientras oían que a su alrededor la
MacArthur
volvía a la vida. Sus nuevos amos se aproximaban.

—No me iré sin los guardiamarinas —decía Rod al almirante.

—¿Esta usted seguro de que no pueden llegar a la cámara neumática de babor? —preguntó Kutuzov.

—Tardarían más de diez minutos, almirante. Los Marrones controlan esa parte de la nave. Tendrían que abrirse camino luchando.

—¿Qué sugiere entonces?

—Déjeles utilizar los botes salvavidas, señor —contestó Rod.

Había botes salvavidas en varias partes de la nave, y una docena de ellos estaban situados a menos de veinte metros del compartimiento del generador del Campo. Eran esencialmente motores de combustible sólido con cabinas hinchables, proyectados para permitir a un refugiado sobrevivir unas cuantas horas en el caso de que la nave sufriese daños imposibles de reparar... o estuviese a punto de explotar. Ambas cosas podían aplicarse a la situación de la
MacArthur.


Las miniaturas deben de haber instalado instrumentos de registro y transmisiones en los botes salvavidas —dijo Kutuzov—. Un medio de proporcionar a los pajeños grandes todos los secretos de la
MacArthur. —Habló
con algún otro—. ¿Cree usted posible eso, capellán?

Blaine oyó hablar al fondo al capellán Hardy.

—No, señor. Las miniaturas son animales. Siempre me lo han parecido. Y eso dicen los pajeños adultos. Y todas las pruebas justifican la hipótesis. Sólo serían capaces de eso si los dirigiesen adecuadamente... Y, almirante, si hubiesen estado
tan
ansiosos por comunicarse con los pajeños, puede usted estar seguro de que ya lo habrían hecho.


Da —
murmuró Kutuzov—. No merece la pena sacrificar a esos oficiales por nada. Capitán Blaine, deles orden de que utilicen los botes salvavidas. Pero adviértales que no debe salir con ellos ninguna miniatura. En cuanto salgan, vendrá usted inmediatamente a bordo de la
Lenin.


Entendido, señor —Rod suspiró aliviado y conectó el intercomunicador con la línea del compartimiento del generador.

—Staley, el almirante dice que pueden utilizar ustedes los botes salvavidas. Procuren que no haya en ellos miniaturas, les registrarán a ustedes antes de que suban a bordo de uno de los botes de la
Lenin.
Conecten los detonadores de los torpedos y salgan de ahí. ¿Entendido?

—De acuerdo, señor. —Staley se volvió a los otros guardiamarinas—. Los botes salvavidas —gritó—. Rápido...

Alrededor de ellos parpadeó una luz verde.

—¡Bajen los visores! —gritó Whitbread.

Se lanzaron detrás de los torpedos mientras el rayo escudriñaba el compartimiento. Abrió agujeros en los mamparos; luego atravesó las paredes del compartimiento, y por último el propio casco. Salió silbando el aire y el rayo dejó de moverse, pero permaneció fijo allí, arrojando energía a través del casco contra el Campo que se extendía más allá.

Staley alzó su visor solar. Estaba oscurecido con depósitos metálicos de plata. Siguió cuidadosamente el rayo para localizar su origen.

Era una gran arma manual de láser. Para manejarla debían de hacer falta doce miniaturas por lo menos. Algunas de ellas, muertas y secas, colgaban de las abrazaderas manuales dobles.

—Vamonos —ordenó Staley. Insertó una llave en el cierre del panel del torpedo. Potter hizo lo mismo a su lado. Giraron las llaves... les quedaban diez minutos para escapar. Staley comunicó por el intercom:

—Misión cumplida, señor.

Cruzaron la puerta abierta del compartimiento y pasaron al pasillo posterior principal dirigiéndose a popa, impulsándose en las agarraderas de las paredes. Las carreras con gravedad nula eran un juego muy popular, aunque un tanto ilegal, entre los guardiamarinas, y en aquel momento se alegraron de la práctica que habían adquirido. Tras ellos, el cronómetro continuaría su tic-tac...

—Debe de ser aquí —dijo Staley.

Lanzó un rayo contra la puerta, luego abrió un hueco del tamaño de un hombre en el casco exterior. Silbó el aire... las miniaturas les habían encerrado de nuevo en la hedionda atmósfera de Paja Uno, pese a haber llegado después. Colgaban en el vacío agujas de hielo.

Potter localizó los controles de hinchado del bote salvavidas y rompió el cristal que lo cubría con la culata de la pistola. Se apartaron esperando que se hincharan los botes salvavidas. Pero en vez de hincharse se alzó el suelo. Detrás de la cubierta se almacenaba una hilera de conos, de dos metros de diámetro de base cada uno y de unos ocho metros de longitud.

—El Marrón asesino ataca de nuevo —dijo Whitbread.

Los conos eran todos idénticos y parecían recién fabricados. Las miniaturas parecían haber trabajado durante semanas bajo la cubierta, destrozando los botes salvavidas y el resto del equipo para reemplazarlos por... aquellas cosas. Todos los conos tenían una silla de choque retorcida en el extremo mayor y una especie de cohete en la punta.

—Examina esos chimes, Potter —dijo Staley—. Comprueba si hay algún Marrón oculto en ellas.

No parecía haberlos. Salvo el casco cónico, que era sólido, todo lo demás era estructura abierta. Potter estuvo tanteando y mirando mientras sus amigos hacían guardia.

Buscaban una abertura en el cono cuando captó un movimiento con el rabillo del ojo. Cogió una granada de su cinturón y se volvió. Un traje espacial flotaba... junto a la pared del pasillo. Sostenía un pesado láser con ambas manos.

El nerviosismo de Staley se reveló en su voz.

—¡Eh! ¡Identifíquese!

El otro alzó el arma. Potter lanzó una granada.

La explosión se vio taladrada por una intensa luz verde que iluminó espectralmente el pasillo y atravesó uno de los botes salvavidas cónicos.

—¿Era un hombre? —gritó Potter— ¿Qué era? ¡Los brazos se doblaban al revés! Las piernas se proyectaban hacia adelante... ¿Qué era?

—Un enemigo —dijo Staley—. Creo que lo mejor será que salgamos de aquí. Que subamos a bordo de los botes mientras podamos.

Y se subió en el extraño asiento de uno de los conos intactos. Los otros eligieron inmediatamente un asiento cada uno.

Horst descubrió un tablero de control sobre una barra y lo hizo girar hasta situarlo frente a él. No había indicadores por ninguna parte. Inteligentes o no, parecía que todos los pajeños pudiesen descubrir el funcionamiento de una máquina sólo con mirarla.

—Probaré con el botón cuadrado grande —dijo Staley con firmeza. Su voz parecía extrañamente hueca a través de la radio del traje. Pulsó el botón.

Una sección del casco se desprendió bajo él. El cono se balanceó como una honda. Los cohetes llamearon un instante. Frío y negror... y luego salió del Campo.

Salieron del Mar Negro otros dos conos. Horst dirigió frenéticamente la radio de su traje hacia la acechante masa negra de la
Lenin
situada a no más de un kilómetro de distancia.

—¡Aquí el guardiamarina Staley! Los botes salvavidas han sido modificados. Somos tres, y estamos solos a bordo de ellos...

Un cuarto cono brotó de la negrura. Staley se volvió en su asiento. Parecía un hombre...

Tres armas manuales dispararon simultáneamente. El cuarto cono relampagueó y se fundió, pero ellos siguieron disparando largo rato.

—Uno de los... —Staley no sabía qué informar. Su circuito quizá no fuese seguro.

—Le tenemos a usted en las pantallas, guardiamarina —dijo una voz de fuerte acento—. Apártense de la
MacArthur y
esperen a que los recojan. ¿Han completado su misión?

—Sí, señor —Staley miró su reloj—. Faltan cuatro minutos, señor.

—Entonces dense prisa —ordenó la voz.

Pero ¿cómo? se preguntaba Staley. Los controles no tenían ninguna función obvia. Mientras buscaba frenéticamente, se encendió su cohete. Pero... él no había tocado nada.

—Mi cohete funciona de nuevo —dijo la voz de Whitbread. Parecía tranquilo... mucho más tranquilo de lo que estaba Staley.

—También el mío —añadió Potter—. A caballo regalado no le mires el diente. Estamos separándonos de la nave.

El rumor continuaba. Aceleraban todos casi a gravedad normal, con Paja Uno en un inmenso y creciente verde a un lado. Al otro, el negro profundo del Saco de Carbón, y el negro aún más intenso de la
Lenin.
Los botes aceleraron durante largo rato.

32 • La Lenin

El joven guardiamarina ruso tenía un aire orgulloso. Su armadura de combate estaba inmaculada y todo su equipo se ajustaba exactamente al Libro.

—El almirante les ordena que acudan al puente —dijo en un ánglico intachable.

Rod Blaine le siguió indiferente. Flotaron por la cámara neumática de la cubierta hangar número dos de la
Lenin
hasta una algarabía de saludos de los infantes de marina de Kutuzov. El recibimiento con todos los honores debidos a un capitán de visita no hizo más que aumentar su dolor. Rod había dado sus últimas órdenes, y había sido el último en abandonar su nave. Ahora era un observador, y probablemente fuese la última vez que le rindieran aquellos honores.

A bordo del crucero de guerra todo parecía demasiado grande, aunque él sabía que era sólo una ilusión. Los compartimentos y pasillos de las grandes naves estaban regularizados, con pocas excepciones, y muy bien podría encontrarse a bordo de la
MacArthur.
Los tripulantes de la
Lenin
ocupaban sus puestos de combate, y las puertas aislantes estaban cerradas y aseguradas. Había infantes de marina apostados en los controles de paso más importantes pero, aparte de eso, no vieron a nadie, y Rod se alegró de ello. No hubiese sido capaz de enfrentarse a ninguno de los miembros de su antigua tripulación. Ni a los pasajeros.

El puente de la
Lenin
era enorme. Estaba acondicionado como nave insignia, y además de las pantallas y de los puestos de mando de la propia nave, había una docena de literas para el Estado Mayor del almirante. Rod respondió maquinalmente al saludo del almirante y se hundió agradecido en el asiento. Ni siquiera preguntó dónde estaba el teniente Borman, lugarteniente de Kutuzov y jefe de su equipo. Estaba solo con el almirante en la estación de mando.

La
MacArthur
aparecía en media docena de las pantallas que había ante él. El último de los botes de la
Lenin
se alejaba de ella. Staley debe de haber cumplido su misión, pensó Rod. Sólo le quedan ya unos minutos de vida a la
MacArthur.
Cuando estalle estaré liquidado. Un capitán recién ascendido que pierde su nave en su primera misión... Ni siquiera la influencia del marqués podría borrar aquello. Sintió en su interior un odio ciego contra la Paja y todos sus habitantes.

—¡Maldita sea, deberíamos ser capaces de arrebatársela a ese puñado de... de condenados animales! —estalló.

Kutuzov le miró sorprendido. Sus pobladas cejas se fruncieron, luego se relajaron levemente.


Da.
Si eso es
todo
lo que son. Pero supongo que serán más que eso. En cualquier caso, es demasiado tarde.

—Lo sé, señor. Ya han activado los torpedos.

Dos bombas de hidrógeno. El generador del Campo se evaporaría en milésimas de segundo y la
MacArthur...
se estremeció al pensarlo. Cuando las pantallas relampagueasen, habría desaparecido. Alzó la vista bruscamente.

—¿Y mis guardiamarinas, almirante? Kutuzov lanzó un gruñido.

—Han desacelerado hasta una órbita más baja y se encuentran más allá del horizonte. Enviaré un bote a por ellos en cuanto termine todo.

Extraño, pensó Rod. Pero no podían venir directamente a la
Lenin
por órdenes del almirante, y los botes no les proporcionarían verdadera protección cuando estallase la
MacArthur.
Lo que habían hecho era una precaución innecesaria, pues los torpedos no liberarían una gran fracción de su energía de rayos X y neutrones, pero era comprensible la precaución.

Los cronómetros llegaron silenciosamente al cero. Kutuzov estuvo observando hoscamente otro minuto. Luego otro.

—Los torpedos no estallan —dijo acusadoramente.

—Es cierto, señor —Rod se sentía absolutamente hundido. Y ahora...

—Capitán Mijailov, prepare, por favor, la batería principal para disparar contra la
MacArthur. —
Kutuzov volvió su mirada sombría hacia Rod—. Me desagrada esto, capitán. Quizás no tanto como a usted, pero me desagrada. ¿Prefiere dar usted mismo la orden? Capitán Mijailov, ¿no le importa?

—No, almirante.

—Gracias, señor —Rod respiró profundamente; un hombre debe matar a su propio perro—. ¡Fuego!

Las batallas espaciales son una visión muy agradable. Las naves se aproximan como lisos huevos negros, sus impulsores radiando luz deslumbradora. Los centelleos de los negros flancos registran las explosiones de los torpedos que han escapado a la destrucción del penetrante color de los lásers secundarios. Las baterías principales vierten energía en los respectivos Campos, y líneas de verde y rubí reflejan polvo interplanetario.

Gradualmente, los Campos comienzan a brillar: rojo apagado, amarillo más claro, verde resplandeciente, a medida que se cargan de energía. Los huevos coloreados están ligados por hilos rojos y verdes de las baterías, y los colores cambian.

Tres líneas verdes ligaron a la
Lenin
y la
MacArthur.
No sucedió nada más. El crucero de batalla no se movió y no hizo ninguna tentativa de responder al fuego. Su Campo comenzó a adquirir un brillo rojo, que fue apagándose en amarillo donde los rayos convergían en mitad de las naves. Cuando se hiciese blanco se sobrecargaría y la energía almacenada sería liberada... hacia dentro y hacia fuera. Kutuzov observaba con creciente desconcierto.

—Capitán Mijailov. Por favor retrocedamos un poco. —Las arrugas de la frente del almirante se hicieron más profundas cuando el Impulsor de la
Lenin
la separó suavemente de la
MacArthur.

La
MacArthur
tenía una tonalidad verde con desvaídos puntos azules. La imagen retrocedía en las pantallas. Los puntos calientes se desvanecieron al desparramarse ligeramente los lásers. A mil kilómetros de distancia, la nave brillaba intensamente en los telescopios.

—Capitán, ¿estamos quietos respecto a la
MacArthur? —
preguntó Kutuzov.

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