Read La Muerte de Artemio Cruz Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (6 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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Sólo podía vengarse esa muerte —don Gamaliel le besó la frente y abrió la puerta de la recámara— abrazando a este hombre, abrazándolo pero negando la ternura que él quisiera encontrar en ella. Matándolo en vida, destilando la amargura hasta envenenarlo. Se miró al espejo, buscando en vano las nuevas facciones que el cambio debió imprimir en su rostro. y así se vengarían también ella y su padre del abandono de Gonzalo, de su idealismo idiota: entregando a la muchacha de veinte años ¿por qué le arrancaba lágrimas de compasión pensar en sí misma, en su juventud?— al hombre que acompañó a Gonzalo durante esas últimas horas que ella no podía recordar rechazando la compasión de sí misma, volcándola hacia el hermano muerto, sin un sollozo de furia, sin una contracción del rostro: si nadie le explicaba la verdad, ella se aferraría a lo que creía ser la verdad. Se quitó las medias negras. Al rozar las manos contra las piernas, cerró los ojos: no debía admitir más el recuerdo del pie tosco y fuerte que buscó el suyo durante la cena y le inundó el pecho de un sentimiento desconocido, indomable. Quizá su cuerpo no era obra de Dios
—se
hincó, apretó los dedos entrelazados contra las cejas— sino de otros cuerpos, pero su espíritu sí. No permitiría que ese cuerpo tomara un camino delicioso, espontáneo, anhelante de caricias, mientras su espíritu le dictaba otro. Levantó la sábana y se escurrió dentro de la cama con los ojos cerrados. Alargó la mano para apagar la lámpara. Colocó la almohada sobre el rostro. En eso no debía pensar. No, no, no debía pensar. No había nada más que decir. Decir el otro nombre, contarle eso a su padre. No. No. Era innecesario rebajar a su padre. El mes entrante, cuanto antes: que ese .hombre disfrutara del agio, de las tierras, del cuerpo de Catalina Bernal… qué más daba… Ramón… No, ese nombre no, ya no. Durmió.

—Usted mismo lo ha dicho, don Gamaliel-dijo el huésped cuando regresó, la mañana siguiente—. No se puede detener el curso de las cosas. Vamos entregándole esas tierras a los campesinos, que al fin son tierras de temporal y les rendirán muy poco. Vamos parcelándolas para que sólo puedan sembrar cultivos menores. Ya verá usted que en cuanto tengan que agradecernos eso, dejarán a las mujeres encargadas de las tierras malas y volverán a trabajar nuestras tierras fértiles. Mire no más: si hasta puede usted pasar por un héroe de la reforma agraria, sin que le cueste nada.

El anciano lo observó, divertido, con una sonrisa oculta por el vello grueso de la barba: —¿Ya habló usted con ella?

—Ya hablé…

Ella no pudo contenerse. La barbilla le tembló cuando él acercó la mano y trató de levantar el rostro de ojos cerrados. Tocaba por primera vez esa piel lisa, disuelta en crema, frutal. Y los acompañaba el olor penetrante de las plantas del patio, hierbas sofocadas de humedad, olor de tierra podrida. La quería. Supo, al tocarla, que la quería. Debía hacerle comprender que su amor era real, aunque las apariencias lo desmintieran. Podía amarla como amó otra vez, la primera vez: se sabía dueño de esa ternura probada. Volvió a tocar las mejillas calientes de la muchacha: su rigidez, al sentir esa mano desconocida sobre la piel, no bastó para dominar las lágrimas apretadas que se le salían entre los párpados.

—No, te quejarás; no tendrás razón para quejarte —murmuró el hombre, acercando el rostro a los labios que esquivaban el contacto—. Yo sé cómo quererte…

—Debemos agradecerle… que se haya fijado en nosotros —respondió ella con su voz más baja. .

Él abrió la mano para acariciar la cabellera de Catalina. —Lo entiendes, ¿verdad? Vas a vivir a mi lado; debes olvidar muchas cosas… Prometo respetar tus cosas… Tú debes prometerme que nunca más…

Ella levantó la mirada y angostó los ojos con un odio que nunca había sentido antes. La saliva se le secó en la boca. ¿Quién era este monstruo?; ¿quién era este hombre que todo lo sabía, que todo lo tomaba y que todo lo quebraba?

—Calla… —dijo la muchacha y se libró de la caricia.

—Ya hablé con él. Es un muchacho débil. No te quería de verdad. Se dejó espantar en seguida.

La muchacha se limpió con la mano las partes del rostro tocadas por él. —Sí, no es fuerte como tú… no es un animal como tú…

Quiso gritar cuando él la tomó del brazo, sonrió y apretó el puño: —El tal Ramoncito se va de Puebla. No lo volverás a ver nunca más…

La soltó. Ella caminó hacia las jaulas coloradas del patio: ese trino de los pajarillos. Una a una, mientras él la contemplaba sin moverse, fue abriendo las rejas pintadas. Un petirrojo se asomó y emprendió el vuelo. El cenzontle se resistía, acostumbrado a su agua y su alpiste. Ella lo posó sobre el dedo meñique, le besó un ala y lo lanzó al vuelo. Cerró los ojos cuando el Último pájaro voló y dejó que este hombre la tomara, la encaminara a la biblioteca donde don Gamaliel esperaba, otra vez sin prisa.

Yo siento que unas manos me toman de las axilas y me levantan para acomodarse mejor contra los almohadones suaves y el lino fresco es como un bálsamo para mi cuerpo ardiente y frío; siento esto, pero al abrir los ojos veo enfrente de mí ese periódico abierto que oculta el rostro del lector: pienso que
Vida Mexícana
está allí, estará todos los días, saldrá todos los días y no habrá poder humano que lo impida. Teresa —es la que lee el periódico— lo suelta con alarma. —¿Le pasa a usted algo? ¿Se siente mal? Tengo que calmarla con una mano y ella recoge el periódico. No; me siento contento, dueño de una burla gigantesca. Quizá. Quizá un golpe maestro sería dejar un testamento particular para que lo publique el periódico, en el que relate la verdad de mi proba empresa de libertad informativa… No; por andarme excitando, me regresa la punzada al vientre. Trato de alargar la mano hacia Teresa, pidiéndole alivio, pero mi hija se ha vuelto a perder en la lectura del diario. Antes, he visto el día apagarse detrás de los ventanales y he escuchado ese rumor piadoso de las cortinas. Ahora, en la penumbra de la recámara de techos empujados y closets de encino, no puedo distinguir muy bien el grupo más lejano. La recámara es muy grande, pero ella está allí. Debe estar sentada rígidamente, con el pañuelo de encaje entre las manos y la tez despintada y quizá no me escuche cuando murmuro:

—Esa mañana lo esperaba con alegría.

Cruzamos el río a caballo.

Sólo me escucha este extraño al que jamás he visto, con sus mejillas rasuradas y sus cejas negras, me pide un acto de contrición mientras yo pienso en el carpintero y la virgen y me ofrece las llaves del cielo.

—¿Qué diría usted… en un trance así….?

Lo he sorprendido. y Teresa lo tiene que estropear todo con sus gritos: —¡Déjelo, Padre, déjelo! ¡No ve que nada podemos hacer! Si es su voluntad condenarse, y morir como ha vivido, frío y burlándose de todo…

El sacerdote la aleja con un brazo y acerca sus labios a mi oreja: casi me besa. —No tienen por qué escucharnos.

Y yo logro gruñir: —Entonces tenga valor y córralas a todas las viejas.

Se pone de pie entre las voces indignadas de las mujeres y las toma del brazo y Padilla se acerca, pero ellas no quieren.

—No, licenciado, no podemos permitirlo.

—Es una costumbre de muchos años, señora.

—¿Usted se hace responsable?

—Don Artemio… Aquí le traigo lo grabado esta mañana…

Yo asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este Padilla.

—El enchufe está junto al buró.

—Gracias.

Sí, cómo no, es mi voz, mi voz de ayer —¿ayer, esta mañana? ya no distinguiré— y le pregunto a Pons, mi jefe de redacción —ah, chilla la cinta; ajústala bien, Padilla, escuché mi voz en reversa: chilla como una cacatúa—: allí estoy:

"-¿Cómo ves la cosa, Pons?

"—Fea, pero fácil de resolver, por el momento.

"—Ahora sí, echa para adelante el periódico, sin paliativos. Pégales duro. No te guardes nada.

"—Tú mandas, Artemio.

"—Menos mal que el público está bien preparado.

"—Son tantos años de estar insistiendo.

"—Quiero ver todos los editoriales y la primera plana… Búscame en mi casa, a la hora que sea.

"—Ya sabes, todo va por la misma línea. Se descara la conjura roja. Infiltración exótica ajena a las esencias de la Revolución Mexicana…

"-¡La buena de la Revolución Mexicana!

"_ .. .líderes manejados por agentes extranjeros. Tambroni viene muy duro, Blanco se avienta una buena columna identificando al líder con el Anticristo y las caricaturas están que arden… ¿Cómo te estás sintiendo?

"—. Ay, no tan bien. Achaques. Ya pasará.

¡Qué ganas de ser los de antes!, ¿eh? "

—Sí, qué ganas…

«—Dile a mister Corkery que pase.»

Yo toso desde la cinta magnética. Escucho los goznes de esa puerta que se abre, se cierra. Siento que nada se mueve en mi vientre, nada, nada, y los gases no salen, por más que pujo… Pero los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas.

—Abran la ventana.

—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo…

—Abran…

"—Are you worried, Mr. Cruz?

"—Bastante. Tome asiento y le explicaré.

¿Quiere tomar algo? Acérquese el carrito. Yo no me siento tan bien."

Yo escucho el movimiento de las ruedecillas, el choque de las botellas entre sí.

«—You look O.K.»

Yo escucho cómo cae el hielo dentro del vaso, la presión del agua de soda disparada desde el sifón.

"—Mire: le vaya explicar lo que se juega, por si no lo han entendido. Infórmele a la oficina central que si este dizque movimiento de depuración sindical triunfa, ya podemos cortarnos la coleta…

"-¿La coleta?

"—Sí, nos chingamos, en mexi. ..

" —¡Corten eso! —grita Teresa, se acerca a la grabadora—. ¿Qué clase de falta de respeto .. .?

Logro mover una mano, dibujar una mueca. Pierdo algunas palabras de la grabación.

"— .. .lo que se proponen estos líderes ferrocarrileros?

Alguien se suena la nariz nerviosamente.

¿Dónde?

"—… explíqueles a las compañías, no sea que vayan a creer ingenuamente que se trata de un movimiento democrático, me entiende, para librarse de dirigentes corrompidos. No.

«—I'm all ears, Mr.
Cruz.»

Sí, ha de ser el gringo el que estornuda. Ah-jaja.

—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.

—Abran.

Yo y no sólo yo, otros hombres, podríamos buscar en la brisa el perfume de otra tierra, el aroma arrancado por el aire a otros mediodías: huelo, huelo: lejos de mí, lejos de este sudor frío, lejos de estos gases inflamados: las obligué a abrir la ventana: puedo respirar lo que guste, entretenerme escogiendo los olores que el viento trae: sí bosques otoñales, sí hojas quemadas, ah, sí, ciruelos maduros, sí sí trópicos podridos, sí salinas duras, piñas abiertas con un tajo de machete, tabaco tendido a la sombra, humo de locomotoras, olas del mar abierto, pinos cubiertos de nieve, ah metal y guano, cuántos sabores trae y lleva ese movimiento eterno: no, no, no me dejarán vivir: se sientan de nuevo, se levantan y caminan y vuelven a sentarse juntas, como si fueran una sola sombra, como si no pudieran pensar o actuar por separado, se sientan de nuevo, al mismo tiempo, de espaldas a la ventana, para cerrarme el paso del aire, para sofocarme, para obligarme a cerrar los ojos y recordar cosas ya que no me dejan ver cosas, tocar cosas, oler cosas: maldita pareja, ¿cuánto tardarán en traer un cura, apresurar mi muerte, arrancarme confesiones? Allí sigue, de rodillas, con la cara lavada. Trato de darle la espalda. El dolor del costado me lo impide. Aaaay. Ya habrá terminado. Estaré absuelto. Quiero dormir. Allí viene la punzada. Allí viene. Aaah-ay. Y las mujeres. No, no éstas. Las mujeres. Las que aman. ¿Cómo? Sí. No. No sé. He olvidado el rostro. Por Dios, he olvidado ese rostro. No. No lo debo olvidar. Dónde está. Ay, si era tan lindo ese rostro, cómo lo vaya olvidar. Era mío, cómo lo vaya olvidar. Aaaahay. Te amé a ti, cómo te voy a olvidar. Fuiste mía, cómo te vaya olvidar. ¿Cómo eras, por favor, cómo eras? Puedo creer en ti, duermo contigo, ¿cómo eras? ¿Cómo te invocaré? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Otra vez la inyección? ¿Eh? ¿Por qué? No no no, otra cosa, rápido, recuerdo otra cosa; eso duele; aaaah-ay; eso duele, eso duerme… eso…

Tú cerrarás los ojos, consciente de que tus párpados no son opacos, de que a pesar de que los cierras la luz penetra hasta la retina: la luz del sol que se detendrá, enmarcado por la ventana abierta, a la altura de tus ojos cerrados: los ojos cerrados que eliminan el detalle de la visión, alteran la brillantez y el color pero no eliminan la visión misma, la misma luz de ese centavo de cobre que se derretirá hacia el Poniente. Cerrarás los ojos y creerás ver más: sólo verás lo que tu cerebro quiera que veas: más que lo ofrecido por el mundo: cerrarás los ojos y el mundo exterior ya no competirá con tu visión imaginativa. Cerrarás los párpados y esa luz inmóvil, invariable, repetida del sol creará detrás de tus párpados otro mundo en movimiento: luz en movimiento, luz que puede fatigar, amedrentar, confundir, alegrar, entristecer: detrás de tus párpados cerrados, sabrás que la intensidad de una luz que penetrara hasta el fondo de esa placa reducida e imperfecta podría provocarte sentimientos ajenos a tu voluntad, a tu estado. Y, sin embargo, podrás cerrar los ojos, inventar una ceguera pasajera. No podrás cerrar tus oídos, simular una sordera ficticia; dejar de tocar algo, así sea el aire, con tus dedos, imaginar una insensibilidad absoluta; detener el paso continuo de la saliva por la lengua y el paladar, superar el sabor de ti mismo; impedir la respiración trabajosa que seguirá llenando de vida tus pulmones, tu sangre, escoger una muerte parcial. Siempre verás, siempre tocarás, siempre gustarás, siempre olerás, siempre escucharás: habrás gritado cuando te atraviesen la piel con esa aguja llena de un líquido calmante; gritarás antes de sentir dolor alguno. El anuncio del dolor viajará a tu cerebro antes que el dolor mismo sea sentido por tu piel: viajará a prevenirte del dolor que sentirás, a ponerte en guardia para que te des cuenta, para que sientas el dolor con más agudeza, porque darse cuenta debilita, nos convierte en víctimas cuando nos damos cuenta de que sólo nosotros nos daremos cuenta de las fuerzas que no nos consultarán, no nos tomarán en cuenta;

ya: los órganos del dolor, más lentos, vencerán a los de la prevención refleja, y te sentirás dividido, hombre que recibirá y hombre que hará, hombre sensor y hombre motor, hombre construido de órganos que sentirán, trasmitirán el sentimiento a los millones minúsculos de fibras que se extenderán hacia tu corteza sensorial, hacia esa superficie de la mitad superior del cerebro que durante setenta y un años recibirá, acumulará, gastará, desnudará, devolverá los colores del mundo, los tactos de la carne, los sabores de la vida, los olores de la tierra, los ruidos del aire: devolviéndolos al motor frontal, a los nervios, músculos y glándulas que transformarán tu propio cuerpo y la fracción del mundo exterior que te tocará en suerte, pero en tu medio sueño, la fibra nerviosa que conducirá el impulso de la luz no conectará con la zona de la visión: escucharás el color, como gustarás los tactos, tocarás el ruido, verás los olores, olerás el gusto: alargarás los brazos para no caer en los pozos del caos, para recuperar el orden de toda tu vida, el orden del hecho recibido, trasmitido al nervio, proyectado sobre la zona correcta del cerebro, devuelto al nervio convertido en efecto y otra vez en hecho: alargarás los brazos y detrás de los ojos cerrados verás los colores de tu mente y por fin sentirás, sin ver, el origen del tacto que escuchas: las sábanas, el roce de las sábanas entre tus dedos crispados; abrirás las manos y sentirás el sudor de las palmas y quizá recordarás que naciste sin líneas de vida o fortuna, de vida o de amor: naciste, nacerás con la palma lisa, pero bastará que nazcas para que, a las pocas horas, esa superficie en blanco se llene de signos, de rayas, de anuncios: morirás con tus líneas densas, agotadas, pero bastará que mueras para que, a las pocas horas, toda huella de destino haya desaparecido de tus manos:

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