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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

La lista de los doce (56 page)

BOOK: La lista de los doce
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Pero, tras lo acontecido durante las veinticuatro horas previas y el accidente del X-15 y el viaje de regreso a Francia, sus niveles de energía estaban en los mínimos.

Y, por ello, erró un golpe.

Wexley aprovechó la ocasión y lo golpeó con dureza, soltándole un puñetazo en la nariz que habría matado a cualquier otro hombre. Schofield se tambaleó, pero mientras caía logró soltarle un puñetazo en la nuez a Wexley.

Los dos hombres cayeron a la vez al suelo: Wexley fue a parar al hueco de la entrada, mientras que Schofield se golpeó contra el marco de la puerta.

Wexley gruñó y, poniéndose de rodillas, sacó un cuchillo de caza Warlock que ocultaba en su bota.

—Demasiado tarde, cabrón —dijo Schofield.

Lo más extraño de todo era que no llevaba ningún arma en sus manos. Tenía algo mejor. Tenía el mando a distancia de Killian.

—Esto es por McCabe y Farrell —dijo mientras pulsaba un botón del mando.

Al instante, la puerta de acero ubicada encima de Wexley cayó, golpeándole la cabeza en su descenso cual martinete, hasta que se encajó en el suelo de piedra y le resquebrajó el cráneo.

Con Wexley muerto, Schofield se volvió para mirar al hombre al que realmente buscaba.

Estaba tras el escritorio.

Jonathan Killian.

7.6

Knight seguía luchando con Delacroix cuando vio que Schofield se acercaba a Killian, que estaba tras el escritorio.

A Knight no le preocupaba Killian. Nada de eso. Le preocupaba lo que Schofield iba a hacer.

Pero no podía librarse de Delacroix…

Schofield se detuvo delante de Killian.

El contraste no podría haber sido mayor. Schofield estaba cubierto de mugre, ensangrentado, golpeado y magullado. Salvo por su oreja y mano heridas, Killian estaba relativamente impoluto. Su ropa no tenía ni una arruga.

La ventana panorámica hecha añicos desde la que se divisaba el Atlántico quedaba a su espalda.

La tormenta proseguía en el exterior. Los rayos rasgaban el cielo. La lluvia se colaba en el despacho por entre la ventana rota.

Schofield miró a Killian desprovisto de emoción alguna.

Como no hablaba, Killian se limitó a sonreír con suficiencia.

—¿Y bien, capitán Schofield, cuáles son sus intenciones ahora? ¿Matarme? Soy un ciudadano indefenso. Carezco de adiestramiento militar. Estoy desarmado. —Killian entrecerró los ojos—. Pero no creo que pueda matarme. Porque, si me matara a sangre fría, sería mi victoria final y quizá mi mayor logro. Pues eso solo demostraría una cosa: que he podido con usted. Que he convertido al último hombre bueno del mundo en un asesino a sangre fría. Y todo lo que he hecho ha sido matar a su chica.

Schofield ni siquiera pestañeó. Seguía quieto, inmóvil.

Cuando finalmente habló, su voz sonó baja, peligrosa.

—En una ocasión me dijo que los occidentales no comprenden a los terroristas suicidas —dijo lentamente—. Porque los terroristas suicidas no pelean limpio. Que la batalla para un terrorista suicida es algo insignificante, porque quiere ganar una guerra mayor: una guerra psicológica en la que el hombre que muere en un estado de angustia y terror y miedo, el hombre que muere en contra de su voluntad, pierde; mientras que el que muere cuando está emocional y espiritualmente preparado, gana.

Killian frunció el ceño.

Schofield siguió sin pestañear, ni siquiera cuando una sonrisa vacía y fatalista se esbozó en su rostro.

A continuación agarró a Killian del cuello y acercó al multimillonario a su cara y le dijo:

—No está emocionalmente preparado para morir, Killian. Pero yo sí. Lo que significa que yo gano.

—Santo Dios, no… —murmuró Killian, consciente de lo que estaba a punto de ocurrir—. ¡No!

Y, tras esas palabras, Shane Schofield se arrojó con Killian por la ventana panorámica que tenían a su espalda, a la tormenta exterior, y los dos (héroe y villano) se precipitaron a una caída de ciento veinte metros hacia las escarpadas rocas.

7.7

En el mismo momento en que Schofield cogió a Killian del cuello, Aloysius Knight había tomado la delantera a Delacroix.

Un rápido paso a la izquierda había hecho que Delacroix clavara uno de sus cuchillos en una de las paredes revestidas con paneles de madera del despacho, momento que Knight había aprovechado para sacar su soplete del chaleco, metérselo en la boca a Delacroix y encenderlo.

La llama azul penetró en la cabeza de Delacroix, perforándole el cráneo, salpicando de sesos achicharrados toda la habitación. El banquero suizo se desplomó al instante, muerto, con un agujero en la cabeza.

Knight se apartó de Delacroix en el mismo momento en que Shane Schofield se lanzaba por la ventana, llevándose a un histérico Killian con él.

Schofield cayó con Jonathan Killian a su lado.

Los montículos rocosos se sucedían a gran velocidad ante sus ojos mientras que, justo bajo ellos, Schofield vio las rocas golpeadas por las olas del Atlántico que acabarían con su vida.

Y, mientras caía, una extraña sensación de paz lo embargó. Era el fin y estaba preparado para ello.

Sin previo aviso, de la nada algo tiró de su espalda y sufrió una repentina sacudida…

… Y dejó de caer.

Jonathan Killian se alejó de él y siguió cayendo y cayendo, ocultándose en la lluvia antes de golpearse contra las rocas y combarse en un terrible ángulo para a continuación desaparecer en una hedionda explosión de su propia sangre. No dejó de gritar en toda la caída.

Y Schofield, sin embargo, no cayó.

Quedó colgando de la ventana panorámica por el extremo del cable de un Maghook, el Maghook que acababa de disparar Aloysius Knight, el Maghook que le había cogido a Madre instantes antes. Un disparo que había efectuado a la desesperada al asomarse por la ventana un segundo después de que Schofield hubiera saltado. La cabeza magnética se había adherido fuertemente a la placa de metal del interior de la parte trasera del chaleco que llevaba Schofield.

Schofield dejó que Knight lo subiera cual pez al ser recogido por una caña. Cuando llegó arriba, Knight lo ayudó a entrar en el despacho.

—Lo siento, compañero —trató de disculparse Knight—, pero no podía dejar que se marchara de esa manera.

Diez minutos después, cuando el sol apareció por el horizonte, un Aston Martin se alejó a gran velocidad de la fortaleza de Valois con Aloysius Knight al volante y Shane Schofield, Madre y Rufus en el interior.

El coche tomó una carretera lateral que daba a la pista de aterrizaje del castillo. En aquel lugar, tras una batalla unilateral, sus ocupantes robaron un helicóptero de la compañía Axon y se marcharon de allí.

7.8

Durante los meses siguientes, una extraña variedad de incidentes tuvo lugar en todo el mundo.

Solo una semana después, en Milán, se afirmó que alguien había entrado en el Aerostadia Italia y que había robado un avión de los hangares.

Hubo una decepción generalizada por la ausencia de los legendarios aviones cohete estadounidenses X-15, y ese no era el tipo de publicidad que más le convenía a la exhibición.

Hubo testigos que afirmaron que el avión sustraído era un aerodinámico caza negro que despegaba verticalmente. Si bien esa descripción encajaba con el Sukhoi S-37 ruso, los oficiales de la Fuerza Aérea italiana y los responsables del aeródromo se apresuraron a negar que un avión así estuviera incluido en la muestra.

A medida que se fueron acercando las Navidades, una serie de desafortunadas muertes ocurrieron en algunas de las familias más adineradas del mundo.

Randolph Loch desapareció en un safari en el sur de África. Jamás encontraron a su grupo de caza privado.

En marzo, el magnate naviero griego Cornelius Kopassus sufrió un infarto mientras dormía.

A Arthur Quandt lo hallaron muerto junto a su amante en el
spa
de su hotel en Aspen.

Warren Shusett fue asesinado en su aislada mansión en el campo.

J. D. Cairnton, el magnate farmacéutico, fue mortalmente atropellado por un camión junto a la sede central de su compañía en Nueva York. El conductor del camión no llegó a ser identificado.

Los herederos asumieron sus imperios.

La Tierra siguió girando.

La única conexión con sus muertes fue una nota confidencial enviada al presidente de Estados Unidos.

Decía: «Señor, todo ha terminado. El M-12 ya no existe».

7.9

Mallorca (España).

9 de noviembre, 11.00 horas

El Volkswagen alquilado rodeó la bonita plaza adoquinada en la isla española de Mallorca, un lugar donde famosos y ricos se refugian en busca de un lujoso anonimato.

—¿Adónde me ha dicho que vamos? —preguntó Rufus.

—Vamos a reunirnos con alguien —dijo Knight—. La persona que nos encargó que mantuviéramos al capitán Schofield con vida.

Knight aparcó el coche junto a la terraza de una cafetería.

Esa persona ya estaba allí.

Estaba sentada en una de las mesas de la terraza, fumando un cigarrillo, con sus ojos ocultos tras unas gafas de sol de Dior.

Era una mujer de aspecto distinguido: a punto de abandonar la cuarentena, cabello oscuro, pómulos elevados, piel de porcelana y porte a la vez refinado, culto y seguro de sí mismo. Su nombre era Lillian Mattencourt. La multimillonaria propietaria del imperio cosmético de los Mattencourt. La mujer más rica del mundo.

—Vaya, pero si es mi caballero de reluciente armadura —dijo conforme se acercaban a la mesa—. Aloysius, querido. Siéntese.

Mientras tomaba su té, Mattencourt esbozó una cálida sonrisa.

—Oh, Aloysius, lo ha hecho muy bien. Y por ello será generosamente recompensado.

—¿Por qué? —preguntó Knight—. ¿Por qué no quería que lo mataran?

—Oh, mi joven caballero —dijo Lillian Mattencourt—. ¿Acaso no es obvio?

Knight había reflexionado sobre ello.

—El M-12 quería iniciar una nueva guerra fría. Y Jonathan Killian quería desatar la anarquía en el mundo. Pero su fortuna se basa justo en lo contrario. Quiere que la gente se sienta a salvo, segura, que sean consumidores felices. Su fortuna depende del mantenimiento de la paz y de la prosperidad mundial. Y nadie compra maquillaje en tiempos de guerra. Una guerra la arruinaría.

Mattencourt desdeñó su respuesta con un gesto de la mano.

—Querido, ¿es siempre así de cínico? Por supuesto, lo que dice es absolutamente cierto. Pero esa es solo una parte de mi razonamiento.

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