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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

La línea negra (50 page)

BOOK: La línea negra
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—Busco a Jadiya.

—Vaya, vaya… —dijo la maquilladora.

—¿Sabes dónde está?

—Conmigo. Estamos en plena sesión.

El alivio le arrancó algo, muy lejos, en el fondo del pecho.

—¿Dónde estáis?

—En el estudio Daguerre.

—¿Cuál es la dirección?

—Calle Daguerre, número 56, pero…

—Voy para allá.

—Aún tenemos para rato y…

—Voy para allá.

Marc iba a colgar, pero antes preguntó:

—¿La ha llamado alguien esta tarde al móvil?

—Ni idea. ¿Por qué?

—Escúchame bien: hasta que yo llegue, que no conteste al teléfono ni escuche los mensajes. Que no se acerque nadie a ella salvo los cámaras, ¿entendido?

—Estás volviéndote muy posesivo —dijo Marine en tono burlón—. Le va a encantar.

79

El plató del estudio estaba totalmente rodeado de pantallas reflectantes. Altas planchas de aluminio que devolvían destellos quebrados, reflejos de nave espacial en toda la habitación.

Ese decorado deslumbrante parecía plantear enormes problemas técnicos. Cinco ayudantes corrían en todas direcciones y no había ni un solo foco dirigido hacia el plató, sino que todos estaban orientados hacia otros puntos con objeto de obtener una iluminación indirecta.

En el estudio reinaba un silencio sepulcral. Una sesión fotográfica de profesionales. Una reunión de expertos. Marc avanzó unos pasos, lo más discretamente posible, hasta el límite de la claridad cegadora.

Jadiya estaba allí, sola, bajo la luz blanca.

Vestida con un mono de malla plateado, parecía una criatura extraterrestre recién llegada del planeta Perfección. Un planeta cuyos habitantes tenían medidas ideales, en el que toda actitud semejaba un río de gracia translúcido.

—Okey. Volvemos a la posición de antes. ¿Está bien la luz así?

Marc acusó el golpe. La simple voz del fotógrafo dando órdenes en la penumbra le recordó a su amigo. Había ido tantas veces a su estudio… Vincent dirigiendo sus fotos difuminadas a golpe de comentarios filosóficos de tres al cuarto. Vincent riendo mientras abría una lata de cerveza. Vincent sacando fotos impúdicas del bolsillo de sus pantalones arrugados. Marc contuvo la respiración para no llorar y se concentró en Jadiya.

Estaba con las manos en las caderas y las piernas separadas, a la manera de una chica James Bond de los años setenta. Parecía plantarle cara al halo blanco que la rodeaba y consumía los bordes de su silueta.

—Ahora avanza un paso. Colócate de tres cuartos. Eso es. Sonríe. Con una pizca de arrogancia…

La expresión solicitada apareció en sus labios claros. Esa sonrisa tenía una incidencia directa, poderosa, en una parte profunda de sí misma, una membrana ancestral, olvidada. Como esas sondas que se pierden en las tinieblas de la Tierra y descubren bolsas llenas de líquidos fósiles todavía palpitantes.

—Perfecto. De cara otra vez. El cuerpo ligeramente arqueado.

Jadiya obedeció. La curva de la espalda se hizo más pronunciada. El movimiento habría podido ser vulgar, incitador, pero en este caso era una indolencia natural que parecía descender desde la sonrisa hasta las ramificaciones más ínfimas de los miembros. Marc apenas podía reprimirse; tenía ganas de meterse en el plató, cogerla de la mano y huir con ella. Había que esconder ese tesoro antes de que fuese demasiado tarde.

El chasquido grave de la cámara sonaba, inmediatamente seguido del silbido del flash y luego del motor de arrastre. Chasquido. Silbido. Arrastre… Una cadencia ternaria. Pero también un tañido fúnebre. La imagen de Vincent apareció de nuevo para lacerarle la memoria. Se volvió en la penumbra; esta vez iba a explotar. A llorar o a vomitar. O las dos cosas a la vez.

—Muy bien. Lo dejamos.

Marc estaba apoyado en la pared, todavía doblado por la cintura, cuando percibió un perfume muy denso, mezcla de pigmentos áridos y aceites dulces. Se volvió: Jadiya estaba frente a él. A la vez irreal y demasiado presente, con su mono de malla brillante.

—De todos los posibles visitantes, tú eras el último de la lista.

No parecía sorprendida; Marine le había avisado.

—¿Un mensaje urgente? —preguntó.

—Quería invitarte a pasar el fin de semana fuera.

—Directo al grano, ¿eh?

Marc intentó sonreír, pero el esfuerzo le arrancó una mueca de dolor.

—Quería simplemente enseñarte un sitio que me gusta mucho. No está lejos de París.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—Esto se pone cada vez mejor: el gran autor se dedica a secuestrar chicas.

La ironía burlona se tornaba sarcástica. Marc escogió otra carta, la del orgullo herido.

—Oye, he actuado siguiendo un impulso —dijo—. Esto ya es bastante difícil para mí, así que, si no te apetece, no vamos. No pasa nada.

Ella meneó la cabeza sin apartar los ojos de él. Sus negros cabellos brillaban alrededor de su cara.

—Espera. Voy a buscar mis cosas.

80

Marc se acordaba perfectamente del lugar.

Un hotel situado en las afueras de Orleans, que constaba de una mansión y sus anexos en un parque de varias decenas de hectáreas. Cuando era
paparazzo
había montado guardia muchas veces en las inmediaciones de ese hotel. Un refugio secreto, elitista, adonde los personajes célebres iban a consumar sus relaciones ilegítimas a salvo de miradas indiscretas. En aquella época, sobornando a algunos empleados era informado con regularidad de las llegadas de parejas famosas.

Por suerte, Jadiya tenía coche, porque él la había invitado al campo, pero no disponía de vehículo para llevarla. La joven conducía el Twingo con un placer manifiesto. Llevaba una gran A en la parte trasera del vehículo porque acababa de sacarse el carnet, explicó, y era su primer gran trayecto.

Durante el viaje, Marc traté de alimentar la conversación, pero el miedo, la confusión y el sufrimiento se mezclaban en su interior hasta tal punto que apenas conseguía acabar las frases. Había colocado el retrovisor exterior de manera que pudiese observar él la carretera que dejaban atrás. Por si acaso los seguían. Jadiya estaba, tan concentrada en la conducción que no se había percatado de ese detalle.

Después de salir de la autopista, tomaron una carretera departamental. Marc no tuvo ninguna dificultad en encontrar el camino pese a que estaba oscureciendo. Por fin, después de una curva, distinguió el muro de cerca cubierto de musgo, camuflado entre los árboles, y luego las dos torres de la mansión que se alzaban entre la espesura.

El Twingo cruzó la vega y entró en el patio de grava. Cuando Jadiya vio la fachada enterrada bajo la hiedra, emitió un silbido de admiración. Pese a su estado, Marc percibía el encanto de aquella mujer: de cada palabra que pronunciaba, de cada gesto que hacía, emanaba una espontaneidad y una frescura desconcertantes, que no tenían nada que ver con su porte de diosa del Magreb. Cuanto más la conocía, más se alejaba la imagen de icono intocable que tenía de ella. Era ante todo una joven alegre, culta, que no se andaba con rodeos y que llevaba su belleza como un abrigo ligero que hubiera olvidado quitarse.

Cuando hubo aparcado, con gran acompañamiento de tacos, rascadas y caladas del motor, bajaron del coche y contemplaron el edificio iluminado en la noche. La construcción principal era una granja gris, en forma de U, cuyos antiguos establos, a la izquierda, acogían ahora salas de reuniones y un restaurante. Las ventanas de las habitaciones se extendían en serie, en el primer piso, a lo largo del cuerpo del edificio. Frente a la mansión, en el parque, se veían los anexos, acondicionados para albergar suites que eran como islotes de discreción. Marc se relajó un poco; rodeado por los muros de cerca y los robles centenarios, se sentía seguro por primera vez en el día.

El vestíbulo confirmaba la impresión de bienestar rústico, sin fiorituras. Paredes de piedra vista, gruesas alfombras sobre entarimado encerado, armaduras de hierro con el torso abombado. Marc solo temía una cosa: que el recepcionista o algún empleado lo reconociera y le facilitara una información indiscreta que habría interesado en otros tiempos al Rapiñador. Pero no; el personal había cambiado y los trataron como a una pareja estándar que quería disfrutar de un fin de semana a la luz de las velas.

Marc pidió dos habitaciones contiguas, comunicadas por una puerta interior, sin que Jadiya pudiera oírlo para no parecer un pobre seductor que está tejiendo su telaraña. En un rincón de su mente, allí donde el miedo aún no lo había devastado todo, sufría por esa situación…, por su aspecto de ligón de poca monta que le tendía una trampa a su secretaria.

La visita a las habitaciones agravó todavía más la caricatura. Cama con baldaquino, colcha de terciopelo y minibar repleto de botellas de champán: las armas de la emboscada. Marc no se atrevía a mirar a Jadiya. Estaba muerto de vergüenza.

En cuanto el camarero se hubo ido y ella se hubo instalado en su habitación, Marc registró la suya de arriba abajo. Era absurdo; Reverdi no podía estar escondido en un armario. Echó un vistazo por la ventana a la derecha, hacia donde estaba el aparcamiento. Nada de particular. Ningún coche nuevo, ningún visitante, ninguna sombra furtiva.

Marc miró el reloj: las ocho y media. No tardarían en ir a cenar. Entonces hablaría con Jadiya. ¿Cómo reaccionaría? ¿Exigiría acudir a la policía? Seguro. No había otra solución; él mismo estaba convencido de ello.

Pero primero tenía que contárselo todo.

Esa noche.

Jadiya leía la carta en silencio.

En realidad, observaba a Marc por el rabillo del ojo. En otras circunstancias, se habría echado a reír. La decoración de la mesa era por sí sola de antología: los cubiertos estaban multiplicados por cinco, las velas parecían reguladas por un potenciómetro y unas cortinas aislaban las mesas formando recintos íntimos.

Sí, en otras circunstancias se habría desternillado de risa. Pero esa noche no, porque esa cena ridícula, esa emboscada deplorable le estaban siendo servidas por Marc en persona. Y todo en él, desde que se habían visto en París, sonaba a falso. Su invitación, su cambio de actitud respecto a ella, su tono alegre. Pese a sus esfuerzos, parecía ajeno a todo cuanto sucedía allí.

¿Qué buscaba?

¿Por qué la había llevado a ese lugar?

Una semana antes, esa escapada la habría vuelto loca de felicidad —o de angustia—, pero ya no. En el intervalo había habido aquella noche lamentable, aquel cóctel caótico en el que su atleta de bolsillo, con su mano ensangrentada y sus maneras violentas, había tocado fondo. Desde entonces lo miraba con pena. Había en él una dureza, un misterio que nada ni nadie parecían poder penetrar. Un hombre con un caparazón inviolable. Solitario, desesperado, incomprensible. Y esta velada siniestra reforzaba ese sentimiento.

La joven decidió ir directa al grano.

—Tienes algo que decirme, ¿no?

Ya se lo había preguntado en el coche, pero no había obtenido respuesta. Él se escabulló de nuevo.

—No —dijo sonriendo—. Bueno, sí, pero no ahora. ¿Qué vas a pedir?

Marc había utilizado una voz aterciopelada, con doble intención. ¿Por quién la tomaba, maldita sea? Jadiya volvió a mirar la carta.

—No entiendo nada.

Marc propuso en tono divertido:

—¿No te apetece probar la «farándula de vieiras con jugo de venado perlado con esencia de cítricos»?

Ella sonrió.

—Eso o la «suprema de capón acompañada de crujiente de patas azules».

—¿Y qué me dices de las «endivias confitadas con agraz»?

—No sé… Tampoco hay que desechar el «budín de pato salvaje hojaldrado».

Rompieron a reír. De repente se creó una complicidad entre ellos. Una especie de tregua. Como un trago de alcohol en el fondo de una trinchera. Pero ella percibió enseguida que aquello no iba a durar.

En efecto, el semblante de Marc se petrificó de golpe. Su piel adquirió el color de un empaste dental.

—Perdona —dijo.

Y se levantó de la mesa.

Estaba seguro.

Lo había visto en el hueco de la ventana. Cabeza rapada. Rostro alargado y gris. Gran estatura. No cabía duda. Reverdi. Marc atravesó el restaurante. No sabía lo que iba a hacer; ni siquiera iba armado. Pero tenía que obtener una certeza.

En la escalinata, se detuvo, como si estuviera al borde del vacío. Observó el cuadrado de luz del patio. Escrutó los guijarros grises, respiró el olor vivo de humedad, escuchó el murmullo de las hojas. Nada. Intentó ver más lejos, a través de las tinieblas. Nadie. Una noche en el campo, ni más ni menos amenazante que cualquier otra.

Una mano se posó en su hombro.

Se volvió profiriendo un grito, resbaló y bajó la escalera dando traspiés hacia atrás. Evitó por un pelo la caída y se colocó en posición de defensa a la luz del farol. Se acercó un hombre con una amplia sonrisa en los labios.

—Lo siento, le he asustado. Soy el director del hotel.

Marc trató de decir algo, pero no lo consiguió.

—No tema, el aparcamiento está vigilado día y noche.

Marc apenas comprendía lo que decía el hombre. Estaba temblando. El sudor le pinchaba el rostro como si fuese una máscara de agujas. Intentó de nuevo hablar: no hubo manera. El director se reunió con él en el patio sin dejar de hablar en un lenguaje incomprensible. Marc masculló finalmente un «muy bien, muy bien»; luego entró con la cabeza gacha y empujó a un camarero al pasar junto a él.

Se sentó de nuevo a la mesa. Temblaba de tal modo que no sentía ni las manos ni los pies. Tenía la impresión de que sus extremidades se habían desprendido, pero al mismo tiempo le dolían. Pensaba en esos soldados que continúan sintiendo picor en los miembros después de que se los hayan amputado.

—¿Qué pasa? —preguntó Jadiya—. Parece que hayas visto a un fantasma.

—Una llamada urgente. Todo está en orden.

Para disimular, cogió de nuevo la carta, pero la dejó de inmediato. Sus manos vibraban como las alas de un insecto. Las puso bajo los muslos y se concentró en los nombres que danzaban ante sus ojos.

Dios mío, tenía que decírselo.

—¿Te molesta si dejo la puerta abierta?

La pregunta era ridícula, como todo lo demás. Jadiya no recordaba una cena tan absurda como aquella. Las conversaciones morían apenas iniciadas y los silencios caían como lápidas de cementerio. No entendía lo que pasaba. Había soñado tantas veces con estar a solas los dos…

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