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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (4 page)

BOOK: La krakatita
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Cuando se hartó de llorar, sintió que tenía la cabeza algo más despejada. Incluso pudo llegar hasta la cama, y se acostó castañeteando los dientes. Apenas hubo entrado en calor, cayó en un profundo letargo sin sueños.

Cuando se despertó, la persiana estaba subida y dejaba paso a un día gris, y la habitación estaba un poco arreglada; no lograba comprender quién lo había hecho, pero por lo demás se acordaba de todo, de la explosión del día anterior, de Tomeš y de su partida. En cambio le dolía la cabeza de un modo delirante, sentía una opresión en el pecho y lo torturaba una tos desgarradora. «Esto no va bien», se dijo, «esto no va nada bien»; tendría que irse a casa y echarse. Así que se levantó y empezó a vestirse, descansando a ratos. Se sentía como si algo le aplastara el pecho con una presión espantosa. Después se sentó, indiferente a todo y respirando con dificultad.

En ese momento sonó el timbre con un toque corto y suave. A duras penas, recobró fuerzas y fue a abrir. En el umbral, en el pasillo, se encontraba una muchacha joven con el rostro cubierto por un velo.

—¿Vive aquí… el señor Tomeš? —preguntó apresurada y angustiada.

—Por favor —dijo Prokop, y se apartó de su camino; y cuando, vacilando un poco, pasó al interior muy cerca de él, la muchacha exhaló un olor, sutil y encantador, que él inhaló con placer.

Le ofreció asiento junto a la ventana y se sentó a su lado, manteniéndose erguido como buenamente podía. Sintió que por el propio esfuerzo tenía un aspecto severo y rígido, lo que confundía infinitamente tanto a él mismo como a la chica. Bajo el velo, ella se mordía los labios y bajaba la mirada; ¡ay, esa adorable tersura del rostro, ay, esas manos pequeñas y tremendamente agitadas! De repente levantó la mirada, y Prokop contuvo la respiración por el aturdimiento y la admiración; así de hermosa le parecía.

—¿El señor Tomeš no está en casa? —preguntó la muchacha.

—Tomeš se ha marchado —dijo Prokop vacilante—. Esta noche, señorita.

—¿A dónde?

—A Týnice, a casa de su padre.

—Pero, ¿va a volver?

Prokop se encogió de hombros. La joven inclinó la cabeza; sus manos luchaban contra algo.

—¿Y le ha dicho por qué… por qué…?

—Me lo ha dicho.

—¿Y piensa usted que… que lo hará?

—¿Qué, señorita?

—Que se pegará un tiro.

Prokop recordó en un destello que había visto cómo Tomeš guardaba un revólver en la maleta. «Quizás mañana haga bum», lo escuchó de nuevo murmurando entre dientes. No quiso decir nada, pero seguramente tenía una expresión muy seria.

—¡Oh, dios, oh, dios —exclamó la muchacha—, pero esto es horrible! Diga, diga…

—¿Qué, señorita?

—¡Si… si alguien pudiera ir a buscarlo! Si alguien le dijera… si le diera… Entonces no tendría que hacerlo, ¿comprende? Si alguien fuera a buscarlo hoy mismo…

Prokop miraba sus manos, desesperadas, que se iban cerrando con fuerza y elevando.

—Entonces iré allí, señorita —dijo en voz baja—. Casualmente… tengo que hacer un viaje en esa dirección. Si usted quisiera… yo…

La joven levantó la cabeza.

—¿De verdad —exclamó alegre—, usted podría…?

—Yo soy un… viejo amigo suyo, ¿sabe? —explicó Prokop—. Si usted quiere darle algún recado… o enviarle algo… yo de buena gana…

—Dios, es usted muy bueno —suspiró la muchacha.

Prokop se ruborizó ligeramente.

—Es una minucia, señorita —se defendió—. Casualmente… tengo justo ahora tiempo libre… de todas formas quiero ir a alguna parte, y en cualquier caso… —sacudió la mano turbado—. No merece la pena hablar de ello. Haré todo lo que usted quiera.

La joven se sonrojó y rápidamente miró hacia otro lado.

—No sé cómo podría… agradecérselo —dijo confundida—. Siento mucho que… que usted… Pero es tan importante… Y además es usted su amigo… No piense usted que yo misma… —entonces se sobrepuso y clavó sus claros ojos en Prokop—. Debo mandarle algo. De parte de otra persona. No puedo decirle…

—No hace falta —dijo Prokop con rapidez—. Se lo daré, y se acabó. Para mí es un placer poder ayudarla… ayudarlo… ¿Es que está lloviendo? —preguntó de repente mirando el abrigo de piel de la joven, cubierto de gotas.

—Sí, está lloviendo.

—Eso está bien —opinó Prokop; pero estaba pensando en lo agradablemente refrescante que sería si pudiera poner su frente en aquel abrigo.

—No lo tengo aquí —dijo ella al levantarse—. Será sólo un pequeño paquete. Si pudiera usted esperar… Se lo traeré dentro de dos horas.

Prokop, muy rígido, hizo una reverencia; en efecto, temía perder el equilibrio. En la puerta ella se giró y lo miró fijamente.

—Hasta la vista —y desapareció.

Prokop se sentó y cerró los ojos. Las gotitas de lluvia sobre al abrigo, un velo espeso y cuajado de rocío; la voz ahogada, el olor, las manos inquietas en unos guantes estrechos, pequeños; el fresco olor, la mirada clara y perturbadora bajo unas cejas hermosas, firmes. Las manos en el regazo, los blandos pliegues de la falda sobre las fuertes rodillas. ¡Ay, esas pequeñas manos en unos guantes ajustados! El olor, la voz lúgubre y temblorosa, el rostro suave y algo pálido. Prokop apretó los dientes hasta que le tembló la boca. Triste, confusa y valiente. Ojos de un azul grisáceo, ojos limpios y luminosos. ¡Oh, dios, oh, dios, cómo rozaba el velo sus labios!

Prokop dio un grito y abrió los ojos. «Es la chica de Tomeš», se dijo con una furia ciega. «Ella sabía por dónde tenía que pasar, no era la primera vez que estaba aquí. Quizás aquí… justo aquí, en esta habitación…» Prokop, en una agonía insoportable, se clavó las uñas en la palma de la mano. «¡Y yo, como un idiota, me ofrezco a ir a buscarlo! ¡Yo, idiota, yo le voy a llevar una cartita! ¿Qué… qué… qué me importa a mí?».

En ese momento se le ocurrió la idea salvadora. «Huiré a casa, a mi laboratorio, allí arriba. ¡Y ella, que venga aquí! ¡Que haga después lo que quiera! ¡Que… que… que vaya a buscarlo ella misma, si… si le importa…!».

Echó un vistazo a la habitación; vio la cama deshecha, se avergonzó y la hizo, tal como acostumbraba en casa. Después le pareció que no estaba lo suficientemente bien hecha, volvió a hacerla, la igualó y alisó, y después ya ordenó todo por todas partes, limpió, intentó fruncir con estilo las cortinas, tras lo cual se sentó con la cabeza hecha un lío y el pecho aplastado por una dolorosa presión, y esperó.

V

Soñó que atravesaba un enorme huerto. A su alrededor, por todas partes, no hay más que cabezas de repollo, pero no son repollos, más bien cabezas humanas: deformadas por las muecas y viscosas, legañosas y balbuceantes, deformes, acuosas, granulosas y abombadas cabezas humanas; salen de tallos secos y trepan por ellos repugnantes orugas verdes. Pero mira, a través del campo corre hacia él la muchacha del velo en el rostro; se remanga un poco la falda y salta por encima de las cabezas humanas. De debajo de cada una de ellas crecen unas manos desnudas, asombrosamente delgadas y peludas, e intentan agarrarle las piernas y la falda. La muchacha grita, presa de un terror demencial, y se levanta más la falda, por encima de sus fuertes rodillas; descubre sus blancas piernas y se esfuerza por salvar a saltos aquellas manos que intentan echarle la zarpa. Prokop cierra los ojos: no soporta la visión de sus blancas y fuertes piernas, y enloquece de angustia ante la posibilidad de que aquellas cabezas de repollo puedan deshonrarla. Entonces se arroja al suelo y empieza a cortar con una navaja de bolsillo la primera cabeza; ésta chilla como un animal y lanza mordiscos a su mano con unos dientes enormes. Ahora la segunda, la tercera cabeza; Jesús, ¿cuándo segará ese inmenso campo para llegar hasta la muchacha, que lucha allí, en el otro extremo de aquel huerto sin fin? Salta frenético y pisotea aquellas monstruosas cabezas, las aplasta a pisotones, les da patadas; sus piernas se enredan en sus delgadas zarpas, como ventosas, cae, es atrapado, desmembrado, estrangulado, y todo desaparece.

Todo desaparece en un torbellino vertiginoso. Y de repente se oye cerca una voz ahogada: «Le traigo el paquete». Da un respingo y abre los ojos, y ante él, de pie, está la muchachita de Hybšmonka, bizca y embarazada, con el vientre mojado, que le tiende algo envuelto en un trapo húmedo. «No es ella», se estremece de dolor Prokop, y de golpe ve ante él a la vendedora, triste y larguirucha, que con unos palillos de madera le suele estirar los guantes. «No es ella», se resiste Prokop, y ve a una niña abotargada con unas piernecitas raquíticas que… que… ¡que se le ofrece de forma impúdica! «¡Vete de aquí!», grita Prokop, y entonces se le aparece una regadera abandonada en medio de un bancal de coles mustias y cubiertas de caracoles, que no desaparece a pesar de todo su esfuerzo.

En ese momento sonó el timbre, bajo, como el piar de un pajarillo. Prokop se precipitó hacia la puerta y abrió: en el umbral se encontraba la muchacha del velo, que apretaba un paquete contra su pecho y jadeaba.

—Es usted —dijo Prokop en voz baja, y (sin saber por qué) infinitamente conmovido. La joven entró rozándole el hombro; su olor alcanzó a Prokop con un torturante efecto embriagador. Se quedó de pie en medio de la habitación.

—Por favor, no se enfade —dijo en voz baja y como con prisa—, por encargarle esto. Ni siquiera sabe por qué… por qué yo… Si supusiera para usted algún problema…

—Iré —profirió Prokop con voz ronca.

La muchacha clavó en él, muy cerca, sus ojos, serios, limpios.

—No se haga una idea equivocada de mí. Yo sólo tengo miedo de que el señor… de que su amigo haga algo que le… que atormentaría a otra persona hasta el fin de sus días. Yo tengo tanta confianza en usted… Usted lo salvará, ¿verdad?

—Con mucho gusto —dijo Prokop con un hilo de voz algo extraña y temblorosa; hasta tal punto lo enajenaba el entusiasmo—. Señorita, yo… lo que quiera… —desvió la mirada; temía decir alguna inconveniencia, que quizás se oyera cómo le latía el corazón, y se avergonzaba de su torpeza. Su confusión alteró incluso a la muchacha: se ruborizó, no sabía hacia dónde mirar.

—Gracias, se lo agradezco —intentó decir, también con una voz algo insegura, mientras apretaba en la mano un paquete lacrado. Se hizo el silencio, lo que provocó a Prokop un mareo dulce y doloroso. Sintió con escalofrío que la muchacha escrutaba de reojo su cara; y cuando dirigió su mirada hacia ella, vio que miraba al suelo y esperaba, preparándose para poder sostener su mirada. Prokop sintió que debía decir algo para salvar la situación; en vez de eso tan sólo movía los labios mientras le temblaba todo el cuerpo.

Por fin la joven movió una mano y susurró:

—El paquete… —Prokop había olvidado por qué escondía la mano derecha tras la espalda, e intentó coger con ella el grueso sobre. La muchacha palideció y retrocedió—. Está usted herido —exclamó—. ¡Enséñeme la mano! —Prokop la escondió rápidamente.

—No es nada —aseguró de inmediato—, es… es sólo que se me ha inflamado un poco… se me ha inflamado una pequeña herida, ¿sabe?

La chica, lívida, siseó, como si ella misma sintiera el dolor.

—¿Por qué no va al médico? —dijo con brusquedad—. ¡Usted no puede ir a ninguna parte! Yo… ¡mandaré a otra persona!

—Pero si ya se está curando —objetó Prokop, como si le arrebataran algo muy preciado—. De verdad, esto ya está… casi bien, sólo es un arañazo, y, en cualquier caso, es una tontería; ¿por qué no habría de ir? Y además, señorita, en un asunto de este tipo… no puede mandar usted a un extraño, ¿sabe? Pero si ya no me duele, mire —y agitó la mano derecha.

La joven levantó las cejas con severa compasión.

—¡No puede ir! ¿Por qué no me lo dijo? ¡Yo… yo., yo no lo permitiré! No quiero…

Prokop estaba totalmente desilusionado.

—Mire, señorita —soltó ardoroso—, esto, con toda seguridad, no es nada; estoy acostumbrado. Mire, aquí —y le mostró la mano izquierda, en la que le faltaba casi todo el dedo meñique y el nudillo del índice estaba abultado en una cicatriz nudosa—. Son gajes del oficio, ¿sabe? —ni siquiera se fijó en que la muchacha retrocedía, palideciéndole los labios, y le miraba el costurón que tenía en la frente, desde el ojo hasta el nacimiento del pelo—. Se produce una explosión y ya está. Como un soldado. Me levanto y sigo corriendo al ataque, ¿entiende? No me puede pasar nada. Bueno, ¡démelo! —le cogió el paquete de la mano, lo lanzó a lo alto y lo atrapó—. Ningún problema, no señor. Iré como un caballero. ¿Sabe?, yo, yo hace tiempo que no he viajado a ninguna parte. ¿Ha estado en América?

La muchacha callaba y lo miraba con el ceño fruncido.

—Que digan que tienen nuevas teorías —farfulló Prokop febril—; pero espere, yo les enseñaré, cuando salgan a la luz mis cálculos. Es una pena que no entienda usted de esto; yo se lo explicaría, confío en usted, confío en usted, pero en él no. No confíe en él —dijo con insistencia—, tenga cuidado. Es usted tan hermosa —suspiró emocionado—. Allí arriba nunca tengo oportunidad de hablar con nadie. Aquello es sólo una barraca de madera, ¿sabe? ¡Ja, ja, tenía usted tanto miedo de aquellas cabezas! Pero yo no la abandonaré, no pasa nada; no tenga miedo de nada. Yo no la abandonaré.

Ella lo miraba con los ojos fuera de las órbitas por el horror.

—¡Pero usted no puede marcharse!

Prokop se entristeció y languideció.

—No, no debe hacer caso de lo que digo. No he dicho más que tonterías, ¿no? Sólo quería que dejara de pensar en la mano. Que no tuviera miedo. Ya se me ha pasado —se sobrepuso a la emoción, estaba tieso y hosco por la misma concentración—. Iré a Týnice y encontraré a Tomeš. Le daré el paquete y le diré que se lo envía una señorita que conoce. ¿Es correcto?

—Sí —dijo la muchacha titubeando—, pero usted no puede…

Prokop intentó esbozar una sonrisa suplicante; su rostro, grave, lleno de cicatrices, de repente se hizo hermoso.

—Permítame ir —dijo en voz baja—, pero si es… es… por usted.

La joven parpadeó; estaba a punto de echarse a llorar por la intensa emoción. Asintió en silencio y le dio la mano. Él levantó su deforme mano izquierda; ella la miró con curiosidad y se la apretó con fuerza.

—Se lo agradezco tanto —dijo rápidamente—, ¡adiós!

Se paró en la puerta y quiso decir algo; apretaba el pomo con la mano y esperaba…

—¿Tengo que… saludarlo… de su parte? —preguntó Prokop con una media sonrisa.

—No —suspiró y le echó una mirada apresurada—. Hasta la vista.

La puerta se cerró tras ella. Prokop la miró, de repente se sintió mortalmente débil e indispuesto, le daba vueltas la cabeza, y le costó infinito esfuerzo dar un único paso.

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