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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La jauría (5 page)

BOOK: La jauría
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—Sí, sí, es un hermoso trabajo —murmuró el señor De Mareuil, por decir algo.

—Y en cuanto a los gastos —declaró gravemente el diputado Haffner, que sólo abría la boca en las grandes ocasiones—, nuestros hijos los pagarán, y nada más justo.

Y como, al decir esto, miraba al señor De Saffré, con quien la linda señora Michelin parecía de morros desde hacía un instante, el joven secretario repitió, para aparentar estar al corriente de lo que se decía:

—Nada más justo, en efecto.

Todo el mundo había dicho su frase, en el grupo que los hombres serios formaban en el centro de la mesa. El señor Michelin, el jefe de servicio, sonreía, asentía con la cabeza; era, de ordinario, su manera de participar en una conversación; tenía sonrisas para saludar, para responder, para aprobar, para dar las gracias, para despedirse, toda una linda colección de sonrisas que lo dispensaban casi siempre de servirse de la palabra, lo cual juzgaba sin duda más cortés y más favorable para su ascenso.

Otro personaje había estado igualmente mudo, el barón de Gouraud, que masticaba lentamente como un buey de pesados párpados. Hasta entonces había parecido absorbido por el espectáculo de su plato. Renée, muy solícita con él, sólo obtenía ligeros gruñidos de satisfacción. Así que se quedaron sorprendidos al verlo alzar la cabeza y oírlo decir, secándose los labios grasientos:

—Yo, que soy casero, cuando hago reparar y decorar un piso, aumento el alquiler.

La frase del señor Haffner: «Nuestros hijos pagarán» había conseguido despertar al senador. Todo el mundo batió discretamente palmas, y el señor De Saffré exclamó:

—¡Ah!, precioso, precioso, mandaré mañana esa frase a los periódicos.

—Tienen ustedes toda la razón, caballeros, vivimos en una buena época —dijo el señor Mignon, como para concluir, entre las sonrisas y las admiraciones que la frase del barón suscitaba—. Conozco a más de uno que ha redondeado bonitamente su fortuna. Ya ven, cuando se gana dinero, todo es hermoso.

Estas últimas palabras helaron a los hombres serios. La conversación se cortó en seco, y cada cual pareció evitar mirar a su vecino. La frase del albañil alcanzaba a aquellos señores, brusca como un elogio torpe. Michelin, que justamente contemplaba a Saccard con aire amable, dejó de sonreír, muy asustado por haber tenido pinta por un instante de aplicar las palabras del contratista al dueño de la casa. Este último lanzó una ojeada a Sidonie, que acaparó de nuevo a Mignon, diciendo: «Entonces, ¿le gusta el rosa, caballero?…». Después Saccard dirigió un largo cumplido a la señora De Espanet; su semblante negruzco, de garduña, tocaba casi los hombros lechosos de la joven, que se echaba hacia atrás entre risitas.

Estaban en los postres. Los lacayos andaban con pasos más vivos en torno a la mesa. Se produjo una pausa, mientras el mantel acababa de cargarse de frutas y dulces. En uno de los extremos, del lado de Maxime, las risas se volvían más claras; se oía la voz agridulce de Louise decir: «Les aseguro que Sylvia llevaba un traje de raso azul en su papel de Dindonnette»; y otra voz infantil añadía: «Sí, pero el traje estaba adornado con encajes blancos». Ascendía un aire cálido. Los rostros, más rosados, estaban como ablandados por una beatitud interior. Dos lacayos dieron la vuelta a la mesa, sirviendo alicante y tokay.

Desde el comienzo de la cena, Renée parecía distraída. Cumplía sus deberes de anfitriona con una sonrisa maquinal. A cada explosión de alegría que llegaba del extremo de la mesa, donde Maxime y Louise, uno al lado del otro, bromeaban como buenos amigos, lanzaba hacia ese lado una mirada brillante. Se aburría. Los hombres serios la fastidiaban. La señora De Espanet y la señora Haffner le lanzaban miradas desesperadas.

—Y las próximas elecciones, ¿cómo se anuncian? —preguntó bruscamente Saccard al señor Hupel de la Noue.

—Pues muy bien —respondió éste sonriente—; sólo que aún no tengo los candidatos designados para mi departamento. El Ministerio vacila, al parecer.

El señor De Mareuil, quien, de una ojeada, había agradecido a Saccard que hubiera sacado este tema, parecía en ascuas. Enrojeció ligeramente, saludó cohibido, cuando el prefecto, dirigiéndose a él, continuó:

—Me han hablado mucho de usted en la región, caballero. Sus grandes propiedades le granjean allá numerosos amigos, y su adhesión al emperador es bien conocida. Tiene usted todas las posibilidades.

—Papá, ¿verdad que la pequeña Sylvia vendía cigarrillos en Marsella, en 1849? —gritó en ese momento Maxime desde el extremo de la mesa Y como Aristide Saccard fingía no oír, el joven prosiguió con un tono más bajo—: Mi padre la conoció muy especialmente.

Hubo algunas risas ahogadas. Entre tanto, mientras el señor De Mareuil seguía saludando, el señor Haffner había proseguido con voz sentenciosa:

—La adhesión al emperador es la única virtud, el único patriotismo, en estos tiempos de democracia interesada. Quienquiera que ame al emperador ama a Francia. Veríamos con sincera alegría cómo el caballero se convierte en colega nuestro.

—El caballero triunfará —dijo a su vez el señor Toutin-Laroche—. Las grandes fortunas deben agruparse en torno al trono.

Renée no aguantó más. Frente a ella, la marquesa ahogaba un bostezo. Y como Saccard iba a tomar de nuevo la palabra:

—Por favor, amigo mío, tengan un poco de piedad de nosotras —le dijo su mujer, con una graciosa sonrisa—, dejen su desagradable política.

Entonces el señor Hupel de la Noue, galante como un prefecto, protestó y dijo que las damas tenían razón. E inició el relato de una historia escabrosa que había ocurrido en su capital. La marquesa, la señora Haffner y las otras señoras se rieron mucho con ciertos detalles. El prefecto contaba de una forma muy picante, con medias palabras, reticencias, inflexiones de voz, que imprimían un sentido muy obsceno a los términos más inocentes. Después se habló del primer martes de la duquesa, de una broma que habían gastado la víspera, de la muerte de un poeta y de las últimas carreras de otoño. El señor Toutin-Laroche, amable a ratos, comparó a las mujeres con rosas, y el señor De Mareuil, en medio de la turbación en que lo habían sumido sus esperanzas electorales, encontró expresiones profundas sobre la nueva forma de los sombreros. Renée seguía distraída.

Mientras tanto, los convidados ya no comían. Sobre la mesa parecía haber soplado un viento cálido, empañando los vasos, desmigajando el pan, ennegreciendo las mondas de fruta en los platos, rompiendo la hermosa simetría del servicio. Las flores se ajaban, en los grandes cuernos de plata cincelada. Y los convidados se abstraían por un instante, ante los restos de los postres, beatíficos, sin ánimos para levantarse. Un brazo sobre la mesa, medio inclinados, tenían la mirada viva, la vaga postración de esa embriaguez mesurada y decente de las personas de mundo, que se emborrachan a poquitos. Las risas habían cesado, las palabras escaseaban. Habían comido y bebido mucho, lo cual volvía aún más seria a la pandilla de hombres condecorados. Las señoras, en el aire pesado de la sala, sentían trasudores que les subían a la frente y la nuca. Esperaban que se pasara al salón, serias, un poco pálidas, como si su cabeza diera ligeras vueltas. La señora De Espanet estaba muy rosada, mientras que los hombros de la señora Haffner habían adquirido blancura de cera. Mientras tanto, el señor Hupel de la Noue examinaba el mango de un cuchillo; el señor Toutin-Laroche lanzaba todavía jirones de frases al señor Haffner, que éste acogía con cabeceos; el señor De Mareuil soñaba mirando al señor Michelin, que le sonreía astutamente. En cuanto a la linda señora Michelin, no hablaba hacía tiempo; muy colorada, dejaba colgar bajo el mantel una mano que el señor De Saffré debía de tener en la suya, pues se apoyaba torpemente en el borde de la mesa, las cejas tensas, con la mueca de un hombre que resuelve un problema de álgebra. Sidonie había vencido, también: los señores Mignon y Charrier, acodados ambos y vueltos hacia ella, parecían encantados de recibir sus confidencias; confesaba que adoraba los productos lácteos y que tenía miedo de los aparecidos. Y el propio Aristide Saccard, los ojos entornados, sumido en esa beatitud de un anfitrión que tiene conciencia de haber embriagado honradamente a sus convidados, no pensaba en abandonar la mesa; contemplaba, con respetuoso afecto, al barón de Gouraud, entorpecido, digiriendo, alargando sobre el mantel blanco su mano derecha, una mano de viejo sensual, corta, gruesa, manchada de placas violetas y cubierta de pelos rojos.

Renée apuró maquinalmente las pocas gotas de tokay que quedaban en el fondo de su copa. Un fuego ascendía a su cara; los pelillos pálidos de su frente y de su nuca, rebeldes, se escapaban, como mojados por un soplo húmedo. Tenía los labios y la nariz nerviosamente afilados, el rostro mudo de un niño que ha bebido vino puro. Si ante las sombras del parque Monceau se le habían ocurrido buenos pensamientos burgueses, esos pensamientos se ahogaban, en ese momento, en la excitación de los manjares, de los vinos, de las luces, de ese ambiente turbador por el cual pasaban hálitos y gozos cálidos. Ya no intercambiaba tranquilas sonrisas con su hermana Christine y su tía Elisabeth, modestas ambas, discretas, que hablaban apenas. Con una mirada dura había hecho bajar los ojos al pobre señor De Mussy. En su aparente distracción, aunque ahora evitara volverse, apoyada en el respaldo de su silla, donde el raso de su corpiño crujía suavemente, se le escapaba un imperceptible temblor de hombros a cada nueva carcajada que le llegaba de la esquina donde Maxime y Louise bromeaban, siempre igual de alto, en el ruido agonizante de las conversaciones.

Y detrás de ella, en el limite de la sombra, dominando con su alta estatura la mesa en desorden y los convidados desfallecidos, Baptiste se mantenía en pie, la carne blanca, el semblante grave, con la actitud desdeñosa de un lacayo que ha atiborrado a sus amos. Sólo él, en la atmósfera cargada de embriaguez, bajo las claridades crudas de la araña que iban amarilleando, seguía correcto, con su cadena de plata al cuello, los ojos fríos, donde la visión de los hombros de las mujeres no encendía una llama, su aire de eunuco sirviendo a parisienses de la decadencia y conservando la dignidad.

Por fin Renée se levantó, con un movimiento nervioso. Todos la imitaron. Pasaron al salón, donde estaba servido el café.

El gran salón del palacete era una vasta pieza alargada, una especie de galería, que iba de un pabellón al otro y ocupaba toda la fachada del lado del jardín. Una ancha puerta acristalada se abría sobre la escalinata. Esta galería resplandecía de oro. El techo, ligeramente cimbrado, tenía volutas caprichosas que rodeaban grandes medallones dorados, relucientes como escudos. Rosetones, guirnaldas resplandecientes bordeaban la bóveda; filetes semejantes a chorros de metal fundido recorrían las paredes, enmarcando los paneles, tapizados de seda roja; trenzas de rosas, con ramos abiertos en lo alto, caían a lo largo de los espejos. Sobre el entarimado, una alfombra de Aubusson desplegaba sus flores de púrpura. Los muebles de damasco de seda rojo, los portiers y las cortinas de la misma tela, el enorme reloj de rocalla de la chimenea, los jarrones de China colocados sobre las consolas, las patas de dos largas mesas adornadas con mosaicos de Florencia, hasta las jardineras dispuestas en los vanos de las ventanas rezumaban oro, goteaban oro. En las cuatro esquinas se alzaban cuatro grandes lámparas colocadas sobre pedestales de mármol rojo, a los que las sujetaban cadenas de bronce dorado, que caían con gracias simétricas. Y, desde el techo, bajaban tres arañas de almendras de cristal, rutilantes de gotas de luz azules y rosas: su claridad ardiente envolvía en llamas todo el oro del salón.

Los hombres se retiraron pronto al salón de fumar. El señor De Mussy vino a coger familiarmente del brazo a Maxime, a quien había conocido en el colegio, aunque contara seis años más que él. Lo arrastró a la terraza, y en cuanto hubieron encendido un cigarro, se quejó amargamente de Renée.

—Pero ¿qué le pasa, dígame? La he visto ayer, estaba adorable. Y hoy me trata como si todo hubiera acabado entre nosotros. ¿Qué crimen he podido cometer? Sería usted muy amable, mi querido Maxime, si la interrogara, si le dijera cuánto me hace sufrir.

—¡Ah! ¡Lo que es eso, no! —respondió Maxime riendo—. Renée está con sus nervios, no me interesa recibir el chaparrón. Arrégleselas, resuelva sus asuntos usted mismo. —Y agregó, tras haber exhalado lentamente el humo de su habano—: ¡Lindo papel pretende que desempeñe!

Pero el señor De Mussy habló de su viva amistad, declaró al joven que sólo esperaba una ocasión para probarle su afecto. ¡Era muy desgraciado, amaba tanto a Renée!

—¡Bueno, entendido! —dijo por fin Maxime—. Le diré unas palabritas; pero ya sabe usted, no prometo nada; me va a mandar a paseo, seguro.

Entraron en el salón de fumar, se tumbaron en anchas dormilonas. Allí, durante una buena media hora, el señor De Mussy contó sus penas a Maxime; le dijo por décima vez cómo se había enamorado de su madrastra, cómo ella había accedido a distinguirle; y Maxime, esperando a terminar su puro, le daba consejos, le explicaba a Renée, le indicaba de qué manera debía conducirse para dominarla.

Saccard había venido a sentarse a unos pasos de los jóvenes, y el señor De Mussy guardó silencio, mientras Maxime concluía diciendo:

—Yo, en su lugar, obraría muy insolentemente. A ella le gusta.

El salón de fumar ocupaba, en el extremo del gran salón, una de las estancias redondas formadas por las torrecillas. Era de un estilo muy rico y muy sobrio. Tapizado con una imitación de cordobán, tenía cortinas y portiers argelinos y, como alfombra, una moqueta con dibujos persas. El mobiliario, recubierto de piel de zapa de color madera, se componía de pufs, de sillones y de un diván circular que ocupaba en parte la curva de la pieza. La pequeña araña del techo, los adornos del velador, el juego de la chimenea, eran de bronce florentino verde pálido.

Sólo se habían quedado con las señoras algunos jóvenes y ancianos de caras blancas y blandas, a quienes el tabaco horrorizaba. En el salón de fumar se reía, se bromeaba muy libremente. El señor Hupel de la Noue entretuvo mucho a los caballeros contándoles de nuevo la historia que había narrado durante la cena, pero completándola con detalles totalmente crudos. Era su especialidad; siempre tenía dos versiones de una anécdota, una para las damas, otra para los hombres. Después, cuando Aristide Saccard entró, lo rodearon y felicitaron; y como fingía no entender, el señor De Saffré le dijo, con una frase muy aplaudida, que había hecho merecimientos por su patria al impedir que la hermosa Laure de Aurigny se pasara a los ingleses.

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