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Authors: Antonio Garrido

La escriba (14 page)

BOOK: La escriba
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Iba a moverse cuando unos relinchos la dejaron sin aliento. Se giró lentamente imaginando que encontraría a un enemigo, pero para su sorpresa no distinguió nada alarmante. Sin embargo, al instante, a otro relincho le siguieron unos ladridos. Se desembarazó de la nieve que la aprisionaba y corrió a agazaparse tras unas rocas, pero al esconderse advirtió con horror el reguero de huellas que acababa de imprimir en la nieve. Quien pasara por allí, sin duda la descubriría. Agachó la cabeza y esperó encogida, mientras los ladridos aumentaban hasta convertirse en el fragor de una jauría. Lentamente asomó la cabeza y escudriñó en derredor. Aunque el lugar continuaba desierto, advirtió que el bullicio procedía del barranco que flanqueaba el camino.

Dudó un instante, pero al final se decidió. Abandonó el escondrijo y gateó hasta el borde del cortado donde se tumbó cuan larga era. Luego se arrastró hasta asomar la nariz y se quedó ensimismada viendo cómo una manada de lobos se disputaba las entrañas de un caballo que yacía al fondo del barranco. El pobre animal resoplaba y se debatía en el suelo coceando desesperado. Se fijó en que sus tripas se esparcían por la nieve.

Sin pensarlo, comenzó a gritar y agitar los brazos como si fuera ella la atacada. Al escucharla, los lobos se detuvieron, pero de inmediato gruñeron amenazadores. Por un momento pensó que la atacarían, así que se agachó y agarró una rama seca que encontró a sus pies, la blandió sobre la cabeza y la arrojó hacia la jauría con todas sus fuerzas. El palo voló hasta impactar contra la copa de un árbol del que se desprendió la nieve acumulada entre sus ramas. Un lobo gris se asustó y huyó. Los otros titubearon, pero enseguida le siguieron.

Tras cerciorarse de que no regresaban, Theresa resolvió bajar.

Descender el barranco le resultó más complicado de lo previsto, de forma que cuando llegó al fondo, el jamelgo agonizaba. Lo encontró sembrado de heridas, algunas de aspecto distinto al de las producidas por las dentelladas. Intentó soltarle la cincha, pero no lo consiguió. En ese instante, el cuadrúpedo retembló como si lo rajaran, relinchó un par de veces y tras varios espasmos quedo exánime sobre la nieve.

Theresa no pudo evitar que una lágrima de compasión resbalara por su mejilla. Luego, tras serenarse, desató las alforjas y comenzó a registrarlas. En la primera encontró una manta, un trozo de queso y una talega con el nombre «Hóos» garabateado en el cuero. Se detuvo un instante aturdida por el descubrimiento. Sin duda aquel caballo pertenecía a Hóos; el que mencionó haber perdido al despeñarse por un barranco. De ahí aquellas heridas distintas. Mordió el queso y siguió buscando con fruición. En la misma alforja localizó una piel curtida de jabalí, un tarro con mermelada, otro con aceite, dos cepos metálicos y un frasco con una esencia que juzgó apestosa. Se quedó con la mermelada y olvidó todo lo demás. En la otra alforja, varias pieles más que no supo identificar, un ánfora sellada, un manojo de plumas de pavo real y una cajita de afeites. Supuso que se trataba de regalos que Hóos llevaba a sus parientes, y que al perder la montura decidió mejor no cargar.

Sabía que algún objeto podría serle útil, pero también que le dificultaría la marcha. Además, si alguien se los encontraba podría acusarla de ladrona, de modo que optó por coger sólo la comida. Cerró de nuevo las alforjas y, tras un último vistazo, ascendió el barranco para continuar su camino.

Alcanzó la entrada del paso con la suficiente luz como para apreciar que el acceso resultaba impracticable, por lo que se dispuso a pernoctar en la montaña. Al día siguiente proseguiría hacia el este en busca del camino a Fulda, del que tan sólo conocía la existencia de una peculiar formación rocosa que, según Hóos, señalaba su inicio.

Al principio pensó que soportaría el frío, pero cuando los pies comenzaron a congelársele probó a encender una fogata. Para ello reunió algo de leña que dispuso bajo un puñado de yesca. Cuando la tuvo preparada, golpeó el eslabón contra la lasca de pedernal. La yesca se iluminó, pero al igual que prendió, se consumió sin conseguir que las ramas ardieran.

Intuyó que el problema radicaba en la humedad infiltrada en la leña, y que por tanto debía disponer las ramas más secas sobre las mojadas. Apiló nuevamente la madera, colocó otro montoncito de yesca y repitió la operación, con idéntico resultado. Apesadumbrada, comprobó que apenas le restaba yesca para un par de intentos, y pensó que si la empleaba toda en lugar de racionarla, tal vez lo consiguiera.

Sacó el frasco de aceite y lo vertió sobre las ramas. Una vez empapadas, volcó la yesca sobre un trozo de cuero y pisoteó la cajita hasta destrozarla. Luego dispuso las astillas bajo la yesca y rezó para que prendieran.

Por tercera vez golpeó el pedernal, que escupió una miríada de chispas como por ensalmo. Al cuarto intento la yesca prendió. Rápidamente sopló sobre las llamas que querían lamer las astillas. Por un momento languidecieron hasta casi extinguirse; sin embargo, poco a poco cobraron fuerza hasta propagarse a las ramas aceitadas.

Aquella noche durmió tranquila. Al calor del fuego imaginó a su padre velándola. Soñó con su familia, con su trabajo
de percamenarium y
con Hóos Larsson. A él se lo figuró noble, fuerte y aguerrido. Al final del sueño creyó que la besaba.

La tormenta despertó a Theresa poco antes del amanecer, con la lluvia empapándola como si hubiera caído a un río. Recogió sus pertenencias y corrió a refugiarse bajo un roble próximo. Cuando escampó, le pareció que el frío regresaba.

Poco a poco, las nubes se desvanecieron y un sol tímido derramó sus débiles rayos sobre las crestas de las montañas. Lo interpretó como un presagio de fortuna. Antes de emprender el camino pidió a Dios por la salud de su padre, por su madrastra, y también por el desafortunado caballo de Hóos. Y le agradeció que un día más la hubiera mantenido con vida. Luego se embozó en la capa, mordió un trozo de queso y echó a andar aún mojada.

Tres millas más tarde comenzó a dudar sobre lo acertado de la ruta. Los caminos se habían angostado hasta convertirse en veredas que aparecían y desaparecían en medio de un paisaje eternamente blanco. Aun así no se arredró y siguió avanzando en dirección a ninguna parte.

A mediodía se topó con una torrentera que le cortaba el camino. Bordeó el cauce durante un trecho, buscando un lugar por donde vadearlo, hasta llegar a una vaguada en la que el agua se arremansaba formando una pequeña laguna. Se detuvo un instante a admirar el paisaje, un cristal en el que los abetos y las cumbres parecían reflejarse para duplicar su hermosura. Le fascinó la forma en que los árboles se arracimaban como un vasto ejército, su follaje aceitunado moteado por la nieve, el gorgoteo del agua, y el intenso aroma de la resina que entremezclado con el frío le despejaba los pulmones.

Notó cómo el apetito le ronroneaba en la tripa.

Pese a saber que no encontraría nada, hurgó en el bolso. Luego decidió practicar lo que en ocasiones había visto hacer a los mozos del pueblo: buscó un recodo umbrío y levantó unas piedras hasta hallar un hervidero de lombrices. Confeccionó un anzuelo con una fíbula del pelo y una rama y ensartó un par de lombrices. Luego anudó un extremo a una hebra de lana que extrajo de su vestido y la lanzó al agua tan lejos como pudo. Con suerte almorzaría trucha asada.

De repente advirtió algo que la inquietó. Semioculta bajo la maleza, a pocos pasos de donde se encontraba, reconoció una especie de barcaza varada. Hóos no lo había mencionado, pero sin duda se trataba de uno de esos lanchones utilizados para el trasiego de mercancías. Apartó la breña y saltó a la barcaza, que crujió bajo su peso. Cerca de la proa encontró una pértiga apoyada sobre una especie de maroma que unía las dos orillas a modo de puente. Imaginó que serviría para evitar que durante los transbordos la corriente arrastrara la barcaza. Tras comprobar que el casco no presentaba brechas decidió desvararla y conducirla hasta la otra ribera.

Se dirigió al extremo encallado, ajustó su espalda contra la popa y aplicó el peso de su cuerpo hundiendo sus pies en el lodo. La barca no se movió. Lo intentó varias veces, hasta que sus piernas y brazos comenzaron a temblar. Al final, desfallecida, se derrumbó en el suelo y lloró con amargura.

No recordaba las innumerables veces que había llorado desde que huyera de Würzburg. Se enjugó las lágrimas y pensó en renunciar. Se dijo que tal vez debiese regresar y solicitar clemencia a Wilfred, a Dios, o a quien hiciera falta. Al menos estaría con su familia, y tal vez con su ayuda lograse demostrar que no había sido ella la causante del incendio. Sin embargo, recordó la muerte de aquella chica y comprendió lo iluso de su idea. Su vida, si es que le esperaba alguna, sin duda se encontraba al otro lado de la laguna.

Desolada, miró alrededor hasta encontrar un guijarro mediano que lanzó con fuerza hacia la orilla opuesta. La piedra sobrepasó un cuarto de lago antes de sumergirse en sus profundidades, lo que le hizo estimar unos cien pasos de distancia. Con aquel frío nunca lograría cruzar a nado. Se dijo que tal vez más adelante hubiese algún puente. Sin embargo, cuando se disponía a proseguir, pensó que si se colgaba de la soga quizá pudiera gatear hasta la otra orilla. En ambas riberas, la maroma se anudaba a sendos árboles que parecían suficientemente consistentes como para soportar el peso de un hombre. Además comprobó que, pese a que a mitad de trayecto la soga perdía altura, en ningún momento llegaba a sumergirse.

Una vez convencida se adentró en el agua. El frío le hizo dar un respingo, pero continuó. Cuando comenzó a perder pie, brincó sobre la maroma y maniobró hasta colgarse boca arriba con la cabeza hacia la orilla opuesta. Luego avanzó estirándose y encogiéndose como una oruga.

El primer tramo lo cubrió sin dificultad. Sin embargo, a un tercio del camino la soga comenzó a ceder, acercándola peligrosamente al agua. Cuando las primeras gotas le lamieron la espalda, se descolgó y continuó a nado ayudándose de la amarra. Luego, al comprobar que la soga volvía a elevarse, se encaramó de nuevo. En ese instante, la bolsa en que transportaba sus pertenencias se abrió dejando caer el eslabón. Intentó aferrar la cajita, pero la corriente la arrastró hasta desaparecer bajo las aguas. Soltó un par de improperios y prosiguió el avance hasta que por fin, tras unos momentos que se le antojaron eternos, consiguió arribar a la orilla.

Nada más llegar, se desnudó tiritando para retorcer la ropa y escurrir el agua. Mientras lo hacía, le llamó la atención un extraño destello que parecía provenir de un punto indeterminado cerca de donde se hallaba. Se preguntó si no sería el eslabón recién perdido y, pese a lo improbable de la suposición, se vistió deprisa y se encaminó hacia el fulgor que la llamaba. No obstante al acercarse comprobó que se trataba de una maraña de cangrejos pululando sobre el cadáver de un soldado desfigurado.

Supuso que era un sajón, aunque también podría ser un franco.

Se fijó en la terrible brecha que le corría desde la oreja izquierda hasta la base del cuello. Tenía el rostro carcomido y la sangre se le había acumulado bajo la piel, tornándosela cárdena. Sus tobillos aparecían descoyuntados, y pese a los ropajes, mostraba el vientre hinchado como un odre viejo. Advirtió que en realidad el destello provenía del
scramasax
que portaba en el cinto. Pensó en apropiárselo pero desistió, porque todo el mundo sabía que las almas de los muertos permanecían tres días vigilantes junto a sus cuerpos.

Se apartó unos pasos para contemplar el espectáculo con repulsión y asombro. Mientras observaba a los cangrejos, pensó qué sabor tendrían tras pasar por la parrilla. Entonces recordó la pérdida de su eslabón y se preguntó si aquel cadáver portaría alguno. Con la ayuda de una vara apartó varios cangrejos, pero sólo encontró porquería y más bichos.

Se hallaba absorta hurgando entre los ropajes, cuando de repente la asieron por la espalda. Theresa chilló y pataleó como si la llevara el demonio, pero al instante una mano le tapó la boca. Ella respondió hundiendo sus uñas con tal fuerza que pensó que se le desprenderían. Entonces recibió un bofetón mientras la zarandeaban como a un muñeco de trapo.

—¡Diablo de muchacha! ¡Vuelve a gritar y te arranco la lengua!

Theresa lo intentó, pero no pudo.

Ante ella, un personaje salido del infierno la miraba amenazadoramente. Era un viejo de cara arratonada, devorada por la podredumbre. Su pelo raleado dejaba a la vista varias calvas salpicadas de heridas y mugre, y sus ojos grises se clavaban en ella como si quisieran atravesarla. Se fijó en los colmillos del perro que le escoltaba.

—Tranquila, chica.
Satán
sólo muerde a quien se lo busca. ¿Estás sola?

—Sí —balbuceó. Y al instante se arrepintió de su respuesta.

—¿Qué buscabas en el muerto?

—Nada. —Se mordió la lengua por una respuesta tan estúpida.

—¿De modo que nada? ¡Anda! Quítate los zapatos y échalos a un lado —le ordenó—. ¿Cómo te llamas?

—Theresa —respondió mientras obedecía.

—Bien. Acércame eso. —Señaló la talega que ella portaba al hombro—. ¿Puede saberse qué haces aquí?

Theresa no contestó. El hombre abrió la bolsa y comenzó a registrarla.

—¿Y esta daga? —Era el cuchillo sustraído a Hóos Larsson.

—Devuélvamela. —Theresa se la arrebató y se la guardó bajo el vestido.

El hombre continuó hurgando.

—¿Qué es esto? —preguntó. Ya había sacado el punzón y las tablillas.

—¿El qué?

—No te hagas la estúpida. Este pergamino que escondías en el doble fondo.

Theresa se sorprendió. Imaginó que, tal vez por algún motivo importante, su padre lo había ocultado allí.

—Un poema de Virgilio. Siempre lo protejo para que no se manche —se inventó.

—Poemas… —masculló él mientras devolvía el pergamino a la talega—. Menuda cursilería. Ahora presta atención: esto está infestado de bandidos, así que me da igual lo que hagas, de dónde vengas, si estás sola o lo que buscaras en ese muerto… Pero te lo advierto: si intentas gritar o haces cualquier despropósito,
Satán
te abrirá la garganta antes de que sepas lo que te ocurre. ¿Entendido?

Theresa asintió. Habría tratado de escapar, pero sin zapatos resultaría una estupidez. Supuso que por esa razón le había ordenado que se descalzara. Se retiró unos pasos y lo miró con detenimiento. Vestía una capa raída anudada a la cintura, que dejaba a la vista unas piernas largas y huesudas. Cuando el hombre terminó de hurgar en la talega, se agachó y cogió un bastón de cuyo extremo pendía una campanilla. Entonces Theresa se fijó en sus heridas y comprendió que tenía la lepra.

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