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Authors: David Garnett

La dama zorro (4 page)

BOOK: La dama zorro
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Así entendía perfectamente bien la importancia y los deberes de la religión. Le escuchaba con aprobación todas las noches cuando recitaba el Padrenuestro y observaba rígidamente el descanso dominical. Por cierto que, siendo domingo el día siguiente, su marido le propuso su habitual partida de
piquet
sin ver nada malo en ello, pero ella no quiso jugar. Al principio el señor Tebrick no entendía lo que quería decir, a pesar de ser rápido en entenderla. Para hacerse comprender, la zorra hizo la señal de la cruz con su pata. Este gesto le alegró y consoló no poco en su desgracia. Le pidió perdón y dio fervientes gracias a Dios por tener una esposa tan buena que, a pesar de todo, sabía más de sus deberes religiosos que él mismo. Mas aquí debo advertir al lector, para que del hecho de que hiciera la señal de la cruz no extraiga la conclusión de que era papista. A mi juicio hizo este signo a la fuerza y porque sólo podía expresarse de este modo. En efecto: había sido educada como fiel protestante y seguía siéndolo, según demostró al rechazar las cartas. De haber sido papista, no le hubiese dado mayor importancia.

Aquella noche, tras llevarla a la sala de estar con la idea de tocarle un poco de música sacra, la encontró al poco rato agazapada en el rincón más distante de la habitación, con las orejas inclinadas hacia atrás y una expresión de la mayor angustia en los ojos. Cuando le habló, le lamió la mano, pero permaneció largo rato temblando a sus pies, y mostró claros síntomas de terror cada vez que él se acercaba al piano.

Al ver esto y recordar cuán mal soporta nuestra música el oído de los perros (disgusto que cabe esperar mayor aún en un zorro, cuyos sentidos son mucho más agudos por tratarse de un animal salvaje), cerró el piano y, tomándola en brazos, cerró también la habitación y no volvió a entrar en ella. No pudo por menos de maravillarse, sin embargo, puesto que dos días atrás el animal mismo le había guiado a este lugar, y escogido sus piezas favoritas a fin de que se las tocara y cantara.

Aquella noche no quiso dormir con él, ni dentro de la cama ni encima de ella, de manera que no tuvo más remedio que dejarla acurrucarse en el suelo. Pero tampoco allí quiso dormir, pues le despertó varias veces trotando por la habitación. Otra vez, cuando ya había logrado conciliar un profundo sueño, saltó sobre la cama y de ésta al suelo, despertándole con un violento sobresalto. Le gritó pero no obtuvo respuesta: sólo su incesante trotar por la habitación. Pensó entonces que debía de necesitar algo y fue a buscarle comida y agua. La zorra ni siquiera lo miró, siguió con su deambular y a veces rascaba la puerta.

Aunque le hablaba, llamándola por su nombre, no le prestó atención o sólo por un momento. Al fin se dio por vencido y le dijo llanamente:

—Ahora te da por comportarte como una zorra, pero te mantendré encerrada y por la mañana volverás en ti y me agradecerás haberte guardado.

Dicho esto, se tendió otra vez, pero no se durmió escuchando corretear a su mujer en sus esfuerzos para salir de la habitación. Así transcurrió la que podríamos calificar como peor noche de su vida. Por la mañana, ella seguía inquieta y se resistió a ser lavada y cepillada. Pareció que le disgustaba que la perfumara y que sólo lo toleraba para no hacerle enfadar. Normalmente había disfrutado enormemente con su aseo, de modo que su nueva actitud, unida a la mala noche, sumieron al señor Tebrick en el mayor desánimo, y fue entonces cuando decidió poner en marcha un plan que le iba a demostrar (o, al menos así lo pensaba) si tenía en su casa una esposa o una zorra salvaje. Algo le consolaba el hecho de que lo soportara, aunque evidenciando tanta inquietud que la llamó varias veces «zorra mala y salvaje» y, hablándole de este modo, le dijo:

—¿No te da vergüenza, Silvia, comportarte como una loca, como una moza malvada? ¡Tú que eras tan escrupulosa en lo tocante a tu aspecto! Ahora veo que todo era vanidad… Perdidos tus encantos, te importa un comino la decencia.

Sus palabras produjeron un cierto efecto, pero, cuando hubo acabado de arreglarla, ambos estaban muy deprimidos y a punto de llorar.

Poco comió ella a la hora del desayuno, y después puso él en marcha su experimento, que era el siguiente: hizo en el jardín un ramillete de campanillas blancas, únicas flores que pudo hallar, y luego marchó al pueblo de Stokoe y compró un conejo holandés (es decir, blanco y negro) a un hombre que los criaba.

Cuando volvió a casa, le llevó las flores y, al mismo tiempo, puso en el suelo la cesta que contenía el conejo con la tapa abierta. Luego la llamó:

—Silvia, te he traído flores. Mira: las primeras campanillas blancas.

Al oírle, el animal corrió hacia él y, sin dirigir una sola mirada al conejo que acababa de saltar de la cesta, empezó a agradecerle las flores. Parecía que no iba a cansarse nunca de dar señales de gratitud: las olía, se apartaba un poco para mirarlas y volvía a darle las gracias. El señor Tebrick, siguiendo con su plan, tomó un jarrón y se fue a buscar agua, dejando las flores con su esposa. Estuvo fuera de la habitación cinco minutos de reloj, escuchando atentamente: no oyó ningún chillido del conejo. Pero cuando volvió, ¡qué horrible espectáculo le esperaba! Sangre en la alfombra, sangre en los sillones y en los macasares, incluso salpicaduras de sangre en la pared y, lo que es peor, la señora Tebrick destripando un trozo de piel y las patas. El resto se lo había comido ya. El pobre hombre quedó tan abatido que a punto estuvo de atentar contra su vida. Por un momento pensó en coger su escopeta, matar a la zorra y luego matarse. Afortunadamente, lo extremo de su dolor lo dejó completamente desarmado: durante bastante tiempo no pudo hacer sino llorar. Se hundió en una silla, con la cabeza entre las manos, y así permaneció, gimiendo y sollozando.

Después que hubo pasado un rato entregado a la tristeza, la zorra, que había engullido ya el conejo entero sin dejar patas, orejas ni rabo, se le acercó y, apoyando las patas en sus rodillas, dirigió su largo hocico a su cara y empezó a lamerle. Mas él, mirándola ahora con distintos ojos y viendo sangre fresca en sus mandíbulas y pelos de conejo en sus garras, no quería saber nada de ella.

Pero aunque la rechazó violentamente cuatro o cinco veces, llegando incluso a darle puñetazos y patadas, ella volvía, arrastrándose sobre su vientre, a implorar perdón con doloridos ojos. Antes de hacer el experimento del conejo y las flores, se prometió que, si fracasaba, no iba a sentir compasión por ella. Aunque las razones de esta decisión le habían parecido obvias antes, ¡qué difícil resultaba ahora de poner en práctica! Al fin, tras maldecirla y pegarle por más de media hora, tuvo que admitir que aún la amaba, a pesar de todo, por más que fingiera lo contrario. Cuando hubo reconocido esto, la miró y sus ojos se encontraron. Entonces le tendió los brazos, diciendo:

—¡Oh, Silvia, Silvia, ojalá no hubiese hecho esto nunca! ¡Ojalá no te hubiera tentado yo en esta hora fatal! ¿No te repele esta carnicería, este banquete de carne cruda y piel de conejo? ¿También tu alma —y no sólo tu cuerpo— se ha convertido en un monstruo? ¿Te has olvidado de lo que significa ser mujer?

Mientras tanto, a cada palabra de él, se le acercaba ella un paso más, arrastrándose sobre su vientre, y acabó subiéndose tristemente en sus brazos. Pareció entonces que las palabras de su marido hacían efecto y sus ojos se llenaron de lágrimas: lloró arrepentida en sus brazos y su cuerpo se estremecía con sus sollozos como si el corazón se le partiera. A él este dolor del animal le produjo la más extraña mezcla de pena y alegría que conociera en su vida, porque, al regresar de forma impetuosa su amor hacia ella, por un lado no podía soportar su tristeza y por otro esta misma tristeza le daba esperanzas de que algún día volvería a ser una mujer. De modo que cuanta mayor angustia y vergüenza demostraba la zorra, más esperanzas tenía él, hasta que tanto aumentaron su amor y su compasión que casi deseaba que acabara de convertirse en un simple zorro para que no sufriera tanto por ser medio humana.

Al fin miró a su alrededor un poco ofuscado de tanto llorar, instaló a la zorra sobre la otomana y empezó a limpiar la habitación con un gran peso en el corazón. Fue a buscar un cubo de agua y lavó las manchas de sangre, retiró los dos macasares y puso otros limpios. Mientras hacía su trabajo, la zorra estaba sentada y le observaba contrita con la nariz entre las patas delanteras, y, cuando hubo concluido, se trajo algo de almuerzo, aunque ya era tarde, pero nada para ella. Tan sólo le dio agua y un racimo de uvas.

Después de comer, ella le condujo a un armarito de carey y se lo hizo abrir. Cuando lo hubo hecho, le indicó el estereoscopio portátil que había en el interior. El señor Tebrick comprendió enseguida su deseo y, tras intentarlo varias veces, lo ajustó a la visión del animal, y así pasaron muy felizmente juntos el resto de la tarde, mirando la colección de vistas de Italia, España y Escocia que él había comprado. Esta diversión proporcionó aparentemente al animal un gran placer y al marido un considerable consuelo. Pero aquella noche no logró convencerla de que durmiera en la cama con él y acabó permitiéndole que durmiese en una colchoneta al lado de la cama: así podía tocarla, estirándose un poco. El señor Tebrick pasó la noche con la mano sobre la cabeza de la zorra.

A la mañana siguiente, tuvo que luchar más que nunca para lavarla y vestirla. A veces sólo sujetándola por la nuca podía impedir que se marchara. Al fin consiguió su objetivo y el animal fue lavado, cepillado, perfumado y vestido, aunque para mayor satisfacción del marido que de la esposa, puesto que miraba con disgusto su chaqueta de seda.

De todos modos, durante el desayuno ella se comportó bien, por más que engullera su comida con un poco de prisa. Entonces empezaron las dificultades del marido, porque ella quería salir, pero como él tenía trabajo que hacer, no se lo permitió. Le llevó libros ilustrados para que se distrajera, pero ella no los quiso y se instaló junto a la puerta, arañándola con las garras hasta que hizo saltar la pintura.

Primero intentó él adularla y lisonjearla, le dio cartas para que hiciera solitarios, etc., pero, al observar que nada la apartaba de sus ansias de salir, empezó a irritarse y le dijo llanamente que tenía que obedecerle y que él era de natural tan obstinado como ella. Pero ella no prestó atención alguna a sus palabras y cada vez arañaba con más fuerza.

Dejó que siguiera haciéndolo hasta el almuerzo: entonces la zorra se negó a sentarse y a comer del plato. Primero quiso subirse a la mesa y, cuando él se lo impidió, cogió su comida y la devoró debajo de la mesa. Hizo oídos sordos a todos los reproches, de manera que ambos concluyeron el almuerzo habiendo comido poco, porque él se negaba a darle más comida si no se sentaba a la mesa y la contrariedad le había quitado su propio apetito. Por la tarde la sacó al jardín para que se aireara.

No simuló esta vez ella que disfrutaba de las primeras campanillas blancas o de la vista desde la terraza. No: sólo tenía ojos para los patos y se lanzó en pos de ellos antes de que él pudiera detenerla. Por suerte todos estaban nadando cuando ella llegó, porque, como sea que un arroyo desembocaba en el estanque por el otro lado, allí no se había helado.

Cuando él hubo llegado al estanque, ella corrió por encima del hielo, que apenas podía soportar su peso, y, por más que él la llamó y le suplicó que regresara, ella no le hizo caso, sino que siguió saltando y acercándose a los patos todo lo posible, aunque cuidando de no aventurarse por donde el hielo era más delgado.

Luego el animal se dio la vuelta y empezó a arrancarse los vestidos; por último, a fuerza de morder se quitó su chaquetita y con la boca la metió en un agujero del hielo que él no podía alcanzar. Entonces la zorra empezó a correr de un lado a otro, completamente desnuda, sin dirigir ni una mirada a su pobre marido, que permanecía en la orilla en silencio, lleno de desesperación y de terror. Allí lo tuvo la mayor parte de la tarde, hasta dejarlo aterido de frío y cansado de tanto observarla. El señor Tebrick, reflexionando acerca de cómo se había descuidado y resistido por la mañana a ser vestida, acabó por pensar que tal vez era demasiado estricto con ella y que si le dejaba salirse con la suya, quizá conseguirían ser felices juntos, aunque ella comiera del suelo.

De manera que la llamó:

—Silvia, ven, sé buena. No llevarás más vestidos, si no quieres, ni tendrás que sentarte a la mesa, te lo prometo. Harás lo que quieras, con tal de que me obedezcas en una sola cosa: te quedarás conmigo y no saldrás sola, porque es muy peligroso. Si te encontraras con un perro, te mataría.

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