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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (28 page)

BOOK: La dama número trece
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—Algo a lo que tú has contribuido decisivamente.

—¿Dónde quedó la poderosa Saga de antaño?

—No importa dónde haya quedado. No me cambiaría por ti jamás.

—Estás mintiendo como una ajena —susurró Saga, cariñosamente—. Pero no negaré que me agrada oírtelo decir: si algún verso te hiciera volver, yo tendría que marcharme. No puede haber dos damas de la misma jerarquía...

—... porque la más antigua prevalece, lo sé.

—Lamentablemente, ni siquiera yo podría hacerte regresar. Los versos fueron recitados en su tiempo y has sido expulsada para siempre.

—¿Quién habla de hacer regresar a esa zorra? —saltó la mujer obesa desde su sitio en la hilera.


Petrus in cunctis
—murmuró la dama a su izquierda, de enorme melena rubia, provocando risas.

—Oh, bien, si nadie tiene la
bondad
de escucharme... —La mujer obesa se puso a juguetear con su símbolo.

—Seamos prudentes —dijo la joven en voz alta—. La situación es delicada, pero lo primero de todo es la fiesta. Qué van a pensar nuestros invitados... Hoy celebramos la Noche de la Fortuna: es preciso estar alegres, bailar, reír... Tenemos mucho tiempo por delante. Sugiero calma. Lo primero es divertirnos.

El ambiente parecía repentinamente distendido. La música surgió de las ventanas con la elegancia de un ofidio: una de esas melodías de salón que sirven de fondo en muchas recepciones. La mansión sé encendió, pareció repoblarse de presencias. Las damas se dirigieron a la terraza. La última en marcharse fue Saga.

Más allá de todo lo que acababa de presenciar, Rulfo aún seguía preguntándose algo. Quizá era un detalle sin demasiada importancia Solo había contado doce.

¿Dónde estaba la número trece?

A, noir corset velu des mouches éclatantes!

Coreadas a pleno pulmón desde el interior de la casa, aquellas palabras dieron paso a otra atmósfera. La música se atenuó: quedó un fondo de violines, una base móvil y zumbante cuya intensidad se acompasó con los ruidos de la fiesta; cuando se escuchaba, resonaban también las carcajadas; luego todo se perdía para regresar poco después. La impresión total era extraña, y a ello se unieron las luces y el viento. Era como si la mansión fuese un tren que alternara el paso frente a alegres estaciones con túneles de oscuridad y silencio. Algunas velas del cenador se apagaron bajo aquellos soplos variables. Todo se asemejó a un corazón bombeante: luces, risas, valses y ráfagas de aire centelleaban como un vertiginoso ciclorama, luego venía un lapso de mudas tinieblas y otra vez la sístole festiva. A través de las ventanas se atisbaba un remolino de siluetas, rostros, manos alzando copas.

El coro volvió a resonar

E, frissons d'ombelles!

y hubo una silenciosa explosión de claridad. Rulfo tuvo que desviar la vista.

—Se están divirtiendo —dijo Raquel.

Ambos apartaban la cara de aquel resplandor brutal. Era un brillo casi sólido, como la fotografía de un incendio. Las risas proseguían, pero diminutas, al igual que la música. Todo permanecía sumergido en un flash interminable que alargaba las sombras de los arcos del cenador, de los mayordomos, de Rulfo y Raquel, asemejándolas a caminos de terciopelo negro. La temperatura había descendido, y el frío parecía tener el mismo origen que la luz: como si la mansión se hubiera convertido en un carámbano inmenso. «Vocales», de Arthur Rimbaud, identificó Rulfo.

No era momento, y lo sabía, para reprocharle nada a ella, pero no podía evitar pedirle algún tipo de explicación antes de que todo acabase. Sus palabras se condensaron en niebla bajo aquella luz antártica.

—¿Por qué me diste una figura falsa?

Aunque el semblante de la muchacha estaba prohibido para sus ojos, la voz le llegó diáfana, dotada de absoluta firmeza.

—Porque me habrías obligado a entregarte la verdadera y te habrían matado ya. Además, sentí que debíamos ocultar la figura real, aunque no sé explicarte por qué...

—¿Akelos te lo dijo en sueños?

—No. Te mentí. No he tenido más sueños. Es un presentimiento.

Él la entendía, pero le dolía que ella hubiese desconfiado.

—Nuestra única oportunidad de salir con vida es no entregarles la figura —agregó Raquel—. Cuando la tengan, nos matarán.

—Te creo.

Desde la casa se escucharon gritos. Parecían infantiles, pero Rulfo no pudo decidir si eran de alegría o terror. Se mezclaban con estallidos de carcajadas adultas.

Se están divirtiendo.

—Pero tienen a mi hijo —continuó ella—. No se atreverán a hacerle nada porque decidieron dejarlo con vida, pero lo usarán para presionarme. Y yo no voy a poder soportar esa presión. He pasado por todo, pero no pasaré por eso.

Los gritos habían cesado. Solo se percibía cierto ruido crepitante de hojarasca quemada. La luz continuaba tiranizando el aire, omnímoda, absoluta. Bajo aquel fastuoso resplandor nevaban copos negros, sombras poliédricas: un enjambre de mariposas aturdidas que, tras la cautela inicial, regresaban en masa y se sumergían en el mayestático fulgor.

—Yo me llamaba Raquel —prosiguió su voz desde la helada luminosidad—, igual que Saga es Jacqueline y la antigua Akelos era Lidia, pero mi apariencia no era ésta. Mi hijo se parece a mí tal como
soy realmente
: tengo el cabello de ese color y los ojos azules. La filacteria en mi espalda me convirtió en esto. —
En esto
. Su tono denunciaba repugnancia. Rulfo creyó comprenderla. De hecho, ¿no solía decir César que, deformado por la poesía, el recuerdo de ciertas personas se hacía falsamente hermoso?—. Jacqueline era una de mis adeptas cuando yo era Saga —continuó Raquel—. Me servía. Luego me sucedió.

I, sang craché!

La luz blanca había desaparecido devorada por un rojo voluptuoso, monárquico, aturdidor, que pintó todas las ventanas como si alguien hubiese corrido cortinas carmesíes en cada habitación. La silueta de la muchacha quedó orlada de sangre.

Su tono era pausado, casi titubeante. Al tiempo que hablaba, desandaba por el laberinto de su memoria.

Pero no se lo contó todo.

Le dijo que no lo había hecho por amor. Hubiese podido hacerlo de manera «aceptada» por el grupo, porque existen versos —le dijo— que logran hacerte sentir lo que deseas, versos que reproducen tus sueños con exactitud pero que, a su vez, no son otra cosa que nuevos sueños. Sin embargo, ella había querido sentir
sin palabras
. Nunca una dama había deseado algo parecido, porque sentir sin palabras era casi imposible: equivalía al silencio bajo el mar.

Le dijo que había creído que podía hacerlo porque, aunque sabía que estaba prohibido, ella era Saga y nadie cuestionaba sus decisiones. Vivir millares de años, conocer épocas y tierras, contemplar distintos techos de estrellas: todo eso acrecienta la curiosidad, no la extingue. Los paisajes habían mudado de piel como serpientes y el planeta cambiado de rostro mientras ella perduraba habitando cuerpos fugaces. Se propuso dar vida a una nueva vida, única forma posible de enlentecer aquella fugacidad. Ella era Saga, y nada de lo que decía, hacía o deseaba podía estar prohibido. No hubo amor, le repitió.

Sin embargo, no le dijo que, cuando aquella cosa que era vida sin serlo, porque carecía de palabras (o que lo era por completo, precisamente por carecer de ellas), creció en su vientre, tuvo miedo y experimentó la tentación de destruirla, pero no lo hizo. Y tampoco quiso contarle que, cuando nació, ella permaneció largo rato en silencio, mirándola. Siempre había creído que el silencio era malo. El silencio era el vacío, ausencia de belleza y eternidad. Pero, al ver su imagen escindida y exacta en aquellos ojos que tanto se le parecían,

estalló un silencio

en sus labios.

Supo que estaba cometiendo un grave error, una falta imperdonable. Sin embargo, al mismo tiempo sentía más allá de todo verso, de una forma que no podía expresar con palabras, que nunca podría separarse de eso. Ella y aquella cosa nacida de ella afrontarían juntas la condena, fuera cual fuese.

—Akelos me ayudó a esconder al niño durante un tiempo... Aún no sé por qué lo hizo... No por compasión, estoy segura. A veces sus planes tenían objetivos lejanos. Ella era «la que Adivina», conocía bien el futuro... En cualquier caso, su ayuda fue inútil. El grupo me descubrió y decidió expulsarme: hundieron mi imago en una urna con agua, dentro de una filacteria, Anulándome. Pero a Jacqueline, que ya era la nueva Saga, le pareció un castigo muy leve y decidió
refinarlo
. —Hizo una pausa. Se sentía anegada de náuseas, como si los recuerdos se hubiesen convertido en materia corrompida—. Me obligó a matar al hombre con el que había yacido, un simple ajeno... Luego quiso destruir también al niño. Entonces Akelos intervino de nuevo y su voto fue decisivo a la hora de permitir que mi hijo viviera. Jacqueline se enfureció. Se aseguró de que viviría en condiciones inhumanas. Me tatuó una filacteria y creó a la Raquel que conociste: un cuerpo tentador de ajena, pero ignorante y cobarde... Me borró la memoria, me entregó a los sectarios... A mis propios adeptos. —Rulfo percibió el dolor que le provocaba este recuerdo recién llegado—. Ellos me vendieron a Patricio. Durante todos estos años el principal placer de Saga ha consistido en verme humillada cada vez más...

Espesas capas rojas seguían ocultando los cristales de las ventanas como estores líquidos. En medio de aquella pleamar, con las mariposas atormentando la luz, el coro volvió a oírse, musical, remoto.

U, vibrement divines des mers virides!

Luces verdes sustituyeron a las rojas.

—Pero Saga también odiaba a Akelos por haberme ayudado... No cesó hasta conseguir que el grupo la acusara de traición, y presionó para que la sentencia fuera aún más severa que en mi caso: la condenaron a ser destruida del todo, no solo su cuerpo, también su espíritu inmortal... Por eso buscan la imago. Pero te juro que no la he ocultado para devolverle el favor a Akelos: tan solo sé que debo hacerlo... Aún no entiendo...

El coro volvió a oírse, interrumpiéndola,

O, l'Oméga...

y la luz verde se desvaneció. En la oscuridad, brillaron dos ojos.

... rayon violet de Ses Yeux...

Eran los de Saga. A su espalda, en fila, otra vez mudas, quietas e imprevistas, el resto de las damas.

La fiesta parecía haber concluido.

Ahora estaban desnudas y cubiertas de sangre.

No.

Vestidos rojos. Llevaban vestidos de rejilla casi transparentes, muy cortos y ceñidos, en color rojo brillante, como telarañas ensangrentadas. Sus ojos eran blancos, sin pupilas. Tampoco. Se trataba de los párpados: estaban pintados de blanco y ellas los mantenían entornados. Y no era cierto que los dientes fueran amenazadores: dos pequeñas líneas color marfil dibujadas en las comisuras ofrecían la falsa impresión de colmillos, pero de nuevo se trataba de maquillaje. Eran doce mujeres extravagantes. O eso parecían.

Otra vez el silencio y la oscuridad. Solo el viento, al agitar la vegetación circundante, producía ruidos como de cuerpo avanzando por un cañaveral.

—Hay algo que siempre me sorprendió de ti. Ese espíritu tuyo, tenaz y altivo al mismo tiempo, como encaramado en un árbol solitario, elevado por encima de todos... Esa voluntad que nada ni nadie ha podido quebrantar... Cuando te expulsamos lo comprobé. Los hombres profanaban tu cuerpo, el látigo quemaba tu carne, pero tú seguías siendo majestuosa. Quisiera saber cómo funciona eso... —La joven miraba los ojos de Raquel con tal fijeza que a Rulfo le pareció que, en efecto, deseaba comprender algún tipo de mecanismo—. Cuando mataste al ajeno,
eso
afloró por un segundo... Me atemoriza, te lo confieso: me da miedo lo que eres
por dentro
, y sospecho que también te lo da a
ti
. Porque es silencio. No he descubierto aún versos que lo arranquen. Quizá existan, quizá ahora mismo estén creándose. En algún momento, una combinación de palabras te hará saltar, y eso estallará. Ahora estás Anulada y podría matarte de forma prosaica, pero, si lo hiciera... ¿qué quedaría de lo que estoy viendo...? Si no puedo obtenerlo, ¿qué gano arrojándolo al barro...? —Se detuvo y despejó casi con ternura el cabello de la frente de Raquel. La muchacha apartó la cara—. Lo intentaré de nuevo. Una y otra vez. Descubriré de qué estás hecha. Tiraré de ti hasta que bajes del trono. No puedo permitir que eso que tienes no me consuma también a mí... Quiero quemarme con eso. —Deslizó una mano por la mejilla de la muchacha—. Puedo comprender que Akelos te admirara y quisiera ayudarte, porque... Bueno, durante el tiempo que pasé con ella en su casa... ¿Sabes...? Llegó a perder su... ¿diríamos entereza? Se convirtió en una rata chillona... A fin de cuentas, solo el
dolor
la separaba de la humanidad. En el dolor, dioses y hombres son iguales.

La muchacha giró hacia ella. Su voz sonó muy débil.

—Saga, te lo ruego... Sé lo que pretendes... Por favor, te ruego que... que no le hagas daño...

La joven retrocedió con expresión ofendida. Su cuerpo menudo y blanco era completamente visible para Rulfo bajo la leve malla del vestido. Los senos apenas estaban desarrollados. El sexo era una mancha de vello.

—Jamás. Ya tomamos esa decisión. ¿Es que no me crees...? Dime. ¿No me crees?

—Sí.

—Tu hijo queda fuera de esto. No entra en nuestro debate.

—¿Dónde está? ¡Quiero verlo, por favor...!

—Aún duerme. Pronto lo verás.

—¡No es propio de él dormir así! ¡Me estás mintiendo...!

De repente Rulfo casi pudo notar el cambio: una variación ligera pero repentina, como si alguien, en pleno invierno, hubiese abierto la ventana de una habitación caldeada para dejar paso a una bocanada gélida del exterior

—Tu hijo está bien y ahora duerme —pronunció la joven lentamente cada palabra—. Pronto lo verás. No... sigas... con... eso.

Raquel había bajado los ojos y sus labios temblaban.

—¿Puedo seguir hablando? —pidió Saga

—Sí.

—No me interrumpas otra vez.

—No, no lo haré...

—Perfecto.

El semblante de la joven retornó ala placidez.

—Nos enfrentamos a un problema ciertamente grave. Te confesaré algo. —Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo. Rulfo apenas la escuchaba—. Todo esto es demasiado para mí. Me supera... Cuando
ellas
me convirtieron en Saga, no sabían... Soy una tonta inexperta, cariño. Míralas. —Señalaba hacia las damas, inmóviles y en fila, casi desnudas, como bailarinas de cabaret saludando desde el escenario—. Todas viejas, todas inmensamente listas, esperando el momento preciso... Llevo solo un lustro al frente de este carro de once yeguas... Y te compadezco. Es tan difícil, tan extraño... Existen tensiones, alianzas... A unas les caigo bien y a otras.... Algunas se están haciendo demasiado
poderosas
... Maga utiliza a Lorca de una forma que me pone los pelos de punta. Strix tiene en la boca a Poe..., aunque por ahora sus designios quedan a mi alcance. Yo uso todo el Eliot, el Cernuda y el Borges que tú... Sus versos siguen estables. Pero ya sabes lo que es esto: un mundo que crece sin control... En algún lugar, ahora mismo, alguien está escribiendo un poema que, sin saberlo, puede arrojarme del pedestal... Una frase, en un idioma cualquiera... Tengo miedo. Me aterroriza este cáncer infinito. Eliot, Cernuda y Borges bastan
por ahora
. Pero ¿y mañana...? ¿Y dentro de cinco minutos...? Estamos a merced de la
imaginación
. Un verso puede crearnos y otro destruirnos. Somos muy débiles. Somos lo que los poetas consiguen...

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