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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (10 page)

BOOK: La dama número trece
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—Vamos, por favor... ¿Es que pensáis en serio que la tal Lidia Garetti se comunicó en sueños con Salomón y esa otra chica? ¿Y que Leticia Milano y Lidia Garetti tenían algo que ver con la tal «Akelos»...? Excitante, pero absurdo. De acuerdo, la foto y el papel estaban en su casa, pero ¿y qué? Quizá Leticia era una antepasada suya. Además, César, ¿cómo puedes estar tan seguro de que ese papel es el mismo que tu abuelo te enseñó? Hace mucho tiempo de eso...

—Ciertas cosas no se olvidan nunca.

—Y tampoco se comentan, por lo visto. Jamás me hablaste del tema.

Susana había vuelto la cabeza hacia César para decir aquello.

—No le concedí importancia. Siempre pensé que mi abuelo se había vuelto loco... hasta que he escuchado hoy la historia de Salomón.

—La historia de Salomón puede tener muchas explicaciones, igual que la tuya.

—Yo no dudo de su palabra.

—Ni yo. De lo que dudo es de la interpretación que le das. —Se volvió hacia Rulfo y sonrió—. Perdona, pero tiene que haber alguien que diga algo coherente en algún momento de la tarde, ¿no?

—Por supuesto —aceptó Rulfo.

—Creo que tuviste esos sueños y encontraste en esa casa todo lo que dices que encontraste, pero, en primer lugar, la chica que te acompañaba...

—Raquel.

—Exacto. ¿No podría estar ocultando algo? Quizá a estas horas se esté riendo de tu ingenuidad.

—No lo creo. —Rulfo intentó disimular el enojo que le producía aquella opinión. No había querido dar muchos detalles sobre Raquel, se había limitado a presentarla como «testigo»—. Parecía tan afectada como yo. Había soñado lo mismo y estaba allí por el mismo motivo.

—¿Y de repente coincidís los dos la misma noche y, pum, la casa se abre para vosotros...? ¡Vamos, Salomón, por favor...! —Dio una calada al cigarrillo y se mordió una uña—. Todo ha sido... un cúmulo de casualidades que tú has interpretado a tu modo... —Enarboló su sonrisa de secreto compartido—. Te conozco, y sé que siempre has sido un romántico. Estabas deseando que cosas como ésta te pasaran alguna vez, ¿a que sí...?

Cosas extrañas
, pensó Rulfo. Las que a Ballesteros no le gustaban. Pero Susana se equivocaba: a él tampoco.

—César no es ningún romántico —objetó—. Y ha sido él quien ha confirmado mi historia. De hecho, acudí a ti, César, porque creí recordar algo... ¿Acaso no mencionaste alguna vez el tema de las damas...?

Sauceda asintió con expresión enigmática.

—Cierto, y he aquí el otro extremo de este curioso asunto que ambos desconocéis. Haz memoria: congreso sobre Góngora, hace cinco años, aquí en Madrid... Vino gente de todas partes...

—Ahora recuerdo: el almuerzo con aquel profesor austriaco...

—Herbert Rauschen. Era un tipo singular, el tal Rauschen. En la comida coincidimos en asientos enfrentados y se dedicó a hablarme de la inspiración poética. Su teoría me atraía. Opinaba, como los griegos, que el poeta resultaba «poseído» desde el exterior. No hablaba de demonios, por supuesto, sino de «influencias externas». Entonces, en un momento dado, me preguntó si yo sabía algo sobre la leyenda de las trece damas. Fue casi un
déjà vu
: recordé de golpe la noche con mi abuelo en el taller y quedé... Bueno, decir «aturdido» es poco. Confesé que había oído algo al respecto. Tú estabas a mi lado, Salomón, y preguntaste qué era eso...

—Y ninguno de los dos me respondió.

—En efecto. Rauschen cambió de tema y yo estaba tan desconcertado que no supe qué decir. Pero nunca te conté la continuación. Después de la comida, me invitó a dar un paseo. Acepté, ansioso, esperando grandes revelaciones. Sin embargo, al principio, su conversación me defraudó: me habló de lo bien que se sentía en España, de su deseo de establecerse en nuestro país (vivía en Berlín), de los profesores españoles a los que conocía... En fin, daba vueltas alrededor de varios temas como si no se decidiera a descender en picado sobre el asunto que, estoy seguro, nos interesaba a ambos. Entonces me preguntó qué sabía sobre esa leyenda. Le dije que apenas nada, como así era. Siempre había creído que se trataba de una fantasía de mi abuelo. Me miró de una manera extraña y prometió enviarme un libro. «Es un ensayo irreverente y divertido», afirmó, «pero creo que usted sabrá sacarle provecho.» Nos despedimos ese mismo día y una semana después recibí un ejemplar en castellano de
Los poetas y sus damas
, de autor anónimo, publicado originalmente en inglés y alemán a mediados del siglo XX... Aún lo conservo en alguna parte, luego lo buscaré... Puedo aseguraros que Rauschen no exageraba: se trataba de una obra delirante. La abandoné a la mitad, un poco enfadado. A lo largo de ella se desarrollaba, con supuestos ejemplos históricos, una curiosa teoría: la existencia de una secta dedicada a inspirar en secreto a los grandes poetas. El autor no explicaba el motivo por el cual hacían esto, solo contaba casos. —Hizo una pausa para servirse coñac. Rellenó también la copa de Rulfo, que lo escuchaba con mucha atención—. Sus miembros principales son trece, y se les conoce con el nombre de «damas». Cada dama ocupa un escalafón en la secta y recibe un símbolo y una especie de nombre secreto. Su misión es inspirar a los poetas. ¿Con qué fin?, me preguntaba yo. Pero, repito, creo que el libro no lo aclaraba. Algunas damas habían pasado a la historia: Laura, la que inspiró a Petrarca; la Dama Morena, de Shakespeare; Beatriz, la de Dante; la Diotima de Hölderlin... Leí los primeros capítulos. Recuerdo que Laura, la inspiradora del
Canzionere
de Petrarca, era, según aquel libro, la dama número uno, «la que Invita», cuyo nombre secreto era Baccularia y cuya apariencia era la de una niña de unos once o doce años, de cabellos rubios, muy hermosa, aunque el autor advertía que ésa era solo su
apariencia
... Porque, si bien no explicaba de dónde procedían, afirmaba que las damas eran criaturas sobrenaturales... En fin, las historias me parecieron burdas fantasías. Una semana después, Rauschen me llamó de nuevo. Estaba muy interesado en conocer mi opinión sobre el libro. Yo preferí mostrarme cauto. Le dije que la teoría de un grupo secreto encargado de inspirar a los poetas del mundo era, cuando menos, curiosa. Entonces insistió en verme otra vez. Me dijo que había algo que el libro no mencionaba, y que era importante que yo supiera. Le pregunté qué era. «La dama número trece», dijo. Recordé lo que mi abuelo me había contado y le pregunté por qué nunca se podía mencionar esa dama y la razón por la que era tan importante. Pero Rauschen deseaba hablar de todo eso con tranquilidad. Le expliqué que estaba muy ocupado, y postergamos nuestra siguiente entrevista.

—¿Y qué pasó? —preguntó Susana.

—Que no me llamó más. Y me olvidé del tema y de Herbert Rauschen. En aquella época estaba intentando abandonar todas mis actividades universitarias, y le perdí la pista por completo. Supongo que seguirá en Berlín. Pero, en cualquier caso, imagino que la explicación de lo que le ha ocurrido a Salomón no tiene que ser sobrenatural... Puede tratarse, por ejemplo, de una secta que ha sobrevivido hasta nuestros días. Los rosacruces, los masones y muchos otros grupos proceden, a su vez, de sociedades más antiguas... Es posible que exista algo parecido en el caso de las damas. Un grupo de trece mujeres, quizá. Y una de ellas puede haber sido Lidia Garetti.

—Esa teoría me parece más admisible —dijo Susana—. Vivimos en el siglo de las sectas.

César se frotó las manos, muy animado.

—Propongo que intentemos reunir toda la información posible sobre este asunto. Yo trataré de encontrar ese libro y averiguar el paradero actual de Rauschen... Susana, creo que conoces a varios periodistas: me pregunto si podrías obtener algunos de esos datos que nunca salen en la prensa acerca de Lidia Garetti. Sea real o no todo esto, lo cierto es que esa mujer tenía una foto y un texto de puño y letra de mi abuelo en su casa... ¡Es increíble...! Nada más que por esa razón me gustaría saber algo sobre ella...


Hum
—rezongó Susana—, de acuerdo, acepto convertirme en investigadora. —Y añadió, sonriendo hacia Rulfo—: Aunque solo sea por los viejos tiempos...

Se marchó pronto, al anochecer. Durante el trayecto, la historia que César les había contado bullía en su cabeza. Se le había ocurrido algo muy extraño: le parecía como si aquella fotografía y aquel papel hubiesen estado allí, en la casa de Lidia, para que él los encontrase y, de este modo, César recordara todo lo sucedido con su abuelo y con Herbert Rauschen. Como si los acontecimientos que había vivido desde que había empezado a tener pesadillas fuesen piezas dispersas que debía ir encajando para obtener una imagen final.

Llegó a Lomontano en plena noche. Dejó el coche sobre el bordillo y caminó hacia su casa por la calle casi vacía. Se preguntó si llamaría a Raquel nada más llegar, solo para preguntarle si se encontraba bien, o aguardaría al día siguiente. Se sentía extenuado.

Había sacado la llave del portal

arriba, abajo

cuando lo escuchó: un ruido constante, un

arriba, abajo, arriba

golpeteo a su espalda, un sonido trivial entre tantos otros.

Arriba, abajo, arriba, abajo...

Se volvió y vio a la niña de pie en la acera de enfrente. Su pelo era muy rubio y algunos mechones le ocultaban parte de la cara. Vestía como una pordiosera. Hacía rebotar una pelota de color rojo. En su pecho brillaba algo, una especie de medallón dorado.

La niña lo miraba.

Y sonreía.

La pelota seguía rebotando desde su mano a la acera: arriba, abajo, arriba, abajo...

De repente cogió la pelota y echó a caminar.

Una niña de cabellos rubios, aunque ésa es solo su apariencia.

No sabía si se estaba volviendo loco, pero decidió seguirla.

Las estrechas calles céntricas de Madrid eran un espejismo de lugares idénticos y distintos. Sin embargo, la niña parecía conocer perfectamente su destino. Salió de Lomontano, tomó una perpendicular y sorteó una moto aparcada en la acera y a un grupo de jóvenes que venía en dirección opuesta.

Rulfo se mantuvo a prudente distancia. En un momento dado, después de verla doblar dos esquinas consecutivas, la perdió. Miró a un lado y a otro y la descubrió junto a una tienda de comestibles cuyo escaparate exhibía orzas de miel. En ese instante ella reanudó la marcha.
Me ha esperado
, pensó.
No hay duda, quiere que la siga.

El pelo de la niña brillaba como iridio bajo la luz de las farolas y su imagen se escindía en el níquel de los charcos. Rulfo tuvo la enloquecedora impresión de que se trataba de una figura que solo él podía contemplar, pero de repente una pareja de ancianos se puso a llamarla, sin duda con la intención de preguntarle si se había perdido o necesitaba ayuda. La niña hizo caso omiso y siguió su camino. Así pues, no era ningún producto de su mente, ninguna aparición fantasmal: era una niña, y él la seguía.

Atravesaron una plazoleta, se introdujeron en una calle poco concurrida y luego en otra aún más desierta. Entonces la pequeña se escabulló en un destartalado edificio de ladrillos verdosos. Rulfo lo examinó y contó cuatro plantas. Entró en el vestíbulo y pulsó un viejo interruptor de plástico, encendiendo la única bombilla. Desde la escalera le llegó un rumor de pies descalzos. Se asomó a tiempo de ver el cabello de la niña por encima del pasamanos. Subió tras ella. Al llegar al tercer piso, y después de tantear un rato en las paredes, volvió a inaugurar la luz. La niña no estaba allí pero sus pasos seguían oyéndose. Subió al cuarto y se paró en seco. También se hallaba vacío. Sin embargo, la escalera y las pisadas continuaban. Quizá había una azotea o una buhardilla.

Recorrió aquel nuevo tramo y alcanzó otro rellano envuelto en tinieblas. Allí no encontró ningún interruptor, pero, con los restos del resplandor amarillo de los pisos inferiores, pudo advertir una puerta al fondo. Abierta.

De pronto ocurrió algo.

Un suceso banal, pero lo sumió en la irracionalidad del miedo.

La pelota saltó desde la negrura de la puerta, rebotó tres veces, golpeó sus piernas como un gato pequeño, dio contra la pared y la baranda de la escalera. Rulfo siguió su trayectoria como un jugador de billar la de una bola que puede decidir la partida. Cuando la esfera se detuvo, pensó que la niña saldría detrás. Pero no ocurrió así.

El silencio era absoluto.

Sin saber muy bien qué hacer, se inclinó y cogió la pelota.

—¿Me la das? —dijo entonces una voz sin asperezas procedente de las tinieblas más allá de la puerta, una voz con cierta diáfana cualidad de luz audible.

Era, innegablemente, la voz de la niña.

Rulfo escuchó su propia respiración, como si sus oídos estuvieran taponados.

—¿Me la das? —volvió a oír.

—No puedo verte. ¿Dónde estás?

—¿Me la das? —repitió la niña.

El espacio más allá del umbral era de una negrura sin matices. Debía de tratarse de una habitación clausurada, quizá un desván.

—¿Por qué no me dejas verte?

No hubo respuesta esta vez. Dio un paso y penetró en la oscuridad, sintiendo que el centro de su estómago se había convertido en una lengua de glaciar.

Entonces la descubrió, o creyó descubrirla, frente a él: un difuso bulto de pelo a la altura de su pecho. Tendió la mano con que sostenía la pelota y la esfera roja pareció levitar desde sus dedos hacia otras manos más pequeñas.

No podía ver las facciones de la niña, pero distinguía ahora, además de su pelo (una ondulación de luz), algo parecido a una sombra blanca bajo la cabeza —quizá la esclavina del mugriento vestido antiguo que llevaba—, un destello (¿el medallón?) y la redondez de la pelota.

Su silencio era perfecto. Ni siquiera la oía respirar.

—¿A quiénes buscas? —preguntó de repente la niña.

—¿Qué?

—¿A quiénes buscas?

Se detuvo a pensar en la extraña pregunta. ¿Qué buscaba él en realidad? ¿Acaso buscaba algo? ¿Había estado buscando algo desde que todo aquello comenzara?

El plural le hizo sospechar que solo había una respuesta posible.

—A las damas —dijo. Un sudor gélido se derramaba por su espalda.

El bulto de pelo se movió, pasó junto a él, salió al rellano. La escalera volvió a quejarse con las pisadas de unos pies descalzos.

Las luces se habían apagado y Rulfo tuvo que descender al cuarto piso en completa oscuridad. Cuando pulsó el interruptor y se asomó por el hueco de la escalera, vio el bracito desnudo deslizándose sobre el pasamanos.

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