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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (12 page)

BOOK: La casa Rusia
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—¡Bang! ¡Bang! —chilló Barley, agitando de un lado a otro en el aire su larga muñeca, al tiempo que emitía un sonido nasal de disgusto.

Pero la avioneta no podía apagar el entusiasmo de la multitud, como tampoco podía hacerla la lluvia. Alguien empezó a cantar, los demás cogieron el estribillo y acabaron todos coreándolo y balanceándose al compás de la música. Finalmente, el avión se marchó, presumiblemente porque se estaba quedando sin combustible. Pero no era eso lo que uno sentía, dijo Barley. En absoluto. Uno sentía que el canto había expulsado del cielo a aquel cerdo.

El canto se fue haciendo más fuerte, más profundo y más místico. Barley conocía tres palabras de ruso, y los otros ninguna. Eso no les impidió sumarse al coro. No le impidió a Magda llorar a lágrima viva. Ni a Jumbo Oliphant jurar, con un nudo en la garganta, mientras se alejaban colina abajo que publicaría hasta la última palabra que Pasternak hubiera escrito, no sólo la película, sino también lo demás, y que lo subvencionaría de su propio bolsillo en cuanto volviese a su dorado castillo de los muelles.

—Jumbo tiene esos acalorados arrebatos de entusiasmo —explicó Barley con desarmadora sonrisa, volviendo a su auditorio, pero especialmente a Ned—. A veces se mantienen durante varios minutos seguidos.

Luego hizo una pausa, volvió a fruncir el ceño, se quitó sus extrañas gafas redondas, que parecían más un castigo que una ayuda, y fue mirando sucesivamente a todos como para recordarse a sí mismo la situación en que se encontraba.

Estaban todavía bajando por la colina, dijo, y todavía sumidos en sus lamentos, cuando aquel mismo tipo ruso bajó corriendo hacia ellos, sosteniendo su cigarrillo a un lado de la cara como si fuese una vela y preguntando en inglés si eran americanos.

De nuevo Clive se nos adelantó a todos. Levantó lentamente la cabeza. Había un tono cortante en su imperioso acento.

—¿El mismo? ¿Qué mismo tipo ruso? No hemos tenido ninguno.

Sus palabras hicieron de nuevo a Barley desagradablemente consciente de la presencia de Clive, y torció el gesto en una mueca de disgusto.

—Era el lector, hombre —dijo—. El tipo que leía la poesía de Pasternak junto a la tumba. Preguntó si éramos americanos. Gracias a Dios, no, le dije yo. Británicos.

Y yo observé, como supongo que observamos todos, que era el propio Barley, no Oliphant, ni Emery ni Magda, quien se había convertido en portavoz de su grupo.

Barley había pasado al diálogo directo. Tenía un oído tan bueno como el de un ave. Ponía acento ruso para el tipo bajito y una voz bronca para Oliphant. La imitación le salía como algo natural, sin darse cuenta.

—¿Son ustedes escritores? —preguntó el tipo bajito, en la voz que le adjudicaba Barley.

—No, por desgracia. Sólo editores —dijo Barley, con su propia voz.

—¿Editores ingleses?

—Hemos venido para la feria del libro de Moscú. Yo dirijo un establecimiento llamado «Abercrombie Blair», y éste es el propio presidente de «Lupus Books». Un fulano muy rico. Algún día le nombrarán caballero. Tarjeta de oro y bar. ¿Verdad, Jumbo?

Oliphant protestó que Barley estaba diciendo demasiado. Pero el tipo bajito quería más.

—¿Puedo preguntarles entonces qué estaban haciendo junto a la tumba de Pasternak? —preguntó.

—Una visita casual —dijo Oliphant, interviniendo de nuevo—. Pura casualidad. Vimos una aglomeración de gente y nos acercamos a ver qué pasaba. Mera casualidad. Vámonos.

Pero Barley no tenía ninguna intención de irse. Estaba irritado por los modales de Oliphant, dijo, y no iba a quedarse impasible mientras un gordo millonario escocés desairaba a un subalimentado desconocido ruso.

—Estamos haciendo lo mismo que todos los demás —respondió Barley—. Estamos rindiendo nuestro homenaje de respeto y admiración a un gran escritor. Y también nos ha gustado la lectura que ha hecho usted. Muy conmovedora. Cosa de calidad. Soberbia.

—¿Respetan ustedes a Boris Pasternak? —preguntó el tipo bajito.

De nuevo Oliphant, el gran activista de los derechos civiles, representado por una voz áspera y una mandíbula torcida.

—No tenemos ninguna postura con respecto a Boris Pasternak o cualquier otro escritor soviético —dijo—. Estamos aquí como huéspedes. Exclusivamente como huéspedes. No tenemos opinión acerca de asuntos internos soviéticos.

—Creemos que es maravilloso —dijo Barley—. Una auténtica figura mundial.

—¿Pero por qué? —preguntó el tipo bajito, provocando el conflicto.

Barley no necesitaba que le apremiasen. No importaba que no estuviese totalmente convencido de que Pasternak fuese el genio que se aseguraba, dijo. No importaba que, en realidad, considerase que Pasternak había sido alabado en exceso. Eso era opinión de editor, mientras que esto era la guerra.

—Respetamos su talento y su arte —respondió Barley—. Respetamos su humanidad. Respetamos su familia y su cultura. Y, décimo o el número que sea, respetamos su capacidad de llegar al corazón del pueblo ruso, pese a que hayan intentado silenciarle una pandilla de ratas de oficina que son probablemente los mismos que nos enviaron esa avioneta.

—¿Puede usted recitar algo de él? —preguntó el tipo bajito.

Barley tenía esa clase de memoria, nos explicó con cierto azoramiento.

—Le recité la primera estrofa de «Premio Nobel». Me pareció que resultaba adecuada después de aquel maldito avión.

—¿Quiere recitárnosla también a nosotros? —dijo Clive, como si fuese necesario comprobarlo todo.

Barley farfulló por lo bajo, y cruzó por mi mente la idea de que quizá fuera realmente un hombre muy tímido.


Como una bestia acorralada, estoy separado

»de mis amigos, de la libertad, del sol.

»Pero los cazadores van ganando terreno,

»y ya no tengo a dónde huir.

El tipo bajito miraba con el ceño fruncido el encendido extremo de su cigarrillo mientras escuchaba esto, dijo Barley, y, por un momento, llegó a preguntarse si habría sido víctima de una provocación, como temía Oliphant.

—Si respetan tanto a Pasternak, ¿por qué no vienen a conocer a unos amigos míos? —sugirió el hombrecillo—. Somos escritores aquí. Tenemos una dacha. Sería un honor para nosotros hablar con unos distinguidos editores británicos.

Antes de que el hombre hubiera terminado de hablar, Oliphant fue presa de un violento ataque de nerviosismo, dijo Barley. Jumbo sabía lo que pasaba si se aceptaban invitaciones de rusos desconocidos. Era un experto en el asunto. Sabía cómo te enredaban, te drogaban, te comprometían con fotografías vergonzosas y te obligaban a dimitir de tus cargos y a renunciar a tus posibilidades de obtener un título mobiliario. Estaba además en vías de concluir un ambicioso acuerdo editorial conjunto a través de la VAAP, Y lo último que necesitaba era ser encontrado en compañía de indeseables. Oliphant lanzó todo esto a Barley en un teatral susurro que daba por supuesto que el pequeño desconocido era sordo.

—Y de todos modos —terminó con aire triunfante Oliphant—, está lloviendo. ¿Qué vamos a hacer con respecto al coche?

Oliphant miró su reloj. Magda miró al suelo. Emery miró a Magda y pensó que podía haber cosas peores que hacer en una tarde de domingo en Moscú. Pero Barley, según dijo, miró de nuevo al desconocido y decidió que le gustaba lo que veía. No tenía ningún plan con respecto a la muchacha ni con respecto a posibles títulos nobiliarios. Ya había decidido que prefería ser fotografiado en cueros con un montón de fulanas rusas antes que completamente vestido y del brazo de Jumbo Oliphant. Así pues, hizo montar a todos en el coche de Jumbo y resolvió quedarse con el desconocido.

—Nezhdanov —declaró de pronto Barley a la silenciosa habitación, interrumpiendo el flujo de sus palabras—. Acabo de acordarme del nombre del fulano. Nezhdanov. Autor teatral. Dirigía uno de esos estudios teatrales, no podía estrenar sus propias obras.

Habló Walter, y su potente voz quebró el momentáneo silencio.

—Mi querido amigo, Vitaly Nezhdanov es un
héroe
de nuestros días. Dentro de cinco semanas se estrenan en Moscú
tres
obras cortas suyas, y todo el mundo abriga las más peregrinas esperanzas sobre ellas. No es que tenga ni la más mínima calidad, pero no podemos decirlo porque es un disidente. O lo era.

Por primera vez desde que le había puesto los ojos encima, el rostro de Barley adquirió un aspecto de sublime felicidad, y tuve al instante la impresión de que aquél era el hombre auténtico, que hasta entonces había permanecido oculto por las nubes.

—¡Oh!, eso es estupendo —dijo, con la sencilla satisfacción de quien es capaz de gozar con el éxito ajeno—. Fantástico. Eso es lo que Vitaly necesitaba. Gracias por decírmelo —terminó, con aire rejuvenecido.

Luego, su rostro se oscureció de nuevo, y empezó a beber su whisky a sorbitos.

—Bueno, ya hemos llegado —murmuró vagamente—. Cuantos más seamos, mayor será la diversión. Le presento a mi primo. Tómese un bocadillo de salchicha.

Pero advertí que sus ojos, como sus palabras, habían adquirido una calidad remota, como si estuviera previendo ya una dura prueba.

Tendí la vista a lo largo de la mesa. Bob sonriente. Bob sonreiría en su lecho de muerte, pero con una sinceridad de viejo
scout
. Clive de perfil, con el rostro tan profundo y tan afilado como un hacha. Walter nunca en reposo. Walter con su inteligente cabeza echada hacia atrás, retorciendo un mechón de pelo en torno a su esponjoso dedo índice mientras sonreía en dirección al ornamentado techo, se contorsionaba y sudaba. Y Ned, el dirigente —competente e ingenioso Ned—, Ned el lingüista y el guerrero, el ejecutor y el planificador, sentado como había estado desde el principio, erguido, esperando la orden de avanzar. Algunas personas, reflexioné mirándole, han recibido la maldición de una cantidad excesiva de lealtad, pues podría llegar un día en que no les quedara nada a lo que servir.

Casona destartalada, estaba recitando Barley en el telegráfico estilo a que había recurrido. Tablas superpuestas a la manera eduardiana, desgastadas galerías, jardín exuberante, bosque de abedules. Bancos podridos, hoguera de carbón vegetal, olor a campo de criquet en día de lluvia, hiedra. Unas treinta personas, la mayoría hombres, sentadas o paseando por el jardín, guisando, bebiendo, ignorando el mal tiempo, igual que los ingleses. Coches viejos y desvencijados aparcados a lo largo del camino, como solían ser los coches ingleses antes de que los opulentos cerdos de Thatcher se hicieran cargo de la nave. Buenos rostros, voces elocuentes, numerosos artistas. Entra Nezhdanov acompañando a Barley. No se vuelve ninguna cabeza.

—La anfitriona era una poetisa —dijo Barley—. Tamara no sé cuántos. Una dama de aire hombruno, pelo blanco, jovial. Marido director de una de las revistas científicas. Nezhdanov era su cuñado. Todo el mundo era cuñado de alguien. La escena literaria tiene mucho peso allá. Si tienes una voz y te dejan usarla, tienes un público.

En su arbitraria memoria, Barley dividió ahora la ocasión en tres partes. Almuerzo, que empezó hacia las dos y media, cuando cesó la lluvia. Cena, que siguió inmediatamente al almuerzo. Y lo que él llamaba «el último bocado», que fue cuando sucedió lo que había sucedido y que, por lo que pudimos llegar a entender, ocurrió en las borrosas horas transcurridas entre eso de las dos y las cuatro, cuando Barley, por utilizar sus propias palabras, oscilaba indoloramente entre el nirvana y una resaca casi terminal.

Hasta que llegó el almuerzo, Barley había vagado de grupo en grupo, dijo, primero con Nezhdanov y luego solo, entregándose a una charlicopa con cualquiera que se acercase a hablar con él.

—¿Charlicopa? —repitió suspicazmente Clive, como si estuviera oyendo hablar de un nuevo vicio.

Bob se apresuró a interpretar.

—Una charla, Clive —explicó, con su aire amistoso—. Una charla y una copa. Nada siniestro.

Pero cuando fue servido el almuerzo, dijo Barley, se sentaron a una mesa de tijera, con Barley en un extremo y Nezhdanov en el otro y botellas de vino blanco georgiano entre ellos, y todo el mundo hablando en su mejor inglés sobre si la verdad era verdad cuando no era conveniente para la llamada gran revolución proletaria, y si debíamos volver a los valores espirituales de nuestros antepasados y si la
perestroika
estaba ejerciendo algún efecto positivo en las vidas de las personas corrientes, y cómo, si realmente quería uno saber qué era lo que marchaba mal en la Unión Soviética, la mejor forma de averiguarlo era tratar de enviar un frigorífico desde Novosibirsk hasta Leningrado.

Para secreta irritación mía, Clive volvió a intervenir. Como hombre a quien aburrían las irrelevancias, quería nombres. Barley se dio una palmada en la frente, olvidada su hostilidad hacia Clive. Nombres, Clive, Dios. Un tipo era profesor en la Universidad de Moscú, pero no conseguí entender su nombre. Otro tipo del departamento químico, ése era hermanastro de Nezhdanov, le llamaban
el Boticario
. Alguien de la Academia de Ciencias Soviética, Gregor, pero no tuve ocasión de averiguar cuál era su apellido, y mucho menos su especialidad.

—¿Alguna mujer en la mesa? —preguntó Ned.

—Dos, pero ninguna Katya —respondió Barley, y Ned, igual que yo, quedó visiblemente impresionado por la rapidez de su percepción.

—Pero había
alguien
más, ¿verdad? —sugirió Ned.

Barley se echó lentamente hacia atrás para beber. Luego de nuevo hacia delante mientras colocaba el vaso entre sus rodillas y se encorvaba sobre él, inhalando su sabiduría.

—Claro, claro. Claro que había alguien más —admitió—. Siempre lo hay, ¿no? —añadió enigmáticamente—. Pero no Katya. Otros.

Su voz había cambiado. No sabría precisar en qué exactamente. Un timbre más breve. Un asomo de pesar o remordimiento. Esperé, al igual que todos los demás. Creo que todos percibíamos ya entonces que algo extraordinario estaba comenzando a aparecer por el horizonte.

—El tipo de la barbita —continuó Barley, mirando a la oscuridad como si al fin lo estuviera distinguiendo—. Alto. Traje oscuro, corbata negra. Cara demacrada. Debía de ser por eso por lo que se dejaba barba. Mangas demasiado cortas. Pelo negro. Borracho.

—¿Tenía un nombre? —preguntó Ned.

Barley estaba todavía mirando a la semioscuridad, describiendo lo que ninguno de nosotros podía ver.

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