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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (30 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Santiago Laguna heredó de su madre la pasión por tumbarse entre las flores; de su padre, la manía de pintar con un lapicero todo aquello que encontraba a su paso —a la edad de cuatro años, le entregaron uno de color azul con letras francesas—; de su abuela Olvido, la belleza extraordinaria; de su abuelo Esteban, el amor a los versos, y de su bisabuela Manuela, el gusto por los cuentos y la muerte.

Aprendió a cocinar a muy temprana edad; disfrutaba encerrándose en la cocina con Olvido, y ayudándola a preparar las recetas que ella había inventado a lo largo de numerosos años de nostalgia. Pasaban los días cortejando a las calabazas, a los pimientos o a cualquier ingrediente que fueran a utilizar en los guisos. Olvido le enseñó a amar el borboteo del agua cuando cuece, aquel borboteo que se parecía al río en el deshielo, el aroma de las bellotas, el color de las cenizas del carbón donde asaban las castañas, pues éste era el de los ojos de su abuelo y de su madre. También le enseñó que unos pezones bien entrenados podían convertirse en los mejores chefs del mundo, o que la receta más querida de la familia eran los bollos de canela mojados en café de puchero. Después de estas jornadas de amor y juegos, Santiago se sumergía en la bañera de porcelana con patas de león, y su abuela le frotaba el cuerpo manchado de harina o de jugo vegetal. A veces, Olvido se metía con él en la bañera. Santiago estiraba los piececitos y caminaba despacio por su piel para hacerle cosquillas.

A la hora de la cena se sentaban junto a Manuela, a la mesa del comedor y saboreaban las recetas que habían preparado. Manuela ya no cocinaba; la artritis de las manos se le había complicado con párkinson, y no era capaz de sostener una cacerola sin derramar su contenido o de pelar una patata sin rajarse un dedo. Apenas podía alimentarse por sí sola; era el pequeño Santiago quien le metía la comida en la boca con una paciencia de santo. Aquellos males produjeron una longevidad inesperada en el corral de los gallos, y los rincones de la cocina perdieron el tufo a vísceras.

Tras la cena, la familia se reunía frente a las brasas de la chimenea —si ya apretaba el calor frente a los ladrillos ahumados— para escuchar los cuentos que Manuela recitaba con la congestión del recuerdo.

—Se decía en otras tierras, que hace muchos años navegaba en las costas del norte un barco fantasma que aterrorizaba a marineros y capitanes. Por aquel entonces una niebla fría y espesa como cabelleras de muertos cubría cielo y mar, y no se podía ver nada con claridad, ni siquiera se sabía muy bien si era de día o de noche. Muy pocos se atrevían a embarcarse por esos mares, pero los que lo hacían y regresaban con vida, contaban que, de entre la niebla, surgía de pronto la silueta monstruosa de un galeón con cañones de sirenas. La espuma se abría a su paso con una reverencia y reinaba un silencio enorme. Todos sabían lo que sucedería a continuación, y se tapaban los oídos, en vano, para no enfrentarse a la terrible amenaza: la campana roja que colgaba del palo mayor, brillante como fuego. Una sombra la tocaba al tiempo que pronunciaba el nombre de uno de los marineros del barco. El capitán no tenía más remedio que entregar al pobre hombre a aquel espectro, por más que éste llorara y suplicara, si no quería correr la misma suerte, pues aquel barco fantasma, una vez que cargaba sus bodegas de víctimas, ponía rumbo hacia el infierno. —Manuela esbozaba una sonrisa enseñando los dientes—. Un día o una noche, nunca pudo saberse bien, llegó a las costas del norte un muchacho que calzaba unos zapatos con herraduras en las suelas como si fuera un burro. Llevaba tatuada en la lengua la lista de sus hazañas y glorias en los distintos océanos y, para sumar una más a ellas, aseguró a todos, tras llamarlos cobardes, que él les libraría de la amenaza del barco fantasma a cambio de tres barriles de oro. «No hay más que apoderarse de la campana roja», les dijo. «La próxima vez que suene con el nombre de un desgraciado, yo iré en su lugar y me haré con ella». Y así lo hizo. Se apoderó de la campana fácilmente, pero en cuanto la tuvo entre sus manos, ante los ojos espantados de toda una tripulación, el muchacho se convirtió en un hermoso galeón que ocupó el lugar del barco fantasma. El cuello se le estiró hasta que tuvo la altura del palo mayor, y en él quedó colgada la campana como cencerro de oveja. Cuentan que la niebla se disipó de pronto y el muchacho-barco se alejó en el horizonte ondeando al viento la bandera que había sido su lengua. No se le volvió a ver hasta pasados cien años, en noches de borrasca, cuando su navegar suena como pezuña de burro sobre la tierra, y los marineros tiemblan porque saben que él también tendrá que hacer sonar la campana y luego les robará su alma.

A la edad de seis años, Santiago Laguna comenzó sus actividades sociales. El pueblo debía conocer y aceptar al primer varón de las mujeres malditas. Asistía a la iglesia los domingos y se sentaba en el primer banco junto a Manuela. —Olvido prefería ocupar el último, como en la infancia—. Hacía ya varios años que habían arreglado la espalda del Cristo tronchada por una viga, y estaba espléndido sobre el altar mayor. Una placa color oro en el pedestal recordaba la catástrofe del diluvio y las mutilaciones que había sufrido el templo por su causa. El oratorio de santa Pantolomina de las Flores, en cambio, había salido indemne.

La escuela que se construyó a las afueras del pueblo gracias a la donación de Manuela Laguna fue otro de los lugares que comenzó a frecuentar Santiago tras su entrada en sociedad. Era un edificio de ladrillo con un tejado de pizarra donde no fornicaba ningún gato con empacho de luna, ni crecía una mala hierba. El primer día que Santiago asistió a la escuela lo hizo acompañado por su abuela. Atravesaron muy temprano el pinar. Ella le había comprado unas botas, una cartera de lona y una camisa blanca con una corbatita de rayas. El niño no llevaba un gorro de perlé encajado en la cabeza, ni un flequillo negro cubriéndole los ojos. A lo largo del camino, su abuela le aleccionó sobre las cosas que no debía hacer en la escuela. Entre ellas, le prohibió desnudarse en el patio aunque le picara la ropa, pintar los pupitres, las paredes o las sillas con los rotuladores y pelearse con sus compañeros si le decían palabras feas.

Olvido lo vio entrar en la escuela ilusionado. Sin embargo, no emprendió el camino de regreso a la casona roja; esperó a que las madres de los otros niños se marcharan a sus quehaceres domésticos para asomarse por una ventana y comprobar si recibía el mismo trato que ella el primer día de escuela. Se había sentado en la segunda fila de pupitres, junto al hijo pequeño del frutero, y le estaba dibujando una ardilla en la mano. Debí decirle que tampoco se pinta a los compañeros, pensó Olvido. Cuando terminó la ardilla, la niña que se sentaba delante de él extendió, coqueta, un brazo para que también le hiciera una. Era la nieta del boticario.

A la hora del recreo, Santiago quiso comerse los bollos de canela que había cocinado con su abuela, pero varias niñas de la clase le rodearon. Pintó perros, gallos, gatos y regresó a la casona roja junto a Olvido con una sonrisa balanceándose en los labios.

—¿Lo pasaste bien tu primer día de escuela?

—Sí, mis compañeros son muy simpáticos, sobre todo las niñas.

—¿Y los niños?

—Uno me ha mirado con rabia y me ha dicho que tenía cara de chica.

—¿Y te has peleado con él?

—No me ha dado tiempo, abuela, me han defendido todas las niñas. Le decían envidioso por feo.

—Mañana le dices que si quiere ser tu amigo.

—De eso nada, que me lo diga él.

Por la tarde, la familia Laguna se sentó en los sofás del porche. Santiago se puso a rellenar filas de vocales en una cartilla, mientras su abuela pelaba patatas y su bisabuela observaba atentamente la caligrafía.

—Haz todas las letras bien derechas, hijo. Tienes que ser el primero de la clase. Y luego a la universidad, para ingeniero o médico, lo más «honrao» que haya. Tú eres el mesías de la familia; no olvides nunca que naciste bajo augurios divinos.

Tres años después, el pueblo sufrió un invierno demasiado largo. A finales de marzo, el pinar aún permanecía sumergido en una bocanada de nieve. Las copas de los pinos se convirtieron en tejados blancos. Su aroma invernaba entre las ramas, soñando con el aire templado de la primavera. Arropadas por la niebla que acompañaba al amanecer, las hayas parecían espectros de hielo. Con aquel tiempo, la carretera que conducía hasta el pueblo era intransitable y Santiago no asistía al colegio.

Una noche Olvido regresó del establo con las mejillas encendidas; el caballo tordo agonizaba.

—Intentaré llegar hasta la granja del veterinario, sólo está a un kilómetro de aquí. Quizá todavía se pueda hacer algo.

—Déjalo que se muera solo, ya no sirve para nada. —Manuela dormitaba junto a la chimenea.

—Si al menos funcionara el teléfono… Pero esta nieve cabezota está acabando con todo.

Las margaritas de Clara Laguna se habían congelado por vez primera en el camino de piedras.

—Acércate si quieres, hija. Yo cuidaré de nuestro pequeño tesoro.

Olvido se echó una toquilla sobre los hombros y partió en dirección al pinar. Muy pronto se dio cuenta de que no llegaría hasta la granja del veterinario. Un viento gélido la zarandeaba impidiéndole avanzar. Si el caballo empeora, le pegaré un tiro con la escopeta de caza para que no sufra, pensó al emprender el camino de regreso. Tenía nieve en los labios. Tiritaba.

El recibidor de losetas de barro estaba en penumbra, una penumbra manchada por un perfume dulce que a Olvido le recordaba a su infancia. Las puertas del armario de la ropa blanca estaban abiertas, y los sacos de lavanda revueltos.

—¡Madre! ¡Madre!

Manuela Laguna apareció en el pasillo iluminado por el resplandor del fuego de la chimenea. Miró a su hija y quiso sonreírle. Erguida en un guante, Olvido descubrió la palmeta de caña.

—No pudiste alcanzar la granja del veterinario con este tiempo de perros, ¿verdad, hija?

—¿Le has pegado, madre? ¿Te has atrevido a pegarle?

Tras años de encierro entre sábanas, manteles y toallas, el esqueleto de caña refulgía dichoso en una garra de su dueña.

—No tuve más remedio; se torció en la caligrafía, y él sabe que tiene que aplicarse en los estudios para ser nuestro salvador —repuso la anciana, y sonrió mostrando los dientes amarillos.

—¿Dónde está?

—Se fue a su dormitorio a repetir la caligrafía que había hecho mal. No te preocupes, hija, aprenderá enseguida.

Santiago había ocupado la habitación de invitados que había utilizado Pierre Lesac durante su estancia en el hogar de las mujeres Laguna. Era más pequeña que la de su abuela y, por supuesto, que el dormitorio fastuoso de su tatarabuela. Clara Laguna, sin embargo, gozaba de más horas de sol. Olvido encontró al niño echado bocabajo en la cama, rellenando una cartilla.

—Deja ya los deberes, hoy has trabajado mucho —le dijo acariciándole el cabello.

—Tengo que practicar para que la bisabuela no vuelva a enfadarse. Mañana por la mañana le enseñaré esta hoja que acabo de hacer y está muy rectita.

—No te preocupes por la caligrafía, no importa que esté torcida.

Le había sentado en las rodillas y le acunaba como si aún fuera un bebé.

—A la bisabuela sí le importa.

—Yo me ocuparé de la bisabuela. Yo me encargaré de que no vuelva a enfadarse —le aseguró besándole la frente.

—¿Y no me pegará más?

—Nunca, porque ya no podrá. Te lo prometo.

La nieve caía gruesa de un cielo sin luna. Olvido condujo a Santiago hasta su dormitorio y le curó las heridas de la espalda. El viento golpeaba el muro de ladrillos que tapaba la ventana. Traía en sus embestidas el recuerdo de la muerte sobre el musgo helado.

Aquella noche Santiago se quedó dormido en la cama de su abuela mientras ella le contaba un cuento. Después, el insomnio empapó el cuerpo y la memoria de Olvido. Tenía los ojos abiertos y se deleitaba con el calor que desprendía la respiración de su nieto. Transcurrieron las horas, transcurrieron inundadas de sombras. Cuando comenzaba a amanecer, creyó descubrir en el muro de ladrillos un rostro del pasado. Lo había visto una vez en la iglesia; moreno, orgulloso y con los ojos grises, aquel rostro pertenecía al padre de Esteban. Poco a poco, se extendió por la habitación el rastro de una receta que reconoció enseguida. «Tripas de cerdo con hierbas y ajo», murmuró. Aquélla era una receta que Manuela adoraba. Sintió en la boca el gusto fuerte de las vísceras aderezadas con el tomillo, el romero y el ajo. Arropó a Santiago, que continuaba dormido en su regazo, para protegerlo de aquel guiso fantasmal y del rostro del maestro que flotaba en los ladrillos; hasta que, con el primer rayo de sol, éste desapareció por la rendija de la ventana. Olvido se preguntó por qué se le había aparecido aquel hombre que, según su madre, no le permitió asistir a la escuela mientras fue el maestro. También se preguntó cómo podía conocer esa receta, y qué pretendía recordándosela con su presencia. Manuela la había cocinado muchas veces, aunque la primera de ellas fue cuando Esteban era sólo un muchacho que acababa de enterrar a su padre. Manuela le invitó a probarla, él comió un par de cucharadas y salió corriendo.

Había dejado de nevar. Una luminosa mañana de invierno alumbraba la casona roja. Pero el viento fuerte que había soplado durante la noche continuaba desmembrando margaritas y rosas.

Manuela se despertó en su dormitorio de cal húmeda. Con más agilidad que en días anteriores, quizá que en meses o años, descendió del lecho. Le temblaban menos los guantes. Sin duda, el reencuentro con la palmeta de caña había mejorado su salud. No abrió la ventana para ventilar la habitación, por eso no descubrió el puñado de pétalos negros que había viajado en el viento y se había posado en el alféizar. Se puso la bata y partió hacia la cocina para exigir a Olvido que le preparara de desayuno unas mollejas con ajo.

Encontró a su hija limpiando la escopeta de caza que habitaba en el desván. Por un instante, pensó que podría apuntarla con ella y reventarle el pecho de un solo disparo. Sintió vértigo, como si se precipitara al agujero de su tumba.

—Acabo de matar al caballo. —La voz de su hija sonaba ronca.

—No oí el tiro.

—Le apoyé la escopeta en la cabeza y disparé.

—Era un jamelgo viejo que ya no servía para nada. Está mejor muerto.

—Sí, como no servía para nada, está mejor muerto. —Olvido buscó la mirada oscura de su madre.

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