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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (24 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Olvido, de nuevo, tuvo que acostumbrarse a estar sola porque Margarita pasaba mucho tiempo en la universidad. Paseaba a diario por la avenida de los Campos Elíseos, por los alrededores de la Torre Eiffel y del demoledor edificio de los Inválidos, aferrando un periódico o una revista en una lengua que no entendía. La nostalgia de la tumba de Esteban la llevó a vagar desde la apertura hasta el cierre por las avenidas empedradas y las pendientes del cementerio de Pére-Lachaise. Le fascinaban los panteones, las esculturas que adornaban las tumbas ancladas en una vegetación exuberante. Solía sentarse en una que lucía la estatua de un soldado con la casaca abierta recibiendo de rodillas balas invisibles. Se guardaba tierra de Pére-Lachaise en los bolsillos de la gabardina, y su peso de muerto evitaba que el viento de París se la llevara volando como si no existiera. También se dedicaba a visitar el Louvre y las galerías de arte que le recomendaba Margarita, y al atardecer se sentaba en algún café de Montmartre, cerca de la ventana, para admirar las cúpulas del Sacre Coeur o los dibujos de los pintores apostados en la plaza, y sentía la mirada de París sobre la suya; bebía dos, tres, cuatro copas de vino maldiciendo su color de sangre, y el musgo del jardín de la casona roja le crecía en la boca.

Un día de finales de febrero el cielo amaneció con una melena de nubes que dejó sobre la ciudad una lluvia de monte; y la suerte de Olvido cambió. Margarita la telefoneó al hotel para que la acompañara a una fiesta en casa de uno de sus profesores de la universidad. Ella anotó la dirección y se tumbó en la cama a esperar que oscureciese.

La casa del profesor se encontraba en los alrededores de Notre-Dame. Era un apartamento con vistas al río. Olvido descendió de un taxi, las torres de la catedral parecían dos espectros. Una bruma brillante se deslizaba sobre el Sena. Helaba. Mientras subía la escalera vieja del bloque de apartamentos, pensó que aquélla era la primera fiesta a la que acudía. Antes de tocar el timbre se atusó el pelo; lo llevaba suelto y las primeras canas se asomaban entre sus cabellos oscuros. Margarita le abrió la puerta sosteniendo una copa de vino.

—Mamá, qué estupendo que hayas venido. —La besó en las mejillas—.Voy a presentarte a unos compañeros españoles para que puedas mantener una conversación con alguien que te entienda.

Siguió a su hija hasta un salón atestado de humo de cigarrillos y de jóvenes intelectuales. Se quitó el abrigo y lo colgó en un perchero. Un tocadiscos despedía música francesa. En el centro de la habitación, varias chicas pálidas con gafas de pasta negra bailaban y fumaban con los ojos cerrados.

—Lo primero que hay que hacer en una fiesta en París, bueno, o en cualquier sitio, es animarse —le informó Margarita sirviéndole una copa de vino.

Olvido se aferró al cristal ovalado; le ardían las yemas de los dedos.

—Te voy a presentar a Juan Montalvo y a Andrés García, compañeros míos de la universidad.

Dos muchachos de ojos enrojecidos le estrecharon la mano.

—Diviértete, mamá.

Margarita desapareció por un pasillo.

—Todas las madres deberían ser como usted —comentó uno de los chicos con voz seductora—, si me permite que se lo diga así para intimar rápido.

—Gracias. —Olvido se bebió la copa de un trago y abandonó a los muchachos esgrimiendo la excusa de que iba a servirse otra.

El tocadiscos entonaba ahora una canción lenta y varios chicos y chicas bailaban abrazados. Ella cogió una botella de vino tinto y fue a bebérsela junto a una pareja que se besaba en una esquina. Escuchaba el sonido húmedo de los labios y su corazón latía deprisa. Por aquella casa planeaba, como un fantasma, el aroma de una carpintería. En un sofá, asediado por el carmín rojo de dos jóvenes francesas, el anfitrión tallaba una figurita de madera. A sus pies se arremolinaban las virutas. Olvido no podía apartar los ojos de él. Y aquel hombre de mirada verdosa, mientras daba forma a su obra, la correspondía. Se llamaba Jean y tenía los brazos más hermosos de toda Francia, según las alumnas de su cátedra. Era profesor de escultura en la universidad y cuando no estaba dando clases solía encerrarse en aquel apartamento para esculpir madera.

La canción terminó y, mientras una joven cambiaba el disco, se escuchó el sonido de las campanas de Notre-Dame tañendo una melodía de difuntos. Olvido abandonó el salón. Se sentía mareada. Avanzó por un pasillo siguiendo el rastro del aroma a madera y llegó hasta la cocina. En ella, sobre el frigorífico, reposaba la escultura de un pie masculino; continuó caminando hacia el cuarto de baño, donde descubrió que el toallero era un torso de héroe griego realizado en madera de cedro.

Cuando el anfitrión, tras librarse del carmín francés, fue a buscarla, ya había alcanzado el dormitorio. Se aproximó a ella como un adolescente se aproxima al primer amor. Tomó de sus manos la botella y la copa de vino y las sustituyó por una larga copa de champán. Olvido bebió un sorbo de ese líquido parecido a los ojos de Clara Laguna y acarició la parte de atrás de una oreja del profesor. Halló lo que esperaba, serrín. Besó aquel polvo pálido. El anfitrión, sin embargo, le devolvió el beso en los labios. Los rozó como si su boca fuera una navaja que da el primer corte para comprobar la dureza de la madera; luego los fue tallando lentamente. Al cabo de un rato se apartó de su obra y dijo:


Jean, c'est mon nom
.

La boca de Olvido era una escultura brillante.

Al amanecer, ella sintió a su lado el sabor de la madera, el sabor de un cuerpo de hombre. Durante unos segundos creyó que no existía aquella noche helada con voz de lobo y suicidio de astro, creyó que no existía la pólvora ni la sonrisa de su madre: él estaba vivo, pronto abriría su mirada de plomo, más oscura al despertar, y le acariciaría la espalda. Cuando comprendió que habían pasado más de veinte años y que los labios que yacían sobre su hombro no eran los de Esteban, se sobresaltó. No recordaba quién era aquel hombre. Le dolía la cabeza y en el estómago aún sentía fermentar las burbujas del champán.

Se escurrió de la cama procurando no despertarlo. Recogió su ropa, mezclada con las virutas que cubrían el suelo de la habitación, y se vistió en el baño. No tomó un taxi, prefirió caminar por la ribera del Sena hasta el hotel; mientras esquivaba la escarcha dormida en el empedrado, una palabra le vino a los labios como una letanía, la palabra era «Jean».

Él se levantó con el timbre del despertador. Eran las ocho de la mañana y tenía que dar clase en la universidad. Buscó el cuerpo de la mujer con la que había pasado la noche. Deseaba abrazarlo de nuevo, besarlo, pero encontró la cama vacía. Desilusionado, se dirigió a la ducha y enjabonó su resaca. El vaho producido por el agua caliente dibujó en los azulejos el pubis de rizos negros que había desaparecido de su apartamento. Jean regresó al dormitorio para vestirse y en el armario, entre las camisas, lo asaltó la imagen de una espalda con azotes de esclava.

En el metro intentó recordar el nombre de ella. No pudo. Subió la escalera de la facultad de bellas artes; en cada peldaño surgía, alado, el vientre de la mujer. Entró en el aula atestada de estudiantes adormilados. Dio los buenos días y abrió la cartera; entre los separadores de piel lo acechaban las crestas rosadas que bordeaban aquella hendidura perfecta. Se frotó los párpados y comenzó a hablar a sus alumnos sobre unas técnicas para dominar la perspectiva. Las burbujas del champán de la noche anterior se le salían por la boca. Unos senos sobrevolaban el aula con sus aréolas desplegadas como si fueran velas. Tuvo que interrumpir la explicación y tragar saliva. La reanudó a los pocos minutos en la pizarra, bajo la mirada interrogante de sus alumnos, pero las visiones no cesaban. Sobre aquella superficie verde arañada por las tizas se deslizaron unas nalgas. Jean regresó a su asiento, detrás de la mesa sólida de profesor. No recordaba por dónde debía continuar la explicación, no recordaba nada acerca de aquellas técnicas para dominar la perspectiva; dos muslos se dirigían hacia él contoneándose. Suspendió la clase y bajó a la cafetería. Mientras bebía un té, el cuerpo de aquella mujer interpretaba diferentes posturas. Tenía que volver a verla. Fue a buscar a Margarita a la salida de su clase y le preguntó el nombre de su madre y dónde podía encontrarla. Ella dudó. Por un lado, estaba contenta de que Olvido saliera de la casona roja y se divirtiera, pero por otro le molestaba que se hubiera ligado en una sola noche al profesor más deseado de toda la universidad.

—Olvido Laguna. Hotel La Madeline —dijo, finalmente, con el rostro ceñudo.


Merci
.

Cuando Jean llamó a la puerta de la habitación, Olvido leía a san Juan de la Cruz. Tenía el vientre desnudo y sobre él descansaba una mancha de serrín que había obtenido rascando con su Urna de uñas una de las mesillas.

—Hija, ¿eres tú?

Escuchó a un hombre hablando en francés y creyó que era algún empleado del hotel.


Je suis Jean
. —El profesor tenía las mejillas coloradas por el frío parisino y en los labios un rictus de tortura.

Ella repitió esa palabra: Jean.


Depuis que je me suis reveillé, je n'ai pensé qu'á toi
—le dijo el profesor.

Lo hizo pasar a la habitación.


Partout j'ai vu ton corps et tes yeux
.

Le miraba los labios con hambre de termita.

—No entiendo lo que me dices. No hablo francés.

—Olvido.

—Sabes cómo me llamo… Quizá te dije mi nombre, no lo recuerdo. Me temo que bebí demasiado vino y demasiado champán.

Los ojos de Jean la apuntaban al corazón.

—Champán —contestó él, y sonrió.

—Sí, champán. —Olvido sentía su aroma, una mezcla de madera y perfume de hombre, y lo besó en los labios.

Él recorrió con las manos aquel cuerpo que lo había atormentado. Lo acarició como si fuera a escapársele muy pronto.

A la hora del almuerzo salieron de la habitación agarrados del brazo. Se decían palabras que no entendían, pero en las aceras de París, ávidas de primavera, se besaban en la boca. Decidieron sentarse en un bistró y tomar unos
sandwiches
. Jean pidió dos y Olvido otros tantos —los señaló en el menú mientras él le mordisqueaba el cuello—; necesitaban reponer fuerzas. Después bebieron café y Jean le enseñó a fumar un cigarrillo, un Gauloise. Ella dio una calada y abrió la boca para que saliera el humo. Tosió y los dos rieron. Regresaron al hotel a la caída de la tarde, pero Olvido no le dejó subir a la habitación.

—He de hablar con Margarita —le dijo.

—Margarita,
oui, demain je viendrai te chercher
.

Margarita Laguna se presentó en el hotel sobre las ocho. No se había puesto ropa interior, como en su infancia.

—He estado pensando todo el día en la casona roja —le dijo a Olvido—. De repente me he dado cuenta de que la extraño mucho. Creo que debería regresar contigo.

—Pero qué cosas dices, hija. Aquí en París tienes tu carrera, tus amigos.

Margarita, triste, se tumbó en la cama.

—Esta decisión no tendrá algo que ver con lo que sucedió ayer noche en la fiesta de tu profesor. Antes de que contestes, quiero decirte que siento mucho haberme emborrachado. Bebí mucho champán y aquel hombre… —Se le escapó una sonrisa—. No pude evitarlo. Ese olor, me recordaba tanto a tu padre…

—¿De veras?

—Él también olía a madera y tenía serrín detrás de las orejas. Trabajaba en una carpintería de aprendiz hasta que pudiera convertirse en profesor.

—¿Te liaste con Jean sólo por eso?

—Me gustó. Además ya te he dicho que bebí mucho vino. Y ese líquido amarillo, champán, era la primera vez que lo probaba.

—Eso me han comentado mis amigos españoles, que bebiste mucho y que con uno te portaste muy groseramente al dejarle con la palabra en la boca cuando se esforzaba por ser amable.

—Lo siento, hija. Era la primera fiesta a la que iba y estaba nerviosa. ¿He hecho que te avergonzaras de mí?

Margarita tardó en contestar.

—Qué va, no me importa que murmuren. Lo único que me importa es que tú seas feliz.

—No volverá a ocurrir. Te lo prometo.

—Da igual. Además, si regresamos a la casona roja, ya no tendré que avergonzarme.

Al día siguiente Olvido Laguna hizo las maletas. Se vistió con un traje de chaqueta gris oscuro y llamó a la recepción del hotel para que le tuvieran preparado un taxi.

Era una mañana de sol, en la calle olía a margaritas y a café recién hecho. El taxi la estaba esperando.


À l'aéroport
, por favor.


Oui, madame
.

Sacó del bolso el papel de cartas del hotel y con una caligrafía torcida por el traqueteo del coche escribió:

Querida hija:

Regreso a casa porque esta mañana tuve noticias del abogado diciéndome que tu abuela está peor de la artritis. Tú quédate en París, éste es tu sitio, y sé feliz. Dile a Jean que me alegró mucho conocerlo.

Te quiere,

M
AMÁ

13

C
uando Olvido Laguna regresó a la casona roja, su madre la estaba esperando con un pretendiente para que contrajera matrimonio. Se trataba de un amigo del abogado que vivía en un pueblo vecino. Aquel hombre cumplía todos los requisitos que Manuela deseaba. Tenía una reputación intachable, sin un escándalo que pudiera mancillarla, y además propiedades y dinero en abundancia. Se había quedado viudo hacía unos cuatro años y buscaba otra mujer con la que casarse y aliviar las penas y soledades de la jubilación. El candidato tenía setenta y ocho años. Sin embargo, la edad no les pareció un problema ni al abogado ni a Manuela Laguna siempre que los otros dos requisitos quedaran cumplidos. Olvido, probablemente, ya no podría darle hijos, hecho que al candidato no le importaba lo más mínimo, pues tenía once de la esposa muerta y veintisiete nietos, así que lo último que necesitaba era otro vástago para perpetuar su estirpe.

El abogado se reunió con él en la taberna de su pueblo, y no sólo le desmenuzó la belleza de Olvido, sino también su destreza culinaria y su gusto por la conversación. Cuando el pretendiente le preguntó cómo una muchacha tan extraordinaria permanecía soltera, el abogado aprovechó para contarle que Olvido tenía una hija de veintitantos años fruto de la violación que había sufrido siendo casi una niña. Desde entonces sólo se había dedicado a cuidar de la criatura. Pero ahora ésta vivía en París, así que buscaba un hombre bueno que aceptase su pasado y le hiciera compañía.

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