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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (2 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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—No nos avergüences.

Oí antes que vi el gran salón, contra cuyas paredes rebotaba el sonido de miles de voces, el tintineo de las armaduras y el golpeteo de las copas. Los criados habían abierto de par en par las ventanas con el fin de reducir el volumen del bullicio y habían colgado en las paredes grandes tapices de indiscutible riqueza. Jamás había visto tantos hombres juntos como había en el interior de aquella estancia. «Hombres no», me corregí, «reyes».

Se nos llamó para participar en el consejo sentados en bancos cubiertos con pieles de vaca. Los criados retrocedieron hasta desvanecerse entre las sombras. Mi padre me puso una mano encima y hundió los dedos en mi cuello para avisarme de que no se me ocurriera moverme.

Había mucha violencia contenida en aquella estancia, donde tantos príncipes, héroes y reyes se disputaban un único trofeo, pero sabíamos remedar la civilización. Todos se fueron presentando uno por uno, mostrando sus refulgentes melenas, espléndidos talles y carísimas ropas teñidas. Muchos eran hijos o nietos de dioses. Las hazañas de todos ellos habían merecido una, dos y hasta tres canciones. Tindáreo los saludó, aceptó sus regalos, los puso en una pila en el centro de su habitación e invitó a hablar a todos, a fin de que hicieran la petición de mano.

Mi progenitor era el mayor de todos ellos, excepción hecha de un hombre que dijo llamarse Filoctetes.

—Es uno de los camaradas de Heracles —susurró el hombre sentado junto a nosotros con un tono de reverencia en la voz que fui perfectamente capaz de comprender. Heracles era nuestro mayor héroe y Filoctetes había sido uno de sus más allegados y el único vivo de todos sus compañeros. Tenía el cabello gris y unos dedos gruesos como tendones que le delataban como arquero. Y un momento después alzó el mayor arco que yo haya visto en mi vida; era de madera pulida de tejo y empuñadura de piel de león.

—El arco que Heracles me confió al morir —explicó. Un arco suscita burlas en nuestras tierras, pues es considerado como un arma de cobardes, pero nadie iba a poder decirlo de ese arco: la fuerza necesaria para tensarlo podía humillarnos a todos.

El siguiente en presentarse fue un hombre con los ojos pintados como una mujer.

—Soy Idomeneo, rey de Creta. —Se trataba de un hombre enjuto y cuando se puso de pie los cabellos le cayeron hasta la cintura. Ofreció un objeto poco común: un hacha de doble cabeza hecha de hierro—. Es el símbolo de mi pueblo.

Los movimientos del cretense me recordaron a los de los bailarines que tanto le gustaban a mi madre.

Después le llegó el turno a Menelao, hijo de Atreo, sentado junto a Agamenón, ese hermano cuyo enorme corpachón recordaba al de un oso. Menelao tenía un pelo de un rojo muy llamativo. Era un hombre vital, fuerte, musculoso. Su regalo fue de lo más suntuoso: un hermoso vestido teñido.

—Aunque la dama no necesita adorno alguno —agregó con una sonrisa.

Era un discurso muy lacónico. Me habría gustado tener algo inteligente que decir. Yo era allí el único menor de veinte años y que no era hijo de un dios. «Quizás el hijo rubio de Peleo pueda estar a la altura de esto», pensé. Pero su padre le había dejado en casa.

Los hombres se fueron presentando uno tras otro hasta que me fue imposible recordar sus nombres. Mi atención deambuló por la sala hasta acabar fijándose en la tarima, donde reparé por vez primera en la presencia de tres mujeres con velo sentadas junto a Tindáreo. Observé con fijeza la gasa blanca que cubría el rostro de las mismas como si fuera capaz de atisbar los rostros ocultos tras ellas. Mi padre pretendía que una de ellas fuera mi esposa. Las tres mantenían sobre el regazo unas manos hermosamente adornadas con brazaletes. Una de ellas era más alta que las otras dos. Me pareció ver un rizo negro tras el velo. Helena tenía los cabellos de un rubio muy claro, según recordaba, así que esa no era Helena. Entretanto, había dejado de oír a los reyes y me llevé un susto al ver que Tindáreo nos miraba y pronunciaba en voz alta el nombre de mi padre.

—Sé bienvenido, Menecio. Lamento saber que tu esposa ha fallecido.

—Mi mujer vive, Tindáreo. Es mi heredero quien viene hoy a pedir la mano de tu hija. —Se hizo un silencio durante el cual yo me arrodillé, mareado al ser objeto de las miradas de todos los presentes, que se volvieron hacia mí.

—Todavía no es un hombre. —La voz de Tindáreo parecía muy lejana. Percibí en ella una absoluta ausencia de emoción.

—Y no tiene por qué. Yo soy hombre suficiente por los dos. —Ese era el tipo de bravata que nuestra gente adoraba, una fanfarronada audaz, pero esta vez nadie rio.

—Ya veo —repuso Tindáreo.

El suelo de piedra se me metía en la piel hasta el punto de que no era capaz de moverme, y eso que estaba acostumbrado a permanecer de rodillas. Nunca antes de ese momento me había alegrado de la práctica adquirida en el salón del trono de mi padre, que volvió a hablar otra vez en medio del silencio.

—Otros han traído bronce y vino, aceite y lana. Yo vengo con oro, es una pequeña porción de mis fondos.

Fui consciente de mis manos sobre las figuras de la historia narrada en la hermosa crátera: Zeus aparecía de entre la lluvia de luz ante la sorprendida princesa y ambos copulaban.

—Mi hija y yo te agradecemos un regalo tan espléndido, aunque tan asequible para ti.

Un murmullo se desató entre las filas de los reyes. Era una humillación de la que mi padre parecía no percatarse, pero yo me sonrojé.

—Yo haría de Helena la reina de mi palacio, pues mi esposa, como os consta, no es apta para gobernar. Mis riquezas superan a las de todos estos jovenzuelos y mis hazañas hablan por sí mismas.

—Pensé que el pretendiente era tu hijo.

Alcé la vista al oír aquella nueva voz. Se trataba de un hombre que aún no había hablado. Estaba el último de la fila, sentado a sus anchas sobre el banco. La luz del fuego arrancaba destellos a sus cabellos ensortijados y en la pierna podía verse una cicatriz de trazo dentado, una marca que iba desde el talón hasta la rodilla y que giraba en torno a los músculos de la pantorrilla para perderse debajo de la túnica. Parecía una herida de cuchillo o algo parecido, o esa impresión me causó, algo así le había herido hasta arriba, dejando un costurón de perfiles no muy marcados, pero esa aparente suavidad ocultaba el daño que debía de haberle causado.

Mi padre estaba furioso.

—No recuerdo que nadie te haya invitado a tomar la palabra, hijo de Laertes.

—Nadie —convino el aludido con una sonrisa—. Te he interrumpido, pero no debes temer mi intromisión. No tengo intereses ocultos en este asunto. Hablo como simple observador.

Un movimiento en el estrado atrajo mi mirada. Una de las figuras con velo se había movido.

—¿Qué pretende decir? —Mi padre torció el gesto—. Si no está aquí por la mano de Helena, ¿a qué ha venido? Que se vuelva con sus cabras y sus piedras.

El interpelado enarcó las cejas, pero no dijo nada más.

—Si tu hijo es el pretendiente, tal y como tú mismo dices, dejémosle que se presente él mismo —repuso Tindáreo con afabilidad.

Incluso yo supe que me había llegado el turno de hablar.

—Soy Patroclo, hijo de Menecio. —Mi voz sonó aguda y áspera por la falta de hábito—. Estoy aquí como pretendiente de Helena. Mi padre es rey e hijo de reyes.

No tenía nada más que decir. Mi padre no me había aleccionado en modo alguno, pues no se le había pasado por la imaginación que Tindáreo me pidiera que tomara la palabra. Me incorporé y llevé la crátera hasta el montón de presentes, y elegí un sitio donde no se cayera. Me di la vuelta y caminé de regreso a mi asiento. No me había puesto en ridículo con temblores ni tropezones, y mis palabras no habían sido ninguna estupidez. Aun así, estaba colorado de pura vergüenza, pues era consciente de la imagen que debía ofrecer a los ojos de aquellos hombres.

La rueda de presentaciones se mantuvo al margen de todo esto y prosiguió. A renglón seguido se arrodilló un pretendiente que doblaba a mi padre en estatura y corpulencia. Dos siervos sostenían un enorme escudo que parecía formar parte de su atuendo de guerra. Le cubría de los pies a la cabeza. Pocos hombres eran capaces de llevarlo. No tenía adorno alguno, pero las melladuras y los golpes evidenciaban las muchas batallas que había presenciado. Áyax, hijo de Telamón, se presentó con un discurso breve y directo: su linaje se remontaba a Zeus, según dijo, y ofreció las dimensiones de su anatomía como prueba evidente de que seguía disfrutando del favor de su trastatarabuelo. Su regalo era una fina lanza de madera bellamente tallada cuya punta de hierro forjada destellaba a la luz de las antorchas.

Al final le llegó el turno al invitado de la cicatriz.

—¿Y bien, hijo de Laertes? —Tindáreo se giró en el trono para volverse hacia el aludido—. ¿Qué tiene que decir un observador desinteresado a todos estos preliminares?

El interpelado se inclinó hacia delante.

—Me gustaría saber cómo vas a evitar que los perdedores te declaren la guerra… a ti y al afortunado nuevo esposo de Helena. En esta sala veo a una docena de aspirantes dispuestos a saltar al cuello de los demás…

—Y lo encuentras divertido.

El hombre se encogió de hombros.

—La estupidez del ser humano me hace gracia.

—El hijo de Laertes se mofa de nosotros —gritó el pretendiente alto, Áyax, cuyo puño cerrado tenía el tamaño de mi cabeza.

—Jamás, hijo de Telamón.

—En ese caso, ¿qué dices, Ulises? Di lo que piensas de una vez. —Nunca había oído la voz de nuestro anfitrión sonar tan cortante.

Ulises volvió a encogerse de hombros.

—Es una apuesta arriesgada a pesar de la fortuna y el renombre que te has ganado. Cada uno de estos hombres es muy respetable, y todos ellos lo saben. No van a quedarse al margen tan fácilmente.

—Eso ya me lo has dicho en privado.

Mi padre se envaró junto a mí. «Conspiración». No fue el único rostro crispado de la sala.

—Cierto, pero ahora te ofrezco una solución. —Alzó las manos vacías—. No te he traído ningún regalo y no voy a cortejar a Helena. El mío es un reino de rocas y cabras, como aquí se ha dicho. En recompensa por mi solución quiero como premio lo que te he pedido.

—Dame una salida y lo tendrás.

Advertí otro ligero movimiento en la tarima: una mujer había crispado la mano en torno al vestido de una de sus compañeras.

—Entonces, he aquí la solución: creo que deberíamos dejar elegir a Helena. —Ulises hizo una pausa para dar espacio a que estallaran los murmullos de incredulidad; las mujeres jamás tenían opinión en ese tipo de cosas—. Nadie va a poder culparte en tal caso, pero ella debe efectuar su elección ahora, en este mismo momento, para que no pueda decirse que ha recibido consejos u órdenes de tu parte. Y una cosa más —añadió, alzando un dedo—, antes de que ella elija, todos los aquí presentes deben hacer un juramento: respetar la decisión de la novia y defender a su esposo contra todos los que intenten arrebatársela.

El malcontento y malestar se extendieron por el salón. ¿Un juramento? Eso era tan poco convencional como permitir que una mujer eligiera a su marido. Los pretendientes empezaron a recelar.

—Muy bien. —El rostro de Tindáreo era inescrutable cuando se volvió hacia las mujeres con velo—. ¿Aceptas esta propuesta, Helena?

—Sí.

Su voz baja y primorosa llegó hasta el último rincón de la estancia. Solo había dicho una palabra, pero sentí cómo se estremecían todos los hombres en mi derredor. Yo mismo experimenté esa sensación a pesar de mi corta edad, y me maravilló el poder de esa mujer, capaz de electrizar a todos los allí presentes. De pronto, todos recordamos haber oído hablar de su piel dorada y sus ojos negros y centelleantes como la obsidiana que trocábamos por nuestras olivas. Y en ese momento, ella valió más que todos los presentes apilados en el centro, y aún más, ella valía más que nuestras vidas.

Tindáreo asintió.

—En tal caso, decreto que así sea. Todos los que vayan a prestar juramento, lo harán ahora.

Se escucharon murmullos y voces de enfado, pero nadie se marchó. La voz de Helena y el velo que se ondulaba suavemente por efecto de su respiración nos retuvieron a todos allí, cautivos.

Un sacerdote convocado a toda prisa llevó una cabra blanca al altar. Para un sacrificio realizado allí dentro era una elección mucho más adecuada que un toro, cuya sangre habría puesto perdido el suelo al rebanarle el cuello. El animal murió enseguida y el hombre mezcló la sangre oscura con las cenizas de ciprés tomadas del fuego. La urna siseó con fuerza en la silenciosa estancia.

—Tú jurarás el primero —le dijo Tindáreo a Ulises.

Hasta un niño de nueve años como yo pudo apreciar lo adecuado de esa medida. Ulises había demostrado ser él solo más listo que la mitad de los allí presentes. Nuestras precarias alianzas perduraban únicamente cuando no se permitía a ningún hombre cobrar más poder que los demás. Al mirar a mi alrededor vi sonrisitas de satisfacción entre los reyes; el de Ítaca no iba a poder escapar a su propia soga.

La boca de Ulises se curvó al esbozar una media sonrisa.

—Por supuesto, será un placer. —Y, sin embargo, intuí que no lo era. Durante el sacrificio le había visto retroceder hacia las sombras, como si deseara que nadie reparase en su presencia. Se levantó y se dirigió hacia el altar—. Recuerda, Helena, que solo juro por compañerismo, no como pretendiente. Si me eligieras a mí jamás te lo perdonarías. —La broma arrancó unas cuantas risas entre los reyes. Todos éramos muy conscientes de que era improbable que alguien tan luminoso como Helena se decantara por el monarca de la yerma Ítaca.

El sacerdote convocó a los pretendientes uno a uno para que acudieran junto al fuego. Nos hizo unas marcas en las muñecas con sangre y cenizas que nos las ataron como si fueran cadenas. Recité las palabras del juramento de espaldas a él y alcé los brazos para que todos me vieran.

Cuando el último pretendiente hubo pronunciado el compromiso, Tindáreo se puso en pie y habló:

—Elige ahora, hija mía.

—Menelao —contestó ella sin la menor vacilación…

… Lo cual nos sorprendió mucho a todos, que habíamos esperado suspense e indecisión. Me volví hacia un hombre de pelo rojo, que se puso de pie con una enorme sonrisa presidiendo su rostro. Estaba alborozado cuando palmeó la espalda de su hermano, que permanecía en silencio. Todos los demás eran presa de la ira, la decepción e incluso la pena, pero ninguno echó mano a la espada, pues la sangre untada en nuestras muñecas se había espesado y secado.

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