Read La cabaña del tío Tom Online

Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (8 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Debes tener cuidado, Sam.

—Espere usted que recupere el aliento, señora, y lo haré bien. Tendré mucho cuidado.

—Bien, Sam, has de ir con el señor Haley, para mostrarle el camino y ayudarle. Cuida de los caballos, Sam; sabes que Jerry cojeaba un poquito la semana pasada;
no dejes que vayan demasiado deprisa
.

La señora Shelby dijo las últimas palabras con voz queda y gran énfasis.

—¡Puede confiar en este chico! —dijo Sam, girando los ojos con un gesto cargado de intención—. ¡El Señor lo sabe! ¡Vaya! ¡No he dicho eso! —dijo boqueando de repente con un ridículo ademán de aprensión que hizo reír a su ama a su pesar—. Sí, señora, cuidaré de los caballos.

—Ahora, Andy —dijo Sam, volviendo a su puesto bajo los hayas—, no me sorprendería nada que el animal de este caballero se encabrite luego, cuando lo monte. Sabes, Andy, los animales hacen estas cosas y Sam dio un codazo a Andy en un costado con un gesto lleno de intención.

—¡Vaya! —dijo Andy, con aspecto de haberle comprendido en el acto.

—Sí, verás, Andy, el ama quiere ganar tiempo —eso está claro para cualquier observador. Yo sólo gano un poco por ella. Ahora, pues, suelta a todos aquellos caballos y déjalos corretear a sus anchas alrededor de éstos y hasta el bosque, y creo que el señor no se marchará demasiado deprisa.

Andy sonrió de oreja a oreja.

—Verás —dijo Sam—, verás, Andy, si algo ocurriera como que el caballo del señor Haley empezase a actuar de forma extraña y dar guerra, tú y yo simplemente soltamos los nuestros para ayudarle, ¡y
le ayudaremos
, ya lo creo que sí! —y Sam y Andy echaron hacia atrás las cabezas y soltaron una carcajada grave y descomedida, chasqueando los dedos y dando saltitos encantadísimos.

En este momento, apareció Haley en el porche. Algo apaciguado por unas tazas de excelente café, salió sonriendo y charlando, con el humor bastante recuperado. Sam y Andy, levantando unas maltrechas hojas de palmera que solían llevar a guisa de sombreros, se fueron corriendo al apeadero para estar a punto para «ayudar al señor».

La hoja de palmera de Sam se había desembarazado de cualquier intento de parecer entretejida en la zona del ala; y las mechas, separadas y tiesas, le conferían una flamante apariencia de libertad y rebeldía, digna de la de cualquier jefe fiyiano; mientras que, al haberse desprendido el ala entera de la de Andy, éste se encasquetó la copa con un golpe experto y un aire de satisfacción como diciendo: «¿Quién dice que yo no tengo sombrero?».

—Bien, muchachos —dijo Haley—, espabilaos, que no hay tiempo que perder.

—Claro que no, señor —dijo Sam, acercándole a Haley las riendas mientras le sujetaba el estribo, a la vez que Andy desataba los otros dos caballos.

En el mismo instante en que Haley tocó la silla, el brioso animal dejó el suelo con un brinco repentino que dejó tendido al amo, a unos pies de distancia, sobre el césped blando y seco. Sam, exclamando frenéticamente, se lanzó a cogerle las riendas, pero sólo consiguió que el susodicho sombrero flamante rozara los ojos del caballo, cosa que no ayudó a aplacarle los nervios. Así que derribó a Sam con gran vehemencia y, soltando un par de resoplidos, movió los pies en el aire y se alejó haciendo cabriolas al otro extremo del césped, seguido por Bill y Jerry, que Andy no había olvidado soltar, según lo acordado, sino que los espantaba con varias exclamaciones tremendas. Siguió una escena de confusión miscelánea. Sam y Andy corrían y voceaban, los perros ladraban aquí y allá, y Mike, Mose, Mandy, Fanny y todos los especímenes menores del lugar, tanto masculinos como femeninos, correteaban, batían palmas, vitoreaban y chillaban con terrible oficiosidad e inagotable energía.

El caballo de Haley, que era blanco y muy rápido y animoso, pareció adoptar el espíritu de la ocasión con gran entusiasmo, y, disponiendo para la cacería de un césped de casi media milla de extensión, rodeado por todas partes de tupido bosque, parecía deleitarse sobremanera permitiendo que sus perseguidores se acercasen y, cuando estaban a punto de cogerlo, se alejaba con un salto y un relincho para adentrarse en algún recoveco del bosque. Nada había más lejos de la intención de Sam que dejar prender a alguno de la recua hasta que a él le pareciese el momento idóneo, y los esfuerzos que hacía eran, sin duda, heroicos. Como la espada de Ricardo Corazón de León, que siempre resplandecía en la línea de combate más reñida, la hoja de palmera de Sam se veía en todos los sitios donde menos posibilidad había de coger un caballo; allí se lanzaba a toda velocidad gritando: «Ahora sí; ¡lo he cogido, lo he cogido!», de tal manera que producía un alboroto indiscriminado en el acto.

Haley corría arriba y abajo, porfiando y blasfemando y pateando a la vez. El señor Shelby intentaba en vano gritar instrucciones desde el porche, y la señora Shelby se reía y se admiraba alternativamente desde su balcón, con alguna sospecha en torno a la causa de tanta confusión.

Por fin, alrededor de las doce, apareció triunfante Sam montando a Jeny, con el caballo de Haley a su lado, bañado en sudor pero con los ojos llameantes y los belfos dilatados, en señal de que no se había aplacado del todo su espíritu de libertad.

—¡Está cogido! —exclamó triunfante—. De no ser por mí, todos hubieran reventado; ¡pero yo lo he cogido!

—¡Tú! —rezongó Haley, de un humor de perros—. De no ser por ti, esto no hubiera ocurrido.

—¡Que el Señor nos ampare, señor! —dijo Sam, con voz de gran preocupación—, ¡si no he parado de corretear y acosar hasta que estoy hecho un mar de sudor!

—¡Vaya, vaya! —dijo Haley—, me has hecho perder casi tres horas con tus tonterías. Vámonos ya, sin más pérdida de tiempo.

—Pero, señor —dijo Sam con tono suplicante—, creo que pretende matarnos a todos, caballos incluidos. Aquí estamos a punto de desfallecer, y todos los animales bañados en sudor. No pensará el señor salir hasta después de comer. El caballo del señor necesita un cepillado, mire cómo se ha manchado, y Jerry está cojo; no creo que la señora permita que salgamos de esta manera, de ningún modo. ¡Que el Señor le bendiga, señor! Podremos alcanzarla aunque paremos. Lizy nunca ha sido gran cosa caminando.

La señora Shelby, que había oído esta conversación desde el porche con gran diversión, decidió aportar su grano de arena. Se aproximó y, expresando cortésmente su preocupación por el accidente de Haley, le instó a que se quedara a comer, diciendo que la cocinera serviría la comida inmediatamente.

Así, después de sopesarlo todo y un poco a regañadientes, Haley se dirigió al salón, mientras Sam, girando los ojos con un significado inefable, se dirigió gravemente a los establos con los caballos.

—¿Lo has visto, Andy? ¿Lo has visto? —preguntó Sam, una vez que estuvieron más allá de la protección del granero y hubo atado el caballo a un poste—. Oh, Señor, si era tan bueno como una reunión verlo bailando y pateando e insultándonos. ¡Cómo lo he oído! Tú porfía, viejo (decía yo para mí); ¿quieres tener tu caballo ahora, o esperarás hasta cogerlo? (decía yo). Dios, Andy, creo verlo todavía —y Sam y Andy se apoyaron en el granero y se rieron hasta hartarse.

—Tendrías que haberle visto la cara furiosa, cuando le he traído el caballo. Oh, Señor, me hubiera matado, si se hubiera atrevido; y ahí estaba yo, tan inocente y humilde.

—Señor, si te he visto —dijo Andy— eres todo un caso, ¿verdad, Sam?

—Creo que lo soy —dijo Sam—. ¿Has visto al ama arriba en la ventana? La he visto reírse.

—Pues yo corría tanto que no he visto nada —dijo Andy.

—Bueno, verás —dijo Sam, empezando a lavar el caballo de Haley con gran seriedad—, yo he adquirido lo que se podría llamar el hábito de la
oservación
, Andy. Es un hábito muy importante; y te recomiendo que lo cultives, ahora que eres joven. Levántame esa pata trasera, Andy. Verás, Andy, la
oservación
es importantísima para los negros. ¿No me he dado cuenta de lo que pasaba esta mañana? ¿No me he dado cuenta de lo que quería el ama, aunque ella no lo dejó entrever? Eso es
oservación
, Andy. Creo que se puede llamar un don. Los dones son diferentes en las diferentes personas, pero cultivarlos ayuda mucho.

—Creo que si yo no te hubiese ayudado en tu
oservación
esta mañana, no lo hubieras visto tan claro —dijo Andy.

—Andy —dijo Sam—, eres un muchacho prometedor, no hay duda. Tengo una gran opinión de ti, Andy; y no me da ninguna vergüenza cogerte las ideas. No debemos menospreciar a nadie, Andy, porque hasta el más listo tropieza a veces. Así que vamos a la casa ahora, Andy. Estoy seguro de que el ama nos dará algo especialmente bueno de comer esta vez.

Capítulo VII

La lucha de la madre

Es imposible concebir a un ser humano más desconsolado y triste que Eliza mientras se alejaba de la cabaña del tío Tom.

Los sufrimientos y apuros de su marido y el peligro de su hijo se mezclaron en su mente con un sentido confuso y aturdido del riesgo que corría ella al dejar el único hogar que había conocido y separarse de la protección de una amiga a quien quería y reverenciaba. Además, se separaba de todos los objetos conocidos, del lugar donde había crecido, los árboles bajo los cuales había jugado, las arboledas donde había paseado muchas tardes en tiempos más felices, al lado de su joven marido; todo lo que yacía allí bajo la escarchada luz de las estrellas parecía reprocharle y preguntarle adónde iba a huir de un hogar como aquél.

Pero más fuerte que todo lo demás era el amor maternal, elevado a un paroxismo de frenesí por la proximidad de un peligro terrible. Su hijo tenía bastante edad para caminar a su lado, y, en otras circunstancias, lo hubiera llevado de la mano; pero ahora sólo pensar en soltarlo de sus brazos le hacía estremecer y lo apretaba convulsivamente contra su pecho al avanzar rápidamente.

El suelo escarchado crujía bajo sus pies y el sonido le hacía temblar; el revoloteo de cada hoja y la agitación de cada sombra entorpecía el flujo de su sangre y le hacía apretar el paso. Le sorprendía la fortaleza que parecía emanar de dentro de ella, pues sentía el peso del muchacho como si fuera una pluma, y cada aleteo de miedo parecía aumentar su fuerza sobrenatural, a la vez que se escapaban de sus labios frecuentes oraciones dirigidas al Amigo del Cielo: «¡Señor, ayúdame! ¡Señor, sálvame!».

Si fuera tu Harry, lector, o tu Willie, que un tratante brutal iba a arrancar de tus brazos mañana por la mañana; si tú hubieses visto al hombre y te hubiesen dicho que los papeles estaban firmados, y que tenías sólo desde las doce de la noche hasta la mañana para escaparte, ¿a qué velocidad serías capaz de caminar? ¿Cuántas millas podrías andar en esas pocas horas, con tu hijito junto al pecho, su cabecita somnolienta apoyada en tu hombro, los bracitos confiados rodeándote el cuello?

Porque el niño dormía. Al principio, la novedad y el susto lo mantuvieron despierto; pero su madre reprimía enseguida cada susurro y cada sonido, asegurándole que sólo si no se movía podría salvarlo, de modo que se quedó callado cogido de su cuello; sólo le preguntó, al notar que le vencía el sueño:

—Mamá, no hace falta que esté despierto, ¿verdad?

—No, cariño; duerme si quieres.

—Pero, mamá, si me duermo, ¿no dejarás que me cojan?

—¡No, que Dios me ayude! —dijo su madre, con el rostro más pálido y un brillo más fuerte en sus grandes ojos negros.

—Estás segura, ¿verdad, mamá?

—¡Sí, segura! —dijo la madre, con una voz que la asustó a ella misma, pues parecía proceder de un espíritu interior; y el niño dejó caer la cabecita cansada sobre su hombro y pronto se quedó dormido. ¡Qué fuego y qué ánimo infundieron a sus movimientos el tacto de aquellos cálidos brazos y el suave aliento contra su cuello! Tenía la impresión de que la fuerza le llegaba en chorros eléctricos desde cada movimiento del niño dormido y confiado. El dominio de la mente sobre el cuerpo es sublime, capaz de hacer inexpugnables la carne y los nervios y de templar con acero los tendones para convertir en poderosos a los débiles.

Pasó vertiginosamente los confines de la granja, del huerto y del bosque; y siguió adelante, dejando un objeto familiar tras otro, sin aflojar el paso, sin detenerse, hasta que el rojo amanecer la encontró en carretera abierta, a muchas millas de cualquier huella de estos objetos conocidos.

Había ido con su ama a visitar a algunos parientes de ésta a la pequeña aldea de T., cerca del río Ohio, por lo que conocía bien la carretera. La primera parte precipitada de su plan de huida era ir allí, cruzando el río Ohio; después, sólo le restaba confiar en el Señor.

Cuando empezaron a circular por la carretera caballos y vehículos, se dio cuenta, con esa percepción aguda propia de un estado de excitación y que parece ser una especie de inspiración, de que su paso acelerado y su aspecto perturbado podían despertar sospechas y suscitar comentarios. Por lo tanto, dejó al muchacho en el suelo y, ajustándose el vestido y el sombrero, siguió caminando a una velocidad que le pareció correcta para salvar las apariencias. Había puesto en el pequeño atado pasteles y manzanas, que utilizó como recursos para acelerar el paso del niño, haciendo rodar las manzanas unas yardas delante de ellos para que el muchacho fuera corriendo con todas sus fuerzas para alcanzarlas; esta treta, repetida muchas veces, les hizo adelantar muchas millas.

Después de algún tiempo, llegaron a un espeso bosque atravesado por el murmullo de un límpido arroyo. Ya que el niño se quejaba de tener hambre y sed, cruzó con él la valla y, sentándose tras una gran roca que les ocultaba de la carretera, le sacó el desayuno de su pequeño paquete. El niño se sorprendió y lamentó de que no comiera ella; pero cuando, abrazándola, intentó introducir en su boca un trozo de su pastel, ella creyó que la garganta se le cerraba y que la iba a asfixiar.

—¡No, no, Harry, mi amor; la mamá no podrá comer hasta que tú estés a salvo! Debemos caminar más y más hasta llegar al río —y se apresuró a salir a la carretera y una vez más se reprimió para caminar a un paso regular y sosegado.

Estaba a muchas millas de cualquier lugar donde la conocieran personalmente. Si por casualidad se encontrase con algún conocido, pensaba que la bondad de la familia conocida por todos acallaría cualquier sospecha, puesto que nadie supondría que ella era una fugitiva. Como además era lo bastante blanca como para que no se supiera, sin examinarla detenidamente, que era negra, y su hijo también era claro, era más fácil que pasaran desapercibidos.

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