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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (81 page)

BOOK: La Antorcha
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—¿Por qué nos retienen aquí? ¿Qué va a ser de nosotras? ¿Dónde estamos?

—No podría asegurarlo, pero creo que esto es una especie de almacén para la carga de las naves aqueas —contestó Andrómaca.

—Escucha —dijo Casandra en un susurro—. Alguien viene.

Podía oír los pesados pasos sobre el suelo. Pero había perdido la visión preternatural del estado de trance y se sentía embotada y enferma, encerrada en sus ordinarios sentidos de mortal. Notó un sabor desagradable en la boca.

—¿Hay agua aquí?

Andrómaca suspiró y se movió. Luego se sentó y extendió el brazo para tomar un jarro que acercó con cuidado a Casandra. Ésta bebió hasta saciar su sed. Había tenido que sentarse para beber y temió que la cabeza le estallara. Ayudó a Andrómaca a devolver la jarra a su sitio y se tendió otra vez, exhausta con tan leve esfuerzo.

Entonces dijo, en un murmullo:

—También ha muerto Miel. Me la arrebataron en el templo mismo de la Doncella y la violaron a pesar de sus pocos años.

La mano de Andrómaca se cerró sobre las suyas.

—Sé cómo debes sentirte aunque no fuera tu propia hija.

—Era tan mía como pudiera haberlo sido cualquier otra —respondió Casandra tristemente.

—Dices eso porque nunca pariste un hijo —afirmó Andrómaca, y tapó de nuevo el rostro con su manto.

—¿Te encuentras bien? ¿Te han hecho algo? —Casandra intentaba penetrar en la sorda desesperación de Andrómaca.

Andrómaca volvió su cara hacia ella:

—No, no me pusieron una mano encima. Supongo que me han capturado porque halaga a su orgullo pensar en tener como esclava a la esposa de Héctor. Por lo que se refiere a mi hijo... De haber sido su padre un hombre de menor rango, puede que le hubiesen dejado con vida... —Al cabo de un momento inquirió—: ¿Pero qué ha sido de ti? Estás herida...

Acercó la mano hasta casi tocar el corte abierto en la frente de Casandra.

—¿Te pegaron y te...?

—Sí, me violaron. Pensé... esperaba haber muerto. Pero, por una razón o por otra, me... devolvieron.

Evocó dolorosamente las palabras de Pentesilea: aún hay algo que debes hacer entre los vivos. ¿Por qué? No era posible que la hubiesen devuelto simplemente para consolar a Andrómaca y decirle que su hijo se hallaba bien con su padre. ¿Mas qué otra cosa podría hacer? ¿Vengar de algún modo la afrenta que había recibido en Agamenón? Era ridículo; todos los ejércitos de Troya no consiguieron abatirlo y ella era una mujer sola, herida y violada.

Una forma oscura obstruyó la luz que penetraba por la puerta y una voz ruda declaró:

—Bien, tú, entra ahí con las otras.

Alguien fue empujado hacia el interior, tropezó y cayó junto a Casandra; era una mujer, pequeña y débil. Gimió y alzó la cabeza, dolorosamente.

—Casandra. ¿Eres tú?

—¡Madre! —Casandra se sentó y la abrazó—. Te creí muerta...

—Y yo oí que Agamenón se había apoderado de ti...

—Me ha reclamado —respondió Casandra, tratando de hablar con firmeza—, pero aún no han cargado las naves, así que al menos disponemos de algunos instantes para despedirnos.

—Aún sigue disputando por los despojos —declaró Andrómaca con amargura, sentándose para abrazar a Hécuba—, incluyéndonos a nosotras.

—No sé dónde me llevarán —dijo Hécuba—, ni de qué les serviría como esclava, al ser ya vieja.

—Al menos, madre, tú no tienes que temer que te conviertan en concubina de alguno.

Hécuba se rió un poco, y luego contestó:

—Nunca pensé que hallaría algo que me hiciese reír de nuevo. Pero vosotras sois jóvenes; incluso como esclavas, puede que encontréis que queda algo bueno en la vida.

—Jamás —afirmó Andrómaca—. ¡Oh, no discutamos acerca de cuál de nosotras ha de sufrir más!

—Alguien viene —susurró Casandra.

Era Odiseo. Su ancho cuerpo parecía ocupar toda la entrada. El guardián de la puerta, le preguntó:

—¿Qué quieres, señor?

—Una de las mujeres de aquí me pertenece. Resulté perdedor en el sorteo, pero quizás haya sido mejor así; Penélope, mi esposa, se irritaría conmigo si llevase a casa una esclava joven y bella.

—¡Oh, qué miserable! —masculló Hécuba, apretando una mano de Casandra—. Y pensar que fue tantas veces invitado en nuestro hogar. ¡No puedo soportar esta humillación!

Odiseo penetró y se inclinó junto a las mujeres. Su voz no era hostil.

—Bien, Hécuba, parece que has de venir conmigo. No temas; no tengo pendencia contigo y mi mujer aún menos. —Tendió una mano para ayudarle a levantarse, y Hécuba se puso en pie con dificultad. Luego se inclinó sobre Casandra—. No temas por tu madre. La cuidaré bien. Siempre tendrá un hogar mientras yo viva. Hubiera querido llevarte también a ti, Casandra, pero Agamenón está decidido a que seas suya; por tanto, parece que te convertirás en concubina del rey.

—¿Quién se llevará a Andrómaca?

—Va destinada al país de Aquiles, a su padre, como parte de sus propiedades.

—Podría haber sido peor —comentó Andrómaca, con hostilidad.

—¿Y Polixena? —preguntó Hécuba.

Odiseo bajó los ojos.

—Ella será una compañera del propio Aquiles.

—¿Qué puede significar eso? —exigió Hécuba, pero Odiseo desvió la mirada para no encontrarse con la de ella.

Casandra, sin embargo, lo había visto en sus ojos.

—Muerta, sacrificada, degollada y su cuerpo arrojado a la pira de Aquiles como si fuese el de algún animal.

Odiseo dio un paso atrás.

—¿Es eso cierto? —inquirió Hécuba.

—Hubiese querido que no lo supieras. Aquiles había ofrecido casarse con ella; así que la enviaron para que se reuniera con él en el Más Allá.

Casandra trató de consolar a Hécuba, diciendo:

—No lo lamentes, madre; se encuentra mejor que la mayoría de nosotras y tú estarás pronto con ella.

Hécuba se secó las lágrimas con su vestido.

—Sí, mejor que cualquiera de nosotras —dijo—. El Más

Allá tiene que ser mejor que esto y pronto me hallaré con mi señor, rey y padre de mis hijos. Bien, vamonos, Odiseo.

Se inclinó para abrazar a Casandra.

—Adiós, hija mía. Espero que nos reunamos pronto.

—Nunca será demasiado pronto para mí —dijo Casandra cuando se iban.

Se tendió, apoyando su dolorida cabeza en un fardo de lienzos. Sabía que no volvería a ver a su madre a este lado de la muerte y que Hécuba no estaría sola allí.

La luz se desplazó con lentitud por el suelo. Debía de haber pasado ya el mediodía. ¿Fue aquella misma mañana cuando cayó la ciudad? Tenía la impresión de que habían transcurrido semanas... no, años.

La luz había perdido fuerza cuando oyó a una voz aquea decir en tono de disculpa:

—No es preciso que esperes aquí con ellas, señora.

Y luego la protesta suave y cortés en una voz familiar.

Después una figura grácil penetró, preguntando quedamente:

—¿Quién está ahí?

—¿Helena? —Casandra se incorporó—. ¿Qué haces aquí?

—Prefiero estar aquí que a bordo de la nave de Menelao para que los marineros me contemplen —dijo Helena—. Vendrá y me llevará cuando el navío esté listo para zarpar.

Casandra se tendió de nuevo. Se daba cuenta de que debería experimentar un cierto resentimiento hacia aquella mujer, pero Helena se había limitado a seguir su propio destino cómo ella había seguido el suyo. Helena reparó, espantada, en la herida de la cabeza de Casandra que aún sangraba.

—¡Oh, qué horrible!

—No me duele mucho —contestó Casandra.

—Y a ti, que merecías lo peor, ni siquiera te han tocado —comentó Andrómaca con amargura—. ¡Cielos, pero si incluso vas fastuosamente vestida!

Observó con resentimiento su nueva túnica de color rojizo, el manto con broches de oro y el cinturón del mismo metal.

Helena esbozó una sonrisa:

—Menelao insistió. Y envió a Nikos con los soldados, afirmando que yo no era digna de cuidar de él.

—Al menos tu hijo vive —dijo Andrómaca.

—Pero lo he perdido y Menelao ha jurado que si el que llevo en mi vientre llega a nacer, lo abandonará. Créeme Andrómaca, preferiría ir a parar a manos de un desconocido, incluso con un hombre que me ganara a los dados. No cabe duda de que Menelao me hará sentir su furia durante el resto de mi vida. Más querría ser enterrada aquí junto a Paris, a quien amé.

—No lo creo —afirmó Andrómaca, con aspereza—. Estoy segura de que te gustaría tener un hombre nuevo a quien cautivar con tu belleza.

Se volvió de espaldas y no volvió a hablarle.

Casandra tendió una mano a Helena, y ésta la tomó.

—¿Es que todas las mujeres de Troya me hacen responsable...?

—Yo, no.

—No, lo sé. Y hallé amigos en Troya —dijo Helena, inclinándose para besar a Casandra—. Desearía no haber venido nunca aquí para destruiros a todos...

—Fue Poseidón quien lo hizo —aseguró Casandra.

Luego callaron, con las manos cogidas como dos muchachas. Poco después se oyeron pasos en el interior, y Menelao se agachó un poco para franquear la puerta, que era muy baja.

—¿Helena?

—Aquí estoy —respondió, con voz sumisa.

Casandra alzó la vista hacia el resplandor que pareció inundar el cobertizo. Los cabellos de Helena eran de un brillante color dorado y toda ella emitía el mismo resplandor que la había inundado cuando se alzó sobre las murallas de Troya; el aura de la diosa.

Menelao parpadeó como si hubiera cegado sus ojos. Luego, contra su voluntad, se inclinó y murmuró:

—Mi reina y señora.

Como si tuviera miedo de acercarse a ella, le ofreció su brazo y Helena se aproximó lentamente a él.

Después, ambos salieron, Menelao a medio paso detrás Helena.

Empezaba a oscurecer cuando Casandra vio al fin la conocida figura de Agamenón, que asomó la cabeza.

—Hija de Príamo —dijo—, ven conmigo; la nave está ya lista para zarpar.

¿Qué he de hacer ahora? ¿Someterme?¿Luchar? Es inevitable. Es el destino.

Se levantó y él la tomó del brazo, sin rudeza pero con un cierto orgullo de propietario. Declaró, aventurando una sonrisa:

—De todo el botín de Troya, sólo a ti te reclamé. Créeme, no te trataré mal, Casandra. No es poco ser amada por un rey de Micenas.

Oh, lo creo, pensó. Se le ocurrió que, de no haber estado ya Agamenón casado con la hermana de Helena, Príamo muy bien hubiera podido entregarla en matrimonio a aquel hombre. Lo que ahora le aguardaba, a excepción de unos ritos formales y de la bendición de su familia, no sería muy diferente. Para cualquier aqueo, una esposa no era más que una esclava en Troya. Se estremeció. Él se volvió hacia ella, solícito.

—¿Tienes frío? —le preguntó.

Se inclinó y tomó un manto de un montón de prendas robadas que por allí había. Era un manto azul que nunca había visto.

—Ponte esto —le pidió, magnánimo, envolviendo sus hombros.

La guió por el abrupto terreno hasta el muelle y sostuvo su mano para que subiese a la nave. La cubierta oscilaba cuando la cruzó. Parecía más grande que vista desde las murallas de Troya. Los remeros en sus bancos la observaron con curiosidad, mientras ella se esforzaba por caminar sin pisar el manto. En la cubierta se alzaba una pequeña tienda como las usadas por los aqueos durante la guerra. Levantó el halda para que pasase Casandra. En el interior había mullidas alfombras y ardía una lámpara.

—Aquí disfrutarás de intimidad —afirmó ceremoniosamente—. Zarparemos con la marea, dos horas antes del amanecer.

Salió y Casandra se dejó caer sobre las alfombras, sintiendo el suave bamboleo de la cubierta. Se preguntó si podría deslizarse hasta el otro lado de la nave, meterse en el agua y ahogarse. Pero no, con seguridad la vigilaban y se apoderarían de ella antes de que lo consiguiera. Además se había predicho que no moriría.

Permaneció tendida, tratando de resignarse al momento en que Agamenón acudiese a ella.

No podía ser peor que Ayax. Y había sobrevivido aquello. Sobreviviría también a esto.

Al menos ya no sentía náuseas. Casandra se deslizó fuera de la tienda para sentir en cubierta el fresco aire de la tarde. Aún no podía soportar la idea de comer; experimentaba entonces un espasmo de advertencia. Pero esta vez consiguió estar erguida, aunque de rodillas. El movimiento del navío hacía inconcebible mantenerse en pie, sin exponerse a una caída poco digna. Miró con curiosidad la costa y los islotes rocosos frente a los que pasaban.

Le parecía haber vivido siempre en el mar. La noche anterior vio la luna, que iniciaba su ciclo, leve y pálida, y se alegró porque sabía que aparecía en el Sudoeste y eso le proporcionó cierta orientación ahora que era incapaz de hallar ninguna en aquel mar sin caminos ni direcciones. Pensó que su confusión aumentaba su malestar; no era más que un cuerpo enfermo y mareado en el centro de un vórtice de un enorme mar y de una oscilante cubierta. Al principio se sintió tan mal que nada le importaba, ni los olores del mar ni los ruidos de los remeros, ni el empleo que Agamenón hacía de su cuerpo indiferente, ni de la comida que tenía que rechazar. Entonces creyó que se debía a los efectos del golpe que recibió de Ayax; las lesiones en la cabeza solían ser causa de náuseas y de confusión. Pero cuando no remitieron los síntomas en un tiempo razonable, determinó como causa el movimiento de la nave.

Ahora, contando el tiempo por la luna, empezó a preguntarse, con espanto y repulsión, si estaría encinta. La primera vez que llevó a Éneas a su lecho no pensó mucho al respecto. A las sacerdotisas se les enseñaban modos de evitar tales cosas, si lo preferían. Pero esas artes a menudo fallaban y a bordo de la nave se había sentido demasiado enferma para observarlas. Se resignaba al hecho de que, más pronto o más tarde, podía tener un hijo de Eneas. Pero la posibilidad de que éste pudiese ser hijo de Eneas resultaba muy pequeña. Desde que recibió el golpe en la cabeza le había sido difícil recordar exactamente cuándo fue la última vez que había estado con ella, o cuando tuvo la última evidencia de que no estaba encinta. Así que, probablemente, éste era hijo de Agamenón o, peor aún, de Ayax, que la tomó primero. Casandra rara vez atendía a las charlas de las muchachas, mas les había oído decir con harta frecuencia que no era muy probable quedarse embarazada la primera vez que se estaba con un hombre. Pero tenía pruebas, a pesar de lo que ellas creyeran o esperaran, de que bastaba con una vez. De haber podido escoger, sería hijo de Agamenón; lo detestaba pero no fue él quien la violó junto al cadáver de su hija. No le complacía el hecho de que se la reconociese como propiedad suya y botín de guerra. Toda mi vida he tenido miedo de él, pensó, recordando su primera visión de niña, pero al menos no se había comportado peor de lo que la costumbre autorizaba en tales casos.

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