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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

Juego mortal (6 page)

BOOK: Juego mortal
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Darin dijo:

—Escucha, ¿necesitas que te lleve a alguna parte? Tengo que llevar a Vic a casa, pero vivimos a menos de un kilómetro de aquí. Después, podría llevarte adonde quieras.

Lydia echó la vista atrás, hacia el mar de pacientes que iba en aumento. No conocía a ese chico, pero en ese momento no tenía otra opción.

—¿Lo harías?

—Me encantaría.

—Anoche, cuando me encontraste... ¿viste mis maletas, por casualidad?

Darin negó con la cabeza.

—Tienes suerte de no haber perdido la ropa y la vida. En los Combs las cosas tienden a desaparecer muy deprisa.

Lydia sintió el pánico aumentando en su pecho otra vez. No tenía nada, nada en absoluto. Forzó una sonrisa y se encogió de hombros.

—Parece que todo lo que tengo es lo que llevo encima.

Lo siguió por una calle que se estrechaba rápidamente mientras que en los edificios brotaban habitaciones de más y se conectaban a través de calles en sus pisos superiores. Las estructuras que tenían por encima parecían haber sido añadidas de manera poco sistemática, sin ningún diseño en el que basarse. La oscuridad estaba salpicada por puntos de luz que se colaban por las grietas del enrejado. Lydia iba muy cerca de Darin, nerviosa. Entraron en un edificio y subieron tres tramos de escalera hasta una puerta sin número ni letra.

Lo primero en lo que se fijó Lydia fue en el olor a moho. La diminuta habitación tenía la mitad del suelo con moqueta y la mitad de linóleo, con una cama y una holopantalla en el lado de la moqueta y una pequeña cocina y dos taburetes en el otro. En una esquina, vio cuencos de comida para perro y agua. Había envoltorios de comida y ropa tirados por la encimera y por el suelo. A través de otra puerta vio una mesa destartalada metida entre una litera y la pared.

—Hola, princesa.

Lydia dio un brinco. Un hombre sin afeitar, con un mono de plástico, había cerrado la puerta. Llevaba un caniche en una mano.

—Qué bonita, ja, ja —gruñó—. ¿Dónde has encontrado esta cosa tan bonita?

Tenía los ojos lechosos y de los rabillos le salían unos cables. Sujetaba al perro por la cabeza, forzándolo a mirarla, y Lydia se dio cuenta horrorizada de que era su medio de visión. Había oído que eso podía suceder, pero nunca lo había visto.

—Ven a darnos un beso —dijo antes de fruncir sus sucios labios y echarse a reír a carcajadas.

Ella dio un paso atrás, muy consciente de lo pequeña que era en comparación con él y de que no tenía donde refugiarse. Todas las horrorosas historias que había oído sobre los Combs, esas sobre las casas en las que las chicas eran tomadas a la fuerza y su virtud se vendía a unos extraños. Había seguido al chico hasta allí sin saber nada de él, sin ni siquiera saber cómo salir de allí. ¿Y si no la dejaban marcharse?

—Apártate, Harold —le dijo Darin—. Dale un respiro. Agobiarías hasta a un buey, echándote tan encima como estás haciendo ahora.

Harold arrastró un taburete sobre el suelo y se sentó. Le ofreció una galleta.

—¿Quieres desayunar?

—No, gracias.

Darin la agarró del brazo.

—Vamos, salgamos de aquí.

La sacó por la puerta, subieron las escaleras y salieron al aire libre sobre el tejado del edificio.

—Lo siento. Puede resultar muy claustrofóbico estar ahí abajo.

—No pasa nada —respondió ella—. Vamos.

—¿Adónde te llevo?

—Mi tía Jessie vive en el 325 de la avenida Ridge.

La sonrisa de él se desvaneció y se convirtió en una más formal y distante.

—Eso está en la zona del Rim Oeste.

—¿Sí?

Ella quería preguntarle qué pasaba por eso, pero él ya había arrancado el jetvac y estaba esperando a que se subiera detrás. Nunca antes había subido a un jetvac y lo encontró divertidísimo, primero por la silenciosa velocidad que alcanzaba y por poder sentir el viento en su pelo, y después por los kilómetros y kilómetros que vio abarrotados de edificios y gente. Estaba acostumbrada a ver acres de tierra, a los sonidos de las vacas y de las ovejas y las gallinas. Ese era ahora su nuevo hogar. Era uno de ellos. Otra pequeña mota en ese torbellino de aire.

En cierto modo, resultaba reconfortante. Nadie la conocía. A nadie le importaba. Para eso había ido hasta allí, ¿no? Era el anonimato en grandes cantidades. Estaba claro que no volvería a casa; su padre lo había dejado bien claro. Para él, era muy sencillo: había rechazado la tradición de Plainfolk y a Dios. Ahora era «inglesa», una forastera. No había término medio.

Siempre había sido la hija problemática, la que hacía las preguntas difíciles. ¿Por qué estaban prohibidas las gorras de béisbol pero no lo estaban los sombreros?, ¿por qué era aceptable un teléfono en una cabaña al final de la carretera y no uno dentro de una casa? Su padre siempre había deseado que fuera un chico, porque los chicos destinaban el sentido común a algo más que para preguntar el porqué de las cosas.

Pero allí no había prohibiciones. Los hombres y las mujeres eran libres de encontrar su propio destino. Ese chico, Darin, era simplemente una persona en una ciudad de millones para quien ella era simplemente otra persona en una ciudad de millones. Probablemente no volvería a verla, no sabía que la habían echado de la Iglesia; pero a él no le importaba lo que dijera o hiciera. Era una sensación fantástica.

La pendiente de la carretera aumentó gradualmente hasta que llegaron al 325 de la avenida Ridge.

Lydia descendió del vehículo. La casa de la tía Jessie era una mansión. El pórtico delantero podría haber alojado a una multitud. Lydia respiró hondo. Dos horas antes había temido por su vida, y ahora se sentía feliz, llena de posibilidades. Podía hacer lo que quisiera.

Para demostrárselo, echó una mano alrededor del cuello de Darin y lo besó en la mejilla. Él enarcó una ceja sorprendido. Seguramente no era lo que se había imaginado de una chica de granja de Lancaster.

—Muchas gracias —soltó, y comenzó a subir los escalones.

Para su sorpresa, Darin la llamó.

—¿Puedo volver a verte?

Ella se detuvo y lo miró. No había pretendido que el beso fuera una invitación a algo más, lo había hecho solamente porque suponía que no volverían a verse. Pero al observar su cara, recordó su pasión mientras habían hablado en el hospital y decidió que no le importaba.

—Me gustaría —dijo.

—¿Qué te parece el sábado? Podría enseñarte la ciudad.

Ella pensó en decirle que ni siquiera sabía si su tía la acogería, que no sabía lo que estaría haciendo el sábado, pero aun así respondió:

—Me parece genial.

—¿Te recojo aquí sobre las diez?

—De acuerdo. Nos vemos.

El jetvac se alejó a toda velocidad y Lydia subió bailando los escalones que quedaban. Aún no había entrado siquiera en casa de la tía Jessie y ya había encontrado un amigo. En lo alto de las escaleras, se giró. La vista desde esa altura era maravillosa, los edificios lejanos se desdibujaban en la niebla de la mañana y ella estiró los brazos como si pudiera agarrarlos. Le gustaría Filadelfia.

Encontró un interruptor cerca de la puerta y lo pulsó. Esperó. Nadie respondió. Sintió su euforia disiparse otra vez... ¿Y si su tía no estaba en casa?

Captaba vibraciones en el porche, como si de allí proviniera una música a un volumen exagerado. Rodeó la casa y la música fue en aumento según doblaba la esquina. En la parte trasera, más arriba todavía de la ladera, vislumbró un amplio patio de ladrillo lleno de flores; y detrás, en el jardín, a varias personas bailando.

Se acercó; el volumen de la música era ensordecedor, aunque no pudo determinar de dónde procedía, y reconoció a su tía inmediatamente. Su cara era igual a como la recordaba de quince años atrás, aunque ahora llevaba el pelo mucho más corto y su color cambiaba al compás de la música. La hermana mayor de su madre debía de rondar ya los sesenta años, pero su juvenil cuerpo se movía junto al de un guapo joven, girando ligeramente.

Lydia esperó. Los invitados se fijaron en ella, fueron dejando de bailar de uno en uno y centraron toda su atención en ella. La música finalmente se detuvo.

—¡Tía Jessie! —dijo sonrojándose y con la boca seca.

Su tía dio un paso hacia ella, la miró a la cara, ladeó la cabeza y preguntó:

—¿Quién eres tú?

La holopantalla de Alastair Tremayne cambió para mostrar una noticia sobre el concejal McGovern, que estaba ofreciendo una rueda de prensa. Delante de él, sobre la camilla de modificaciones, Carolina McGovern se reía.

—Papá es un aburrimiento —dijo.

Alastair centró su atención en ella. Estaba tumbada y sonriendo, desnuda de cintura para arriba y con los brazos estirados detrás de la cabeza. Con un pincel de silicona, él extendió una capa de celgel sobre su piel. No pudo evitar ruborizarse ante aquel roce.

—¿La apago? —preguntó Alastair, asintiendo hacia la pantalla.

—Sí. —Ella lo miró a los ojos y se rió—. Prefiero encender otra cosa...

Alastair se sonrojó. Esa era una de las modis más útiles que había instalado nunca. Sonrojarse daba la sensación de inocencia que tanto les gustaba a las mujeres. La ingenuidad levantaba más pasiones que la hombría.

—Señorita McGovern —dijo—. Imagino que no querrá que haga algo poco profesional.

—Oh, no —respondió ella, y volvió a reírse.

Alastair detestaba a esa chica. Era preciosa, claro, pero eso era gracias a su arte y al de otros como él. El trabajo de Alastair lo situaba en una relación de contacto íntimo con muchas mujeres desesperadas por sentirse atractivas. Él podía elegir y a veces lo hacía. Las chicas estúpidas, inseguras y vanidosas como Carolina McGovern no lo atraían. No, para ella tenía otros usos.

La modi que estaba llevando a cabo ese día en Carolina era otra mejora completamente superflua de figura y de pechos, tan dudosa como cualquiera de las previas modificaciones para atraer a un hombre que pudiera satisfacer su deseo de ser amada. Pero era ese deseo lo que la hacía útil. Solo tenía que halagarla un poco, hacer que se sintiera deseable y ella haría lo que le pidiera.

—Los hombres deben de hacer cola en su puerta, a juzgar por cómo está funcionando esta terapia.

A Carolina se le iluminaron los ojos.

—No quiero a cualquier hombre.

—Es una pena que no pueda emplear el tratamiento Dachnowski. Con una chica de su belleza natural... —Sacudió la cabeza como maravillado. Resultaba increíble que pudiesen sentirse tan halagadas las mujeres cuando se hablaba de su belleza natural, sobre todo cuando se aferraban a cada oportunidad de hacer que fuera artificial.

—¿Qué tratamiento?

—Dachnowski. No me diga que no ha oído hablar de él.

—Por supuesto que sí —aseguró Carolina—, pero ya sabe que estas revistas sobre modificaciones siempre dicen cosas distintas. Hábleme de ello. —Respiró hondo y alzó los pechos hacia él—. ¿Qué quería hacerme?

Alastair la miró fingiendo verse tentado. Después echó más celgel en el pincel y lo extendió delicadamente sobre su pecho.

—Un milagro sexual —dijo—, pero eso no se puede hacer en Fili.

—¿Por qué? ¿Es peligroso? —Pronunció la palabra «peligroso» como una invitación a la cama.

—En realidad no, ya no. Bueno, hubo alguna que otra preocupación en un principio, pero ahora es muy seguro. —Movió el pincel sobre su piel expuesta, asegurándose de cubrir cada centímetro—. Combina el celgel con un agente emulsionador que hace que penetre más en la piel. Ya sabe como el celgel se funde con sus células rediferenciándolas, como... —Estuvo a punto de decir «como una lagartija regenerando una cola amputada», pero Carolina no encontraría halagadora esa comparación—. Bueno, no la molestaré más con los detalles. Confíe en mí. Los resultados son impresionantes.

Impresionantes cuando funcionaba, claro. El celgel Dachnowski provocaba que la rediferenciación de las células se extendiera y hacía que células a las que ni siquiera había tocado se volvieran totipotentes. Los efectos aumentaban increíblemente... junto con el riesgo de putrefacción del ADN. Había probado el proceso en los Combs en muchas ocasiones; los efectos habían sido a veces buenos y, a veces, desastrosos. Pero no había razón para mencionarle eso a Carolina McGovern.

—¿Por qué no lo permite el consejo?

—No puede esperar que los políticos estén al día de la tecnología. En serio, las regulaciones son arcaicas. Dejan que el celgel sucio se extienda por los Combs sin ningún tipo de vigilancia, pero no dejan que las chicas rimmer tengan las modis que necesitan. Además... —Bajó la voz—. He oído que algunos de los grandes fabricantes tienen un gran interés económico... en que se prohíban ciertos productos.

—¿Insinúa que los políticos también forman parte del asunto?

Alastair alzó las manos con las palmas hacia arriba.

—Es lo que he oído, nada más.

—No me lo creo. —Carolina se alzó apoyándose en los codos—. Papá es rico. Él no necesita más dinero.

—Dicen que nunca se tiene suficiente.

—Y papá ha prohibido el... ¿cómo se llama?

—Dachnowski. —Alastair agarró su transmisor y cargó el patrón que había estado utilizando en Carolina—. Prepárese.

Ella volvió a tenderse y cerró los ojos. Él apretó el botón. La rápida rediferenciación de las nuevas células no resultó dolorosa exactamente, pero tampoco era muy agradable. Al cabo de un momento, Carolina tembló y se quedó quieta, respirando entrecortadamente.

—Hablaré con papá —dijo—. Me escuchará.

Alastair se rió.

—Parece que le va a caer una buena regañina.

Y no es que una regañina de su hija fuera a hacer que Jack McGovern cambiara sus políticas. No, ese no era el plan de Alastair. Sin embargo, la discusión de Carolina con su padre haría que a ella se le metiera en la cabeza el tratamiento Dachnowski, que se rebelara contra su padre por ello y que se sintiera decidida a conseguirlo. Le suplicaría a Alastair que quebrantara las leyes por ella y él acabaría aplicándole el tratamiento. Eso le daría la oportunidad de utilizarla tal y como tenía planeado.

—Es usted una mujer fuerte. Seguro que se saldrá con la suya.

Carolina le agarró las manos y las colocó sobre sus pechos antes de llevarlo hacia ella y rodearlo por el cuello.

—Soy una mujer fuerte y siempre me salgo con la mía.

Alastair la besó.

—Justo la mujer que necesito —respondió, y lo decía en serio...

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