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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (2 page)

BOOK: Juego de damas
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—De acuerdo —dijo Claudia—. Este verano.

Y remaron de vuelta a casa con el viento en contra, y las tormentas, y las primeras gotas cayendo en la cumbre de las montañas del norte.

En el embarcadero las esperaba su padre, preocupado siempre, y Margherita, ajena a la conspiración de las niñas, con sus gafas de sol, su pamela, su Martini blanco, sus piernas largas y su melena negra.

Francesca pasó por su lado aguantando la respiración. No soportaba el perfume pegajoso que emanaba de su cuerpo. Cuando no tomaba la precaución de bloquear el olfato, aquel olor la invadía por dentro; trepaba por ella. La obligaba a lavarse las fosas nasales con un algodón mojado, los dientes con un brebaje de mentol. Era capaz de masticar el olor a Margherita durante horas.

—¿Dónde vas tan deprisa, Franchie? —la interrogó su padre, aunque hacía tiempo que había perdido la esperanza de que su hija le respondiera.

Francesca llevaba tres años sin dirigirle la palabra. Le había retirado el saludo, la conversación, la mirada, el respeto. Del espanto primero había pasado a la decepción; de la decepción al desprecio, de éste a la indiferencia y de la indiferencia al silencio.

Había tomado partido por su madre de una manera radical: con un fanatismo tan ciego que había convertido a la dulce y etérea pianista de las pestañas infinitas en la imagen venerable de una dolorosa. La pobre Paola, abandonada, traicionada y humillada, se había refugiado en el palacete que poseían los abuelos Pompeyo y Chiara Cossentino en Florencia, en lo alto de una colina desde la que se contemplaba la ciudad preciosa de los puentes y las casas colgantes, sola con su pena, con sus melodías y sus partituras a medio terminar.

Ignorando la voz del padre, Francesca entró en la casa por la puerta principal y subió por la escalera de madera hasta su dormitorio, en el segundo piso, pared con pared con el de la bruja. Era una estancia amplia, con un balcón sobre el lago y una ventana por la que entraba el viento que precedía a las tormentas. Su cama tenía un dosel de terciopelo azul con borlones dorados, a juego con las cortinas y con la tapicería del coqueto sofá del fondo. También había un escritorio, un espejo de pie enmarcado en oro, un jarrón con flores frescas, una cómoda antigua y una jofaina de porcelana como las que se usaban en las alcobas decimonónicas y que, a pesar de su falta de utilidad presente, Margherita conservaba en calidad de elemento decorativo imprescindible.

Todo rezumaba olor y sabor a ella: los muebles, las sábanas, las cortinas, las paredes…

Francesca detestaba la casa con la misma intensidad con la que odiaba a su dueña. Casa y bruja eran la misma tragedia: las dos bellas y elegantes, con el olfato para lo exquisito que sólo se adquiere tras varias generaciones de ricos de solemnidad.

Villa Margherita se levantaba soberbia en la orilla derecha del lago de Como, entre Moltrasio y Laglio. Estaba rodeada por un jardín muy verde en el que crecían los avellanos y las higueras sin más ayuda que la de la naturaleza misma con sus mañanas de sol y sus tardes de lluvia y esa humedad tan fértil, procedente del lago, que parecía un incendio y no era otra cosa que bruma suspendida en el aire de la madrugada. En la parte de atrás había también castaños y cipreses fronterizos con el bosque de acacias y pinos inmensos que subían escalando por la falda de la montaña.

El edificio era de piedra, de tres alturas, con ventanas que se abrían al verde de las aguas; balcones de hierro, persianas de madera y muros envueltos en hiedra. El interior era luminoso. Los techos estaban decorados con frescos, al igual que algunas paredes; las alfombras eran de colores vivos, las lámparas de cristales preciosos. Las esculturas de mármol blanco representaban ángeles, dioses o amantes voraces y los relojes contaban perezosos el tiempo, porque no existía la prisa. Lo poco que ocurría en Villa Margherita sucedía calladamente, como si siempre fuera la hora de la siesta.

Se servía té frío a media tarde, antes de la tormenta, en el cenador de madera blanca desde el que se contemplaba el ir y venir de las motoras, los pequeños transbordadores cargados de viajeros y las embarcaciones de vela que rebanaban las aguas tranquilas como el cuchillo la mantequilla. Se escuchaba música mientras caía la lluvia, se cenaba a la luz de las velas, se paseaba mucho, se leía en silencio, se tomaba el sol, se bebía limonada, se llegaba hasta el pueblo para saborear un helado artesano, se añoraba todo lo demás.

—Me aburro hasta el infinito —dijo Claudia en medio de un bostezo.

—Ven. No te quedes ahí tirada en la cama como una muerta. Asómate.

Francesca estaba apoyada en la baranda del balcón con la melena caoba al viento. Las nubes pesaban tanto que tenía la sensación de que le aplastarían la cabeza de un momento a otro. Se apartó para hacerle sitio a Claudia en el pequeño saliente.

—Mírala. ¿No crees que tiene pinta de bruja?

Margherita se había puesto en pie y abrazaba a su padre, de frente al lago. Llevaba un vestido de seda que jugueteaba con el aire describiendo formas caprichosas; ahora un ave del paraíso, ahora un velo misterioso, ahora la curiosidad de unos visillos abiertos.

—Vamos a matarla, ¿verdad?

—Claro que sí, Franchie. La vamos a matar tú y yo. Con estas manos. Este verano. En este lago. Esa muerte no la podemos evitar. Es como si ya hubiera sucedido.

II

Los engranajes del crimen se pusieron en funcionamiento en cuanto Francesca hubo comprobado que Claudia apoyaba el proyecto.

Lo primero, pensó, era documentarse. Un asesinato bien planeado tenía muchas más probabilidades de éxito. No bastaba con invitar a Margherita a navegar en la barquita de madera hasta Nesso, en la orilla opuesta del lago, empujarla al agua y golpearla con el remo en la cabeza. No bastaba. Tampoco con envenenarla de a poquito con algún medicamento que pudiera disolverse en el café. Ni con tirarla desde el balcón. Ni con atraparla en su propia jaula, Villa Margherita, amordazarla y colgarla de una viga, con una soga al cuello, para simular un suicidio. ¿Por qué razón absurda desearía la muerte un ser tan irritablemente feliz como Margherita?

Una ladrona de felicidades. Eso es lo que era. Se había quedado con la alegría de todas: con la de su madre, con la de su hermana y con la suya propia. Las había despojado de la risa, la paz y hasta de los buenos recuerdos. Los había sustituido por otros sentimientos menos reconfortantes y más intensos: el miedo, la soledad y el regusto amargo del odio cocinándose a fuego muy lento, como la salsa de tomate casera, cuatro horas en el perol, borboteando, chisporroteando y salpicando las paredes de la cocina, mientras ella, la bruja, daba vueltas y más vueltas a la ponzoña con la cuchara de palo.

Nadie se creería el cuento de un suicidio. No después de oírla cantar desde el balcón o de contemplar su arrebato cuando vestida de blanco había representado con tanto acierto el papel de novia virginal. No después de saborear la risa de sus labios, que hasta lágrimas arrastraba de lo caudalosa que era.

Había que buscar el modo de proporcionar al mundo una explicación verosímil para una muerte inevitable.

—Mañana, antes de que te despiertes, iré a Como. Si te pregunta papá por mí, le dices que salí a dar un paseo en bici y que regresaré a la hora de comer. Pero en realidad voy a ir a la Biblioteca Vecchia para consultar algunos libros sobre la historia del lago. Le pedí consejo a Fabrizio, el de la librería Cattaneo, y me hizo una lista. Aquí la tengo, mira. ¿No te recuerda a las instrucciones de nuestros juguetes, Claudia? ¿A la receta del médico? Ahora sólo tenemos que ir montando poquito a poco las piezas hasta que encajen. Al final, lo razonable será su muerte y lo absurdo su existencia. Dirán: «Falleció de muerte natural, como no podía ser de otro modo», o «fue un accidente terrible, pero afortunado. La pobre Margherita no sufrió lo más mínimo». Y nos consolarán a las dos. También a papá: una palmadita en la espalda, un apretón de manos, una oración, un entierro… los pasos habituales. Luego vendrá la paz, Claudia. Ya verás como todo vuelve a ser como antes.

—Ya que vas a Como, tráeme nísperos, Franchie. —Claudia había regresado a la cama y ojeaba distraída una revista—. Pero de los maduros. Ya sabes, de esos que empiezan a ponerse blandos. Que se pelan con la mano, sin necesidad de cuchillo, y que están muy dulces. Nunca me ha gustado el sabor ácido de la fruta verde.

—A mí tampoco.

A la mañana siguiente, temprano, antes de que los habitantes de la casa bajaran a desayunar, Francesca se subió a su bicicleta, con la cesta de mimbre enganchada en el manillar, y recorrió pedaleando los quince kilómetros que separaban Moltrasio de Como. A las nueve las calles del centro ya se habían vuelto bulliciosas como un mercado árabe y el olor a pan recién hecho se extendía por las callejuelas que desembocaban en la catedral. Sonaban unas campanadas alegres cuando Francesca cruzó la plaza pedaleando y se deslizó por los adoquines de las aceras, esquivando mujeres cargadas de cestos y comerciantes arremangados que, al pasar ella, con su pamela estrepitosa y sus gafas de sol, le lanzaron requiebros como pétalos. Pero Francesca, concentrada como estaba en la investigación que daba comienzo esa misma mañana, pasó de largo distraída y allí quedaron las flores, marchitándose.

El mercado lo instalaban a la sombra de los soportales cada mañana y lo recogían a mediodía, antes de que el calor arruinara la frescura de las frutas y las verduras. Era tan sencillo como agacharse a recoger los nísperos caídos, amontonarlos en una caja y colocarlos encima de una tabla. En aquella tierra agradecida, la naturaleza era la que trabajaba incansablemente y los seres humanos, perezosos, eran meros depredadores o parásitos. Siglos atrás, en tiempos de guerra, el hambre se había aliviado con castañas maduras; el frío, combatido con la corteza de los pinos salvajes; la sed era desconocida gracias a las aguas del lago, la pesca abundante, el ganado alimentado con los pastos verdes que nadie cultivaba; los festines de nectarinas, higos, naranjas, limones, uvas y aceitunas negras, regalos del cielo, igual que el aceite y el vino, la sombra de los castaños y de las parras. El país de jauja.

—Un kilo de nísperos maduros, por favor.

—Mil liras
, signorina.

Los deseos de Claudia hechos realidad.

Francesca acomodó la bolsa de papel en la cesta de la bicicleta y continuó pedaleando, ahora cuesta arriba.

La biblioteca quedaba en lo alto, allí donde el casco antiguo se encontraba con la novedad de una carretera asfaltada de doble carril y un puñado de edificios modernos. Era más clásica que práctica, con una escalinata empinada y un par de columnas a ambos lados de la fachada.

La sala de lectura era espaciosa y tenía seis ventanales por los que entraba mucha luz. Parecía un mercado, los libros como la fruta: maduros y sabrosos.

—No está permitido introducir alimentos en la sala —advirtió la voz cansina de la bibliotecaria refiriéndose a la bolsa de papel.

—No voy a comer nada —protestó Francesca—. Son unos nísperos para mi hermana. Ni siquiera los sacaré de la bolsa.

—Las normas son las normas. Puede dejarlos en consigna.

—No. No me ha entendido. —Francesca notó que le palpitaba la nuca. Era molesta esa sensación. Solía venir acompañada de un hormigueo incómodo en las palmas de las manos y un temblor descontrolado en el resto del cuerpo—. Le he dicho que son para mi hermana.

—Me da igual para quién sean, señorita. No puede usted entrar con ningún tipo de alimento en la biblioteca. Así son las cosas.

—Muy bien —respondió Francesca—. Pues peor para usted.

Se giró sobre sus talones y empujó la puerta con rabia. El portazo sonó como una advertencia.

Salió a la fresca y se sentó en los escalones a esperar. Desde su observatorio vio pasar las horas como las nubes. Pesadas y lentas. Vio a los niños salir de sus casas, toalla en mano, calzados con sandalias de plástico y armados con todo lo necesario para pasar un día al sol: bicheros, cubos, flotadores y cañas. Vio a las viejas camino de la catedral —ida y vuelta, subir y bajar la cuesta— al son de las campanas que regían su rutina: misa, mercado, almuerzo y siesta. Vio a los hombres regresar bebidos del juego de petanca, a los jóvenes besarse al amparo de los portales, a las extranjeras de pantalón corto y a las lugareñas de falda y delantal. Cada cual en su cuadradito del tablero de ajedrez; caballo, torre y reina.

Se figuró la mano de Dios moviendo ficha, olvidado de ella y de su soledad. A veces pensaba que era prescindible. Que si un día faltara de este mundo, nadie notaría su ausencia.

—Yo te echaría de menos —le decía entonces Claudia en un susurro muy tierno.

Y con eso bastaba para apartar de su mente la angustia de creerse inútil del todo.

Cuando el reloj de la catedral dio las tres en punto, la bibliotecaria salió de la madriguera. Se demoró unos minutos en cerrar la puerta, guardó la llave en el bolso y, al pasar junto a Francesca, le dedicó una mirada de curiosidad y un «buenas tardes» tan cortés como insulso antes de continuar su camino sin esperar respuesta.

Aún aguardó unos minutos más Francesca en la escalera. Acompañó los pasos de la mujer con la vista hasta que desapareció por una de las callejuelas. Entonces se levantó, se sacudió la falda arrugada, se atusó el pelo y calculó mentalmente el tiempo que le quedaba para que estallara la tormenta. No quería que le pillara la lluvia en el camino de vuelta con la bicicleta. Ni que se le mojara la pamela nueva.

III

—«Ayer, pasadas las tres de la tarde, alguien rompió a pedradas el cristal de una de las ventanas de la Biblioteca Vecchia, entró en la sala de lectura y la emprendió a golpes con los estantes. Lanzó los libros contra las paredes y garabateó con lo que parece ser una llave el pupitre de la bibliotecaria. Abrió el directorio y desperdigó todas las fichas por el suelo. Sobre el desastre machacó unos nísperos maduros». —Francesca leía el periódico en voz alta. Claudia, asomada al balcón, la escuchaba con una sonrisa en la cara—. ¿Lo ves? —le dijo agitando el diario como si fuera un abanico—. Compré los nísperos, pero no pude traértelos. ¿Me crees ahora?

Claudia se giró consciente de la autoridad que ejercía sobre su hermana.

—Te perdono —le concedió clemente—. Pero no vuelvas a desobedecerme, Franchie. Sabes cuánto me molesta que me lleven la contraria. Te esperé durante horas y horas. Pacientemente. Y regresaste sin mi encargo.

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