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Authors: Michael Ende

Tags: #Cuento, Aventuras, Infantil y juvenil

Jim Botón y Lucas el Maquinista (19 page)

BOOK: Jim Botón y Lucas el Maquinista
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Lucas dirigió con cuidado la locomotora, rodeando la casa y pronto llegaron al río. El agua tenía un extraño reflejo dorado y a su luz se veían brillar en la noche las olas que corrían veloces.

Lucas detuvo a Emma y examinó la orilla. Esta bajaba suavemente hacia el agua. Satisfecho volvió sobre sus pasos y advirtió a los niños:

— ¡Quedaos sentados!, y tú, mi buena Emma — añadió — , tienes que volver a hacer de barco. ¡Hazlo bien, confío en ti!

Abrió el grifo de la parte inferior de la caldera y el agua empezó a salir del interior de Emma. Cuando la caldera estuvo vacía, cerró el grifo y ayudado por Jim, empujó la locomotora hacia la orilla, hasta que empezó a resbalar sola por la pendiente. Los dos amigos montaron rápidamente al techo.

— ¡Agarraos! —exclamó Lucas con voz apagada cuando Emma entró suavemente en el río. La corriente era muy fuerte y arrastró a la locomotora flotante.

El dragón que, como todos sus semejantes, tenía miedo al agua, estaba todavía en la orilla, asustadísimo. Tenía motivos para sentir miedo porque sabía que al contacto con el agua sus fuegos y su suciedad desaparecerían y esto era para él algo espantoso.

Hizo un par de intentos para romper la cadena y luego corrió un rato por la orilla detrás de la locomotora, pero encontró un puente y no tuvo más remedio que echarse al agua. Dio un par de resoplidos, como si fuera un perro, porque no podía hacer más con la boca encadenada, y entregándose a su destino se dejó llevar por las olas. Al principio jadeó y silbó pero cuando las aguas, que se habían agitado al entrar él en la corriente, se aquietaron, se vio que cuando no tenía más remedio sabía nadar perfectamente. Así avanzaron durante un rato en silencio por la ciudad en tinieblas.

¿A dónde les llevaría el río? ¿Les habría mentido Nepomuk y pasaría por «El País de los Mil Volcanes»? ¿Existía algún misterio que el medio dragón desconociera?

La fuerza de la corriente iba en aumento. Se iba volviendo muy rápida. En cuanto distinguían algo en medio de la oscuridad, los viajeros se acercaban a la orilla, y por lo tanto al muro del gigantesco cráter que rodeaba a la ciudad como una muralla defensiva.

— ¡Atención! —exclamó de pronto Lucas, que con Jim estaba sentado a horcajadas en la parte delantera de la caldera. Todos se agacharon y entraron en un túnel de roca completamente oscuro. Iban cada vez a mayor velocidad. No se veía nada. Sólo se oía el rugido de la corriente y de las olas al dar contra las paredes rocosas.

Lucas se sentía inquieto por los niños. De hallarse solo con Jim, el peligro no le hubiera preocupado. Los dos estaban acostumbrados a las situaciones más arriesgadas. ¿Pero cómo soportarían los pequeños el viaje? Eran todavía muy chiquitines y además había varias niñas. Debían de tener un miedo horrible pero ya no era posible volver atrás y con aquel ruido ensordecedor no había manera de consolarles y animarles. Lucas no podía hacer más que esperar y ver.

Descendían en una carrera cada vez más vertiginosa. Los niños cerraban los ojos, se abrazaban fuertemente y se agarraban a la locomotora. Estaban asustados de aquella velocidad y de aquella carrera que parecía no tener fin y que les arrastraba hacia las profundidades de la tierra.

Por fin la corriente se hizo más lenta y las olas espumosas se calmaron; luego el río empezó a deslizarse tan silencioso y tranquilo como al principio del viaje. Pero ahora los viajeros se hallaban en algún lugar muy profundo debajo de la corteza de la tierra. Cuando se atrevieron a abrir los ojos, vieron brillar en la oscuridad una extraña y encantadora luz de muchos colores. Pero no podían distinguir nada.

Lucas se volvió hacia los niños y exclamó:

— ¿No hemos perdido a nadie? ¿Estamos todos? Los niños no se habían recobrado aún del miedo que habían pasado y necesitaron un buen rato para contarse. Por fin le pudieron contestar a Lucas que todo seguía en orden.

— ¿Qué hace el dragón? —preguntó el maquinista mirando hacia atrás — , ¿sigue atado a la cadena? ¿Vive todavía?

Sí, al dragón tampoco le había pasado nada grave aparte de que había tragado grandes cantidades de agua.

— ¿Dónde estamos exactamente? —quiso saber el muchachito del turbante.

— No te preocupes —le contestó Lucas — , espera a que se haga más claro y entonces lo sabremos. —Y encendió la pipa, que se le había apagado durante la carrera hacia las profundidades.

— De todas maneras es seguro que estamos en el camino de Ping.

Jim procuró consolarles porque se había dado cuenta de que alguno de los más pequeños estaba a punto de llorar.

Se tranquilizaron y comenzaron a curiosear mirando a su alrededor. La débil luz encantada se había convertido en una luz crepuscular color púrpura y su brillo les permitía ver que el río pasaba por una caverna alta con el techo en forma de bóveda. La claridad provenía de cientos de miles de piedras preciosas rojas, incrustadas en las paredes, en forma de cristales del tamaño de un brazo. Esos rubíes centelleaban y resplandecían y alumbraban como si fueran miles y miles de linternas. El espectáculo era impresionante.

Al cabo de un rato la luz cambió. Se volvió de un verde brillante y procedía de un bosque de gigantescas esmeraldas que colgaban del techo de la caverna como prodigiosas estalactitas hasta llegar casi a la superficie del agua. Más tarde, el río les llevó por una gruta muy baja y larga en la que la iluminación violeta era debida a millones de amatistas que cubrían las paredes como si fueran musgo. Luego cruzaron otra caverna de una luminosidad tan grande que los niños se vieron obligados a cerrar los ojos. Del techo colgaban gigantescos racimos de diamantes, brillantes y claros, que parecían cientos de arañas de luz.

Hacía rato que los niños habían dejado de hablar. Al principio, murmuraban algo de vez en cuando, pero luego enmudecieron y se ensimismaron en la contemplación del maravilloso mundo subterráneo. A veces, la corriente acercaba la locomotora a las paredes de la caverna de modo que podían sin gran esfuerzo arrancar piedras preciosas y llevárselas como recuerdo.

Cuando, más tarde, Lucas se dio cuenta de que la corriente volvía a crecer, ninguno de los viajeros hubiera sido capaz de decir cuántas horas habían transcurrido en la contemplación de tantas maravillas. Las paredes se fueron estrechando y se tiñeron de un color rojo atravesado por anchas estrías y rayas blancas en zigzag. Al mismo tiempo la luz encantada se fue volviendo más débil porque ya no había piedras preciosas. Por fin volvió a ser completamente oscuro, como al principio del viaje subterráneo.

Ahora, sólo de vez en cuando, brillaba en la oscuridad la luz en un cristal aislado. El agua volvió a bramar y retronar y los viajeros se resignaban ya a otra carrera hacia una mayor profundidad.

Pero les esperaba una sorpresa mucho más agradable. Por segunda vez cruzaron un portal de roca y entonces Emma salió del agua espumosa, con sus pasajeros y el dragón a remolque, al aire libre.

Les recibió una maravillosa y clara noche estrellada. El río se deslizaba majestuoso y en silencio por un ancho cauce. Las dos orillas estaban bordeadas por enormes árboles centenarios. Sus troncos eran transparentes como cristal de colores. El viento soplaba entre las ramas y se oía un delicado sonido parecido al que producen miles de pequeñas campanitas. La locomotora pasó por debajo de un puente de fina porcelana en forma de gracioso arco que cruzaba el río.

Los viajeros miraban perplejos a su alrededor. La primera en recobrar el habla fue la pequeña princesa Li Si.

— ¡Viva! —exclamó—, ¡esto es China! ¡Estamos en mi tierra! ¡Estamos salvados!

— No es posible —dijo Jim — , para ir de China a Kummerland tardamos muchos días y ahora llevamos, a lo más, dos horas de viaje.

—A mi también me parece extraño —gruñó Lucas sorprendido — . No me gustaría que estuviésemos equivocados.

Jim se subió a la chimenea para ver mejor. Escudriñó toda la región y luego miró hacia atrás. El arco de roca que acababan de cruzar hacía pocos momentos estaba al pie de una enorme montaña, con estrías rojas y blancas, que cruzaba todo el país.

No había duda, era «La Corona del Mundo».

Jim bajó de la chimenea y en voz baja y muy serio, les dijo a los niños:

— ¡Es cierto, estamos en China!

— ¡Jim —exclamó la princesita—, oh, Jim, soy feliz, soy feliz, soy feliz!

Y como estaba a su lado, por la alegría le dio un beso. A Jim le pareció como si le hubiera tocado un rayo.

Los niños reían, gritaban, se abrazaban unos con otros y alborotaban tanto que Emma empezó a inclinarse peligrosamente y hubiera volcado si Lucas no les hubiera mandado estar quietos.

— Esto no puedo explicármelo más que de una manera —le dijo a Jim cuando Emma navegaba ya tranquilamente—, la de que viajando por el interior de la tierra hemos acortado el camino.

¿Tú qué opinas?

— ¿Qué? —preguntó Jim — , ¿qué has dicho?

E hizo un esfuerzo para volver en sí porque le parecía estar soñando.

— Bien, muchacho —murmuró Lucas y se rió para sus adentros.

Se había dado cuenta de por qué su amigo no veía ni oía nada excepto a la princesita.

Se dirigió a los niños y les dijo que cada uno tenía que contar su historia. Les quedaba por recorrer un buen trecho de camino antes de llegar a Ping y estaba impaciente por saber cómo, cada uno de ellos, había caído en poder del dragón de Kummerland.

Todos estuvieron conformes. Lucas encendió su pipa y la pequeña princesa Li Si fue la primera que empezó a contar su historia.

EN EL QUE LA PRINCESA DE CHINA CUENTA SU HISTORIA Y JIM SE ENFADA CON ELLA

— Ocurrió durante unas vacaciones de verano —así empezó Li Si su historia—, yo había ido, como cada año, a la playa. Además mi padre, para que yo no me aburriera, permitió que fueran conmigo siete amigas. Para vigilarnos nos acompañaban tres viejas damas de corte.

Vivíamos en un pequeño y hermoso palacio de porcelana azul cielo y justo delante de la puerta estaba la playa, hasta la que llegaban las olas del mar.

Las damas de corte nos repetían cada día que jugáramos cerca del castillo, que no nos alejáramos para que no nos ocurriera nada malo. Al principio obedecí y permanecí siempre en las cercanías, pero como las damas, a pesar de que todas nos portábamos bien, nos repetían cada día lo mismo, se despertó en mí el espíritu de contradicción, porque desgraciadamente tengo un espíritu de contradicción terrible. Un día salí y me fui a pasear por mi cuenta por la orilla del mar. Al cabo de un rato me di cuenta de que las damas de corte y mis amigas me empezaban a buscar. En lugar de llamarlas, se me ocurrió esconderme entre unos juncos. Las damas y mis amigas llegaron muy cerca de donde yo estaba, llamándome por mi nombre y parecían asustadas y nerviosas. Pero yo permanecí en mi escondite sin decir palabra.

Al cabo de un rato volvieron y oí que decían que había que buscar en otra dirección y que yo no podía estar muy lejos. Me reí y, cuando se hubieron ido, salí de mi escondite y seguí paseando por la playa y alejándome del palacio. Iba recogiendo hermosas conchas que ponía en mi delantal y al mismo tiempo cantaba, en voz baja, una canción que acababa de componer para pasar el rato. Decía así:

Oh, qué hermoso, qué bonito, por la orilla el paseíto.

Soy la princesa Li Si, no me encontrarán aquí.

Pam param pam Pam.

Eso lo compuse completamente sola y me fue algo difícil encontrar una palabra que rimara con Li Si. Seguí andando y cantando cuando, de pronto, me di cuenta de que no había tanta arena como antes y que hacía rato que caminaba al borde de unas rocas cortadas a pico sobre el mar. No estaba muy tranquila pero no lo quise reconocer y seguí adelante. Miré hacia el mar y vi aparecer un barco de vela que se acercaba a toda velocidad, directamente hacia el lugar en que me encontraba. Tenía unas velas rojas como la sangre y sobre la mayor había, pintado con pintura negra, un enorme número 13.

Li Si se estremeció y calló un momento.

— ¡Ahora se hace interesante! —gruñó Lucas, y él y Jim se miraron significativamente — . ¡Sigue contando!

— El barco atracó en la costa, justo delante de mí —continuó la princesa, que sólo por el recuerdo se había vuelto pálida—. Estaba tan asustada que me quedé clavada en el suelo. Además el barco era tan grande que su costado era más alto que la pared rocosa en que yo me encontraba. Bajó un hombre enorme, tan horrible que no puedo describirlo y se dirigió hacia mí. Se tocaba con un extraño sombrero con una calavera y dos huesos cruzados pintados en él. Llevaba una chaqueta de colores, calzones y botas altas. De su cinturón colgaban puñales, cuchillos y pistolas.

Debajo de la nariz en forma de gancho, ostentaba un bigote negro, tan largo, que le colgaba hasta el cinturón. Llevaba también pendientes de oro y sus ojos eran pequeños y estaban tan juntos que parecía bizco.

Cuando me vio dijo: «¡Ah, una niña! ¡ Esto es una presa magnífica!»

Su voz era ronca y profunda; cuando quise huir me agarró por las trenzas y rió. Entonces pude ver sus dientes grandes y amarillos como los de un caballo. Dijo: «Nos vienes de perilla, sapito».

Grité e intenté resistir, pero no había nadie que me pudiera ayudar. Aquel hombre enorme me levantó en el aire y me tiró — paff— al barco.

Mientras volaba por el aire pensé: «Si no me...» y quería terminar de pensar: «...hubiera escapado», pero no pude porque en el mismo instante, en la cubierta, me cogió un hombre tan parecido en todo al anterior, que en el primer momento pensé que era el mismo. Pero no era posible. Cuando me dejaron en el suelo miré a mi alrededor y vi que en el barco había muchos otros hombres, tan parecidos entre sí, como un huevo a otro huevo. Por eso al principio no los pude contar porque no estaban quietos, sino que andaban de un lado para otro y yo no me podía acordar de ninguno.

Los piratas me metieron en una jaula. Era una especie de pajarera enorme, colgada de un gancho en el mástil del barco. Mi valor había desaparecido por completo y yo lloraba tanto que mi delantal se empapó y les rogaba a los hombres que me dejaran en libertad. Pero no se preocupaban de mí. El barco se hizo a la mar y muy pronto desapareció la costa; sólo se veía agua por todas partes.

Así pasó el primer día. Al anochecer se acercó un muchacho y metió unos mendrugos de pan seco a través de los barrotes de la jaula. También puso un pequeño cacharro con agua para beber.

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