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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

Irania (39 page)

BOOK: Irania
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Me ardía el estómago de rabia, solo imaginar que pudieran haber abusado de mi sobrina. No podía quedarme en la casa y dejar como si no hubiera escuchado el miedo profundo que mi hermana transmitía en sus palabras. Ella no quería reconocerlo y me culpaba a mí, pero yo sabía que había algo de verdad en el dibujo de Aina.

Cogí mi anorak y me puse las botas. Salí al porche y me monté en la bicicleta.

Pedaleé hasta el pueblo de Blanes, no sabía cómo iba a llegar, solo me importaba Aina y ni si quiera me paré a pensar en mi propia seguridad.

A medio camino de la estación de trenes, sentí la vibración de mi teléfono, luego la inconfundible música que había olvidado cambiar.

Miré el número y reconocí el móvil de Aurora.

—¡No me cogen el teléfono! —me gritó nerviosa mi hermana.

—¿Qué pasa?

—Estoy llamando al fijo de la casa, al móvil de mamá, al móvil de papá, al móvil de Andreu; ¡nadie contesta!

—No puede ser.

—¡Voy a ir a Lleida! ¡Me has contagiado tu locura! Dime que no es cierto lo que me contaste.

—Sí es cierto, aunque no te guste.

Escuché sollozos y luego me dijo:

—Habrán ido a cenar a casa de los Argerich, ¡Eso es! O estarán jugando fuera. Pero ahora por tu culpa no puedo dormir.

—No puedes dormir tranquila porque sabes que es cierto. Tú lo viviste. Aurora por favor, quiero ir contigo. Ven a buscarme a la estación de trenes de Blanes.

Pasamos más de medio trayecto hacia el pirineo de Lleida en silencio. Yo estaba asustada de lo que podía pasar cuando volviera a ver a mis padres. Aunque yo había cambiado mucho, intuía que me seguirían viendo igual y nada de lo que les dijera afectaría su opinión lo más mínimo.

No quería seguir insistiendo en el peligro que presentía, para que mi hermana se concentrara en las poco iluminadas y sinuosas carreteras, que nos llevaban hacia las montañas. Había nieve a ambos lados del arcén y placas de hielo en el asfalto y a pesar del vehículo todo terreno que conducía, la falta de visibilidad le hacía ladear las ruedas. Aurora presumía de ser buena conductora, pero los nervios le estaban jugando una mala pasada.

—No sé qué excusa voy a ponerle a papá de que me presente a estas horas, cuando debería estar cenando junto a una góndola con Beltrán. Y a él, he tenido que mentirle y decirle que he perdido el avión para no preocuparlo.

No supe qué contestarle. Me dediqué a mirar por la ventana. La noche estaba especialmente clara, el cielo estrellado y una hermosa luna llena nacía por las cumbres.

—Es noche de luna llena —comenté.

De pronto llegó a mi mente un recuerdo de la infancia. Estaba en la cueva, atada de una mano en una de las paredes. Desde allí podía ver la cascada y la poza de agua cristalina. Era de noche y se reflejaba la luna en el agua.
¡La luna llena!
cavilé.

Aurora me miró de reojo y soltó:

—Sí, es la luna de los locos. Dicen que durante la luna llena se comenten más asesinatos y suicidios. Parece ser que ya me estoy contagiando de ella y estoy cometiendo una estúpida locura al creerme las fantasías de una chiflada.

—Eres idiota —le contesté.

Llegamos a la casa a medianoche. Salimos del coche disparadas hacia la puerta principal. Todo en el exterior parecía estar calmado, ninguna fiesta, ningún evento en los jardines, aunque no debería de haberme extrañado con el frío que hacía fuera y siendo las doce de la noche.

Aurora tocó el timbre. Luego sacó la llave de su bolso y abrió la puerta principal.

Rosco nos esperaba tras ella. Comenzó a gimotear y dar saltitos sobre mis piernas.

Por lo demás, todo estaba envuelto de un silencio sepulcral.

—¡Mamá! —gritó Aurora.

Subimos deprisa las escaleras hacia el piso superior.

Rosco nos siguió. Aurora fue corriendo al cuarto de los niños y yo la seguí.

Comprobamos que Marc y Andreu dormían profundamente. Pero la cama de Aina estaba vacía.

—¿Aina? —llamé.

—Quizá esté durmiendo con mamá —dijo Aurora—. A veces tiene pesadillas.

Corrimos hacia el cuarto de mis padres. La habitación estaba a oscuras pero la luz de la luna permitía ver la silueta de mi madre recostada y tapada en la cama.

Aurora no dudó y prendió la luz principal de la estancia.

Mi madre estaba sola en la cama.

—¿Mamá?

No respondió, parecía estar profundamente dormida. Incluso roncaba suavemente.

—¡Mamá! —gritó Aurora.

Nos acercamos y Aurora comenzó a zarandearla, pero no se despertaba. Me acerqué y le tomé el pulso.

—¡Ay Dios mío! ¿Qué le pasa?

—Sus constantes vitales son normales. Está profundamente dormida. ¿Mamá toma somníferos? —le pregunté.

—No lo sé.

El rostro de Aurora comenzaba a desencajarse.

—¿Dónde está mi niña?

Salió corriendo de la habitación y yo la seguí hasta la habitación de los niños.

Me acerqué a Marc y lo moví. No respondía.

—¡Están sedados! —exclamé.

Mi hermana comenzó a perder los nervios.

El pequeño
Schnauzer
comenzó a ladrar insistentemente sobre la cama de Andreu.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Han sido ladrones? —de pronto el rostro se le desencajó aún más— ¡Secuestradores! ¡Aina! ¡Aina! —gritaba mientras corría por los pasillos.

—¡Han secuestrado a mi niña!

—Calma Aurora, quizá se ha escondido en algún lugar de la casa. Es una niña muy lista.

Mi hermana estaba al borde de un ataque de nervios. Solo daba vueltas por las mismas habitaciones, entraba al cuarto de nuestros padres y luego de nuevo al de los niños.

Cogí a mi hermana por los hombros y la zarandeé con fuerza.

—¡Cálmate! Así no ayudarás.

Tenía la mirada desencajada. Cogí su rostro con ambas manos y la miré fijamente a los ojos.

—Aurora escúchame, voy a salir al bosque. La buscaré por fuera. Tú quédate aquí y busca por todos los armarios, por el garaje y el cobertizo, ¿de acuerdo? Todo irá bien. La vamos a encontrar y estará sana y salva —le dije, pero en el fondo de mi ser me temía lo peor.

Mi hermana me miró con los ojos nublados de lágrimas y asintió. Mis palabras parecieron tranquilizarla. El ciclo se repetía y volvía a verla como yo la había recordado de pequeña; una niña asustada. La misma sensación que me había transmitido en mis recuerdos. Me partió el corazón, sus ojos suplicaban ayuda, la coraza que la protegía se había resquebrajado dejándola desnuda, a merced de despiadadas emociones que amenazaban con engullir la entereza que siempre la había acompañado.

Salí al bosque con la linterna en la mano. Gracias a la luz de la luna pude seguir el sendero sin ninguna dificultad, aunque cuando me adentré en lo más profundo del bosque la luna ya dejó de serme útil.

Caminé con paso firme, con una fuerza en mi interior desconocida. En ningún momento dudé ni titubeé de lo que estaba haciendo. Sentía la presencia de mi ángel cerca y también la presencia de la niña del bosque. Ella aparecía y desaparecía delante de mí.

Parecía jugar al escondite conmigo.

—Date prisa, Irania —escuché en mi interior.

Y seguí corriendo como si tuviera alas en mis pies, y sobrepasé las rocas, las raíces de los árboles sin ni siquiera tropezarme. Hasta que llegué al árbol hueco.

Abrí la trampilla y encendí la linterna. Corrí entre la oscuridad con la barra de hierro en mi mano. Corrí junto al miedo y aunque caminaba a mi lado, no dejé que me ganara.

Llegué a la sala, la escalera ya estaba abierta.

Bajé los peldaños con sigilo hasta los túneles antiguos. Desde ahí ya comencé a escuchar unos cánticos repetitivos.

Escenas de memoria del subconsciente comenzaron a golpearme en la mente. Las oraciones y cánticos eran las mismas. Las conocía. Ya no sabía si el sonido procedía de mi cabeza o realmente lo estaba escuchando fuera.

Veía las imágenes, me veía de pequeña sobre el altar aterrada, los cánticos cada vez más acelerados. Sabía lo que sucedía después.

Mis pies dejaron de caminar.

—No es real —escuché en mi cabeza.

Entonces los vi. Decenas de entidades de la sombra que comenzaban a surgir de entre las paredes de la cueva, con rostros desencajados de dolor, angustia y sufrimiento.

—Lo has inventado todo —volví a oír.

Me tapé los oídos.

—Estás enferma. Naciste enferma.

Negué repetidas veces con la cabeza, mientras veía cómo iban acercándose más y más hasta mí. Tenían los rostros deformes, de ojos hundidos, oscuros y su olor era nauseabundo. Un olor que recordé al instante.

Comencé a sentir escalofríos por todo mi cuerpo. No podía casi sostenerme en pie. La fuerza del mal era intensa, brutal.

—Nadie te cree.

—Mataste a tu hijo y no quieres reconocerlo.

—¡Eso no es cierto! —grité.

Entonces vi unas imágenes del día del accidente. Me vi corriendo por la calle, era de noche y estaba en camisón. Corría, estaba muy asustada. Escuché las voces de Joan y mi padre, me quedé quieta, me giré y los vi. Mi marido y mi padre corrían hacia mí, estaban preocupados.

Luego escuché el frenazo de un automóvil y el golpe.

—No eran reptiles, eran tu familia.

—No es verdad, eran monstruos.

La entidad emitió algo parecido a una risa burlona.

—Mataste a tu hijo.

—Yo no lo maté.

—Sí, lo hiciste, pero no nos importa, aquí puedes quedarte con nosotros. Nosotros te entendemos.

Las sombras me rodeaban y cada vez me sentía más débil. Comenzaba a creerles, una parte de mí todavía sentía culpa y se estaban aferrando a ella para derrotarme.

Volví a escuchar los cánticos.

Intenté caminar pero el miedo me paralizaba.

Cada vez estaban más cerca y algo me decía que si lograban acercarse más estaría perdida para siempre.

Recordé con pavor a la niña del psiquiátrico.

Intenté cerrar los ojos para dejar de verlos pero cuando los cerraba volvía a recordar el día del accidente. La culpa seguía allí.

—Lo mataste porque querías vengarte de tu padre y de tu marido.

—No es verdad. Vosotros estabais allí, os metisteis en mi casa.

—Sandra, ven con nosotros.

Una de las entidades más grandes de las que me rodeaban, decidió dar un paso más. Su energía era terrible, oscura, dolorosa. Hacía que todo mi cuerpo temblase. Mi energía menguaba y con ella mi fuerza, que se disipaba. Veía como un hilo de luz salía de mi pecho y se escapaba hacia el techo. La energía se marchaba y mi piel comenzaba a ennegrecerse.

—¡No! —grité.

Sentí mi corazón latir cada vez más lento.

—Quédate con nosotros, aquí está tu sitio, eres un ser oscuro, una asesina. Has matado a mucha gente, ahora sus almas te reclaman.

Caí al suelo y me quedé de rodillas.

La entidad del mal se acercó un paso más, su presencia absorbía mi vitalidad con rapidez. La vida se me escapaba por la boca.

Cerré los ojos y volví a ver la escena del día del accidente. Dejé que se repitiera de modo implacable una y otra vez, martilleando mi alma, revolcándome en la culpa. Vi la sangre correr por mis muslos, la sangre del hijo que había perdido. Pero llegué a un punto que dejé de sentir dolor, como si ya no perteneciera a nada, ni nada me perteneciera a mí. El recuerdo de la muerte se estaba apoderando de mi consciencia. Entonces recordé más allá del golpe del automóvil. Recordé la ascensión a otro plano, recordé el templo en forma de pirámide de cristal, recordé como había llegado a entrar en él y a mi familia. ¡Mi familia espiritual! Recordé su amor hacia mí y mi amor hacia ellos. Sus hermosos y familiares rostros. Sus abrazos llenos de energía de amor, limpia, pura. Llena de perdón. Ellos me habían abiertos sus brazos a pesar de mis errores. Ellos me habían perdonado.

Salieron lágrimas de mis ojos, lágrimas llenas de amor curativo. Llenas de perdón.

—Yo me perdono —murmuré.

La sombra se detuvo.

—Yo me perdono —repetí con más fuerza.

—Estás loca, nadie te quiere.

—¡Yo me perdono! —chillé.

Los seres oscuros comenzaron a alejarse.

—Asesina.

Me levanté del suelo. Cogí la barra de hierro con fuerza entre mi puño. Miré al frente, me sequé las lágrimas.

—¡Yo me perdono! —exclamé con firmeza.

De pronto escuché un grito desde la caverna.

—¡Aina! —exclamé.

Corrí con todas las energías que me quedaban y atravesé en mi camino a muchas sombras que alargaban sus brazos para detenerme. La fuerza había crecido de nuevo en mí y ya no podían afectarme sus insultos y reproches.

Atravesé el túnel que recorría la poza y pasé detrás de la cascada.

Me frené en seco.

Todavía tiemblo al recordar la escena, era como seguir viviendo dentro de una pesadilla. Pero ahora se escenificaba delante de mis ojos. La sala estaba iluminada con velas negras y rojas sobre candelabros de oro. Allí estaban, doce hombres encapuchados y uno en frente del altar. Igual que había recordado en la regresión. Yo sabía que todos eran hombres, no necesitaba descubrirlos. Lo había vivido.

No se habían percatado de mi presencia en el umbral de la cueva. Estaban ensimismados, como en trance.

El hombre del medio se había colocado delante del altar central. Yo sabía qué venía luego, lo había visto varias veces. Comenzó a destapar la manta que cubría a la niña que tenían atada sobre la piedra. Al sentir la mano del hombre la niña volvió a chillar.

—¡Alto! —grité.

Los encapuchados se giraron.

Uno de ellos se vino a mí y le lancé un golpe con la barra de hierro. El individuo quedó inconsciente en el suelo. Al caer descubrió parte de su rostro.

—¡Doctor Vall! —exclamé.

Dos encapuchados vinieron hacia mí amenazantes.

—¡Dadme a la niña! —grité, mientras blandía la barra de hierro como si fuera una espada.

El encapuchado que estaba en medio del círculo caminó despacio. Los encapuchados que me amenazaban se apartaron cuando éste pasó a su lado.

—¡No te acerques más! —amenacé.

—Sandra, esto que ves no es real. Lo estás inventando todo.

—Sí, y una mierda —dije, entonces me dispuse a golpearlo con la barra cuando sentí un golpe en mi cabeza.

Caí al suelo. Mi vista comenzaba a emborronarse. Un reguero de sangre caía por mi frente. Estaba a punto de perder el conocimiento.

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