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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Intercambio (23 page)

BOOK: Intercambio
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Si yo fúera policía los aorcaría a todos.

Remitido a
El Enterado
por un estudiante de ciencias de la educación

LOS PROFESORES DE RUMMIDGE PROPONEN UN MEDIADOR

La asociación de profesores no numerarios de la Universidad de Rummidge ha propuesto que se nombre un mediador para presidir las negociaciones entre el Consejo de Gobierno de la Universidad y la Ejecutiva del Sindicato de Estudiantes con el propósito de poner fin a la ocupación. Anteriormente, en el día de hoy, los estudiantes habían votado proseguir la ocupación.

Morris J. Zapp, catedrático visitante de la Universidad del Estado de Euforia, Estados Unidos, ha sido sugerido como posible candidato a mediador.

El correo de la Tarde
de Rummidge

CURA DE TERREMOTO

Los terremotos, dijo ayer un orador en la asamblea para tratar de ecología y política que tiene lugar en la Eufórica, son la manera de que se vale la naturaleza para protestar contra tanto cemento como se ha puesto encima de la buena tierra. Plantando cosas, uno libera el suelo y, por consiguiente, impide los terremotos.

La Gaceta de Plotino

EL RECTOR PROPONE ARRENDAR EL JARDIN. EL ALCALDE TIENE DUDAS. SE PROYECTA UNA MARCHA GIGANTE PARA EL DÍA DE LOS CAÍDOS
[23]

El rector Harold Binde dijo ayer en una conferencia de prensa que cree que el envenenado problema del Jardín Popular podría resolverse si la universidad arrendara parte del terreno a la ciudad de Plotino para convertirlo en parque, respetando lo que se ha hecho allí hasta ahora en la medida de lo posible.

Se cree que el pleno del Ayuntamiento de Plotino considerará la proposición en su próxima reunión, pero se sabe que el alcalde Holmes no la ve con simpatía. Tampoco se cree que el gobernador Duck, miembro nato del Consejo de Gobierno de la Universidad, acceda a que se apruebe el arrendamiento, ya que se niega en redondo a hacer ninguna concesión a los jardineros.

Entre tanto, éstos hacen preparativos para una marcha gigante por las calles de Plotino el Día de los Caídos. Los organizadores insisten en que será una protesta pacífica, sin violencia, pero los vecinos de la ciudad han manifestado su temor, ya que se calcula en cincuenta mil el número de personas que se concentrará en Plotino para la ocasión.

«Se ha presentado una petición de permiso para la marcha», ha confirmado hoy un portavoz del Ayuntamiento, «y la están estudiando las autoridades competentes.»

La Crónica de Eseyefe

BLOQUE DE HIELO DAÑA UN TECHO

La noche pasada cayó sobre una casa de la parte sur de Rummidge un bloque de hielo verde de considerables dimensiones, el cual atravesó el techo y causó daños en la habitación superior de la casa. Dicha habitación estaba vacía, por lo que no ha habido que lamentar daños personales. Los científicos a quienes se dio a examinar el hielo creyeron en un principio que se trataba de una pieza de granizo de grandes proporciones, hecho realmente insólito, pero una vez hechos los análisis se comprobó que era orina helada. Se cree que fue lanzada desde un avión que volaba a gran altura, lo cual es ilegal.

El propietario de la casa, doctor Brendan O'Shea, dijo esta mañana: «Estoy trastornado. No sé si mi póliza cubre esa clase de accidentes. Seguro que me saldrán con que se trata de un caso de fuerza mayor.»

El Correo de la Tarde de Rummidge

5. CAMBIOS

—¿No crees que es más bien pequeña?

—A mí me parece estupenda.

—Últimamente pienso que es más bien pequeña.

—Un estudio reciente demostró que el noventa por ciento de los hombres norteamericanos creen que sus penes son de tamaño más pequeño que la media.

—Me parece muy natural que se quiera formar parte de ese diez por ciento que está por encima de la media…

—Ese diez por ciento no está
por encima de la media
tontaina, a ese diez por ciento le importa un pito cómo tiene el ídem. Además, estadísticamente, es imposible que haya un noventa por ciento que esté por debajo de la media en nada.

—Bueno, nunca se me han dado bien las estadísticas.

—Me desilusionas, Philip, de veras. Yo creía que no tenías la manía de la virilidad. Y eso es lo que me gusta de ti.

—¿Que sea chorricorto, quieres decir?

—Que no estés pidiendo continuamente que aplaudan tu potencia sexual. Follar con Morris significaba un polvo de cuatro estrellas cada vez. Si en el momento del orgasmo no gemía, ponía los ojos en blanco y echaba espuma por la boca, me recriminaba lo frígida que era.

—¿Él también forma parte del noventa por ciento?

—¡No, qué va!

—¡Ah!

—De todas maneras, te parece más corto porque lo miras desde arriba. Así lo ves en escorzo.

—¡Pues no se me había ocurrido!

—Anda, mírate al espejo.

—No, te creo.

Pero, a la mañana siguiente, después de secarse al salir de la ducha, Philip se subió a una silla para mirarse al espejo colocado sobre el lavabo. Le pareció cierto que la visión en escorzo hacía que su cipote pareciera más pequeño, pero su pequeñez no podía atribuirse únicamente a ese factor de perspectiva, como hubiera deseado. Los cuarenta años es una edad que, en general, se supone avanzada para empezar a preocuparse por esas cosas, pero hacía poco que había tenido por primera vez oportunidad de hacer comparaciones. Estaba casi seguro de que desde que dejó el instituto no había vuelto a echarle una mirada al órgano de otro hombre hasta que llegó a Euforia. Pero a partir de entonces veía penes por todas partes. Primero fue el de Charles Boon, que no usaba pijama; en el apartamento del paseo de Pitágoras se lo encontraba hasta en la sopa, siempre en pelotas. Después, en las tiendas de discos de la calle del Tranvía empezaron a exponer el álbum de John Lennon/Yoko Ono, con la foto del desnudo de la famosa pareja en la funda. Y luego, el del protagonista de
Curiosidad malsana
, que fueron a ver a un cine de Eseyefe, para lo cual tuvieron que hacer dos horas de cola en medio de lo que Désirée describió como doscientos mirones de mediana edad que esperaban verse decepcionados (y así fue, ciertamente), y el del joven que, en medio del público de un teatro de vanguardia, superó a los actores quitándose la ropa antes que ellos. Estas exhibiciones habían impresionado a Philip y le habían hecho sentir cierto complejo de inferioridad. Désirée lo desaprobaba.

—Ahora puedes imaginarte lo que es tener los pechos pequeños en una cultura de tetas grandes —dijo.

—Yo creo que tu busto es muy bonito.

—¿Qué tal tu mujer?

—¿Hilary?

—¿Está bien provista?

—Tiene buen tipo, sí. Imagínate…

—¿Qué?

—Que no podría ir sin sostenes, como tú.

—¿Por qué?

—Bueno… Porque le colgaría de mala manera.

—¿
Le colgaría
? Querrás decir
le colgarían
, ¿no?

—Muy bien,
le colgarían
de mala manera.

—¿Y quién dijo que no tienen que colgar? ¿Quién dijo que hay que sujetarlos como las terrazas de cultivo a las colinas? Te lo diré: los fabricantes de sostenes.

—Supongo que tienes razón.

—¿Cómo te sentirías si tuvieras que llevar siempre esa especie de braguetas como de metal que aparecen en las pinturas medievales y renacentistas?

—No me gustaría, pero supongo que se venderían como rosquillas si las anunciaran en
Tiempos Eufóricos
.

—A Morris le han gustado siempre las tetas grandes. No sé por qué se casó conmigo. No sé por qué me casé con él. ¿Por qué se casa la gente con quien lo hace? ¿Por qué te casaste con Hilary?

—No lo sé. Entonces me sentía solo.

—Sí… Eso es. Creo que la soledad tiene mucho que ver con eso.

Philip se bajó de la silla y acabó de secarse. Se puso talco y sintió cierto placer narcisista al tocar los nuevos cojines de tejido adiposo que se le habían formado en las caderas y el pecho. Desde que dejó de fumar había aumentado de peso y pensaba que le sentaba bien. Sus costillas estaban cubiertas por una suave funda de carne y sus clavículas ya no destacaban con una tremenda rigidez que daba la impresión de que se había tragado una percha.

Se puso el albornoz de algodón que le había prestado Désirée. Su propio albornoz, que había quedado en el paseo de Pitágoras, había sido tan usado por Charles Boon que Philip no tenía interés en recuperarlo. Si Boon no se paseaba por el apartamento exhibiendo su desnudez, invariablemente se ponía la ropa de Philip. La vida era mucho más agradable en la avenida de Sócrates. ¡Qué providencial había sido, pensó al mirar atrás, el corrimiento de tierra que le había hecho mudarse de aquella casa a ésta! El albornoz era azul marino y verde con ribetes blancos, y resultaba comodísimo. Le daba el aspecto vagamente atlético y dominador de un luchador oriental, e incluso se sentía como si lo fuera. Le frunció el ceño a su imagen reflejada en el espejo, entornó los ojos y dilató las ventanas de la nariz. Últimamente se miraba en todos los espejos que encontraba. Quizá esperaba sorprenderse a sí mismo en alguna actitud o expresión que le resultara reveladora o aclaradora.

Se metió en su dormitorio, levantó las sábanas de su cama e hizo un hueco en el centro de la almohada. Cuando dormía con Désirée, realizaba siempre aquel mínimo gesto para ajustarse a los convencionalismos sociales: se levantaba temprano, entraba en su dormitorio y arrugaba la ropa de la cama. En realidad, no sabía a quién podía engañar al hacerlo. Con toda seguridad, no a los gemelos, porque Désirée, con aquella inexorable actitud de los padres progresistas americanos, creía que había que tratar a los hijos como adultos, y sin duda ya les había explicado la naturaleza exacta de las relaciones que tenía con él. «¡Ojalá me lo explicara a mí», pensaba Philip mientras se miraba en otro espejo, «pues que me ahorquen si lo entiendo!»

Aunque no era madrugador por naturaleza, a Philip no le costaba el menor esfuerzo levantarse temprano en aquellas soleadas mañanas en el 3462 de la avenida de Sócrates. Le gustaba ducharse con chorros de agua caliente finos y agudos como rayos láser, andar por la silenciosa casa enmoquetada con los pies descalzos y tomar posesión de la cocina, que era como la cabina de una nave espacial guiada por ordenador; en ella todo era de un blanco deslumbrante o de reluciente acero inoxidable y contenía infinidad de mandos, diales y pequeños electrodomésticos, así como una inmensa y runruneante nevera. Philip puso la mesa para su desayuno y el de los gemelos, preparó una jarra de zumo de naranja helado, puso lonchas de beicon en la parrilla eléctrica, conectada al mínimo, y echó agua hirviendo sobre una bolsa de té. Se puso un par de chanclas que alguien había dejado abandonadas y salió al jardín a beberse el té recostado contra una pared soleada mientras se impregnaba del inevitable panorama. Era una mañana muy tranquila y clara. Las aguas de la bahía estaban en calma y casi se podían contar los cables del puente de Plata. Por la autopista de la costa, siempre animada, se veía deslizarse los coches y los camiones como si fueran de juguete, pero no llegaban hasta él el ruido ni los humos. Allí el aire era fresco y dulce, perfumado por la vegetación subtropical que crecía lujuriante en los jardines de la rica Plotino.

Un reactor plateado llegó planeando procedente del norte y se situó casi a la altura de su vista; siguió con la mirada su lento progreso a través de la pantalla de cinemascope del firmamento. Era una buena hora para llegar a Euforia. Casi era posible imaginarse lo que debieron sentir los primeros marinos que franquearon, probablemente por casualidad, el pequeño estrecho sobre el cual se tiende ahora el puente de Plata, al encontrar aquella estupenda bahía en el estado en que Dios la dejó en el momento de la creación. ¿Cómo era aquel pasaje de
El gran Gatsby
? «Una verde y lozana premonición del Nuevo Mundo. … durante un instante mágico y fugaz los hombres debieron de contener la respiración en presencia de este continente…» Mientras Philip buscaba la cita en su memoria, la tranquilidad de la mañana fue turbada por un ruido desagradable y ominoso, como si una gigantesca cortadora de césped pasara por encima de su cabeza, al tiempo que por los jardines de las laderas de las colinas se deslizaba la sombra de una telaraña. El primer helicóptero del día sobrevolaba el campus de la Eufórica.

Philip volvió a la casa. Elizabeth y Darcy se habían levantado. Entraron en la cocina en pijama, bostezando, frotándose los ojos y tirándose hacia atrás su largo y tupido cabello. No sólo eran gemelos idénticos, sino que, para hacer las cosas más difíciles, Darcy era el de belleza más femenina de los dos, de modo que Philip recurría a los alambres que llevaba Elizabeth en los dientes para distinguirlos. Formaban una pareja enigmática. Se comunicaban entre sí telepáticamente, por lo que eran muy lacónicos en su uso del lenguaje hablado. Philip encontró que esto era un descanso después de haber tenido que soportar la precocidad en el hablar y la incansable curiosidad de sus hijos, pero también resultaba desconcertante. A menudo se preguntaba qué pensarían de él los gemelos, pero ellos no hacían la menor insinuación.

—¡Buenos días! —dijo Philip, saludándolos alegremente—. Creo que el día va a ser caluroso.

—¡Hola! —murmuraron los gemelos—. ¡Hola, Philip!

Se sentaron y empezaron a tragar grandes cantidades de cereales cubiertos de una capa de azúcar.

—¿Os apetece un poco de beicon?

Negaron con la cabeza, pues tenían las bocas llenas de cereales. Philip sacó de la parrilla eléctrica las lisas y crujientes lonchas de beicon, se hizo un emparedado y se sirvió otra taza de té.

—¿Qué queréis hoy para almorzar? —les preguntó.

Los gemelos se miraron.

—Mantequilla de cacahuete y jalea —dijo Darcy.

—Muy bien. ¿Y tú, Elizabeth?

¡Como si hiciera falta preguntarlo!

—Lo mismo, por favor.

Philip preparó los emparedados con unas rebanadas de insípido pan enriquecido con vitaminas, que les gustaba muchísimo, al parecer, y los metió, con una manzana para cada uno, en sus bolsas del almuerzo. Los gemelos comieron una segunda ración de cereales.
Tiempos Eufóricos
había informado hacía poco de que, en un experimento hecho con ratas, se había demostrado que las alimentadas con el cartón de los paquetes de cereales estaban más sanas que las alimentadas con cereales. Se lo dijo a los chicos, y éstos sonrieron cortésmente.

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