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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Infierno (8 page)

BOOK: Infierno
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—Está en reposo. —Había un tono de desilusión en su voz—. Pero sigue indicando el norte.

«Cuando ese Quinas se marchó, lo hizo en dirección sur desde aquí. Estaba equivocada: no puede ser él»

—Quizá no..., pero forma parte de él,
Grimya.
—Imágenes no deseadas de las piras y de sus forcejeantes víctimas aparecieron en la mente de Índigo, que se concentró desesperadamente en sus manos en un esfuerzo por borrar aquel recuerdo—. El corazón de Charchad —sea lo que sea— está en el norte. Y Quinas posee una llave de acceso a él, aunque puede que no sea la única llave. —Se estremeció—. Me vengaré de ese hombre. No sólo por mí, sino por los que han muerto esta noche.

Grimya
iba a contestarle, pero se detuvo de improviso, miró en dirección a la puerta y lanzó un sordo gruñido.

«Alguien viene.»

Se escucharon unos pesados pasos en el rellano. Índigo se puso en tensión, pero inmediatamente dio un respingo cuando, sin el menor preámbulo, la puerta se abrió y el propietario de la Casa del Cobre y el Hierro penetró en la habitación.

Las mejillas de la joven se encendieron de rabia.

—¡Cómo os atrevéis a entrar aquí sin tan siquiera llamar a la puerta! ¿Qué os habéis creído?

—Ahorraos vuestra refinada indignación,
saia.
—El propietario había dejado de lado su obsequiosidad, y pronunció el calificativo de cortesía con una marcada ironía—. No me gusta malgastar palabras. Ya no sois bien recibida bajo mi techo, y os agradecería que os marchaseis tan pronto como sea de día.

—¿Qué? . .

—Me habéis oído perfectamente. Esta es una ciudad pacífica, y no nos gusta que vengan forasteros a causar problemas.

—¿Problemas? —repitió Índigo, incrédula—. ¿Habéis presenciado un asesinato en esa plaza de ahí fuera y ahora tenéis la osadía de acusarme a

de causar problemas? —Se puso en pie, todo su cuerpo temblando de rabia y frustración—. ¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Tanto miedo le tenéis a ese desecho humano, que se llama a sí mismo capataz de mina, que...?

—¡No toleraré que se mancille el nombre de nuestro buen hermano Quinas! —El propietario levantó la voz para ahogar sus palabras, y la joven vio gotas de sudor en su frente—. No sois bienvenida aquí, ¿comprendéis? ¡Tomad vuestros sucios modales extranjeros y a vuestro sucio animal extranjero y salid de mi casa al amanecer! —Su voz se apagó; aspiró profundamente varias veces, con el pecho jadeante. Se negaba, observó Índigo con tristeza, a mirarla directamente a los ojos—. Marchaos, mujer. ¡O tendréis más motivos para arrepentiros de los que se os han dado esta noche!

Índigo, furiosa, estuvo a punto de replicarle, pero se contuvo. De nada servía discutir con aquel hombre; no obtendría nada con ello. Tanto si le movía el miedo o una genuina lealtad a Charchad, el resultado era el mismo; la suya era sólo una voz entre muchas. Ella no podía enfrentarse a toda una ciudad.

Se volvió de espaldas y le respondió con frío desdén:

—Muy bien. —Su bolsa de dinero tintineó, y arrojó dos monedas de oro al suelo—. Eso, creo, cubrirá mi deuda por vuestra hospitalidad.

—No quiero vuestro dinero.

—Entonces podéis dejar que se pudra ahí, ya que no quiero tener que agradecerle nada a un completo cobarde.

Se produjo un penetrante silencio. Luego el propietario dijo:

—Vuestro poni estará ensillado y dispuesto al amanecer —y el desigual suelo tembló cuando cerró la puerta de golpe al salir.

4

A
media mañana. Índigo y
Grimya
estaban ya lo bastante lejos de Vesinum como para que el hedor físico, si no el psíquico, del festival de Charchad hubiera desaparecido de su olfato. Se habían puesto en marcha bajo un pálido amanecer que aún no había desterrado por completo del cielo el resplandor nocturno, y habían salido de la ciudad por la carretera que iba hacia el norte.

Pocos ojos las habían visto marchar. Índigo se dio cuenta de que el propietario de la posada la contemplaba desde una de las ventanas superiores de la Casa del Cobre y el Hierro mientras montaba en el poni, pero no había nadie por las calles, y el ruido de los cascos de la montura al echar a andar había sido el único sonido que rompiera el silencio de la mañana. También la plaza estaba desierta; la muchacha había vuelto el rostro para no ver el horroroso y carbonizado legado del festival y había seguido su camino sin volver la cabeza. Ahora, mientras el sol ascendía por el firmamento y el calor aumentaba hasta alcanzar la intensidad de un horno, apresuraba al poni tanto como le permitía el sentido común, ansiosa por interponer la mayor distancia posible entre ella y los desagradables recuerdos que evocaba la ciudad.

Ella y
Grimya
habían hablado poco sobre su experiencia. Las palabras parecían inadecuadas; aunque Índigo no sabía nada de las víctimas que habían muerto en las piras de Charchad, lloraba, no obstante, su pérdida. Y su rabia, que parecía a punto de estallar, seguía sin mostrar la menor señal de calmarse. Su mente estaba más tranquila ahora, pero se conocía lo suficientemente bien como para saber que se necesitaría muy poco para provocar en ella un ataque de furia contra Charchad y todo lo que representaba.

Era consciente, sin embargo, de que de momento no tenía aún una idea clara de lo que significaba Charchad. Todo lo que sabía era lo poco que había visto en Vesinum; y, aunque lo acaecido la había alterado y enfermado, no había revelado nada sobre los orígenes del culto, ni sobre su objetivo final. Pero cualquiera que fuese la naturaleza de Charchad, había visto mas que suficiente para convencerla, sin el menor lugar a dudas, de que el culto tenía un vínculo directo e inextricable con el demonio que buscaba.

Un enorme carromato cargado de leña y tirado por dos esforzados bueyes vino hacia ella rodando con gran estrépito, y echó a su poni a un lado de la polvorienta carretera para cederle el paso al convoy. El conductor le dio las gracias con voz ronca y uno de los dos jinetes de la escolta la saludó y le dirigió una sonrisa. Mientras aguardaba a que la nube de polvo levantada a su paso se disipase. Índigo dedicó algunos instantes a examinar el camino que tenía delante.

Estaba todavía en la principal ruta comercial que corría paralela al río, pero por sus mapas sabía que tres o cuatro kilómetros más adelante, la carretera se encontraba con la barrera de las montañas volcánicas y que allí giraba bruscamente hacia el este. Las cumbres color marrón rojizo dominaban el horizonte ahora, marchitas y quemadas por el sol e indefiniblemente amenazadoras; y el cielo, más allá de las primeras elevaciones, aparecía teñido con la sulfurosa contaminación amarillenta de las excavaciones y de las operaciones de fundido que tenían lugar en el centro de la cordillera.
Grimya
se había quejado ya de los olores malsanos que asaltaban su olfato; incluso Índigo, cuyos sentidos eran menos agudos por su condición de ser humano, había percibido aquella atmósfera corrupta.

Sacó la piedra-imán y volvió a mirarla. El diminuto punto de luz dorada que había en su interior seguía indicando sin la menor vacilación hacia el norte. La muchacha agarró las riendas para seguir su camino.
Grimya,
que se había dejado caer sobre una diminuta parcela de hierba seca y marchita, se incorporó de mala gana, con la lengua colgando, y dijo vacilante:

«Me gustaría descansar pronto...»

—No falta mucho para las montañas. —Índigo bajó los ojos hacia su amiga y sonrió—. Encontraremos una sombra enseguida.

Durante el siguiente kilómetro, la circulación en la carretera aumentó hasta convertirse en una corriente continua que pasaba junto a ellas proveniente del norte. Caravanas de comerciantes, carretas de suministros, pequeños grupos de jinetes, incluso algunos caminantes cubiertos de polvo. Nadie dedicó más que una mirada indiferente a Índigo y
Grimya, y
por fin llegaron a las primeras estribaciones y al cruce donde la carretera giraba para atravesar el río y transportar su tráfico hacia el este. Un feo y enorme puente de hierro atravesaba la corriente, flanqueado por unos toscos cobertizos, y en ambas orillas un cierto número de caldereros oportunistas y de pequeños comerciantes habían instalado puestos y proclamaban a grandes voces sus mercancías a los viajeros.

Índigo detuvo su montura y contempló la escena. Se dirigía hacia el norte, no al este; sin embargo, parecía que no podía hacer otra cosa que no fuera seguir la carretera, ya que el único camino hacia el norte era un ancho sendero lleno de baches, que seguía el río hasta donde éste se desvanecía entre las montañas. Y el sendero estaba cortado al paso por altas y bien guardadas verjas.

Se dirigió a
Grimya
en voz baja:

—Esa debe de ser la entrada a las minas. Sin la documentación adecuada, esos guardas no nos dejarán pasar. Tengo la impresión de que no les gustan los visitantes ocasionales.

El hocico de
Grimya
se arrugó y ésta olfateó la cargada atmósfera.

«No puedo creer que nadie quiera ir ahí si no es por un buen motivo.»

—Ni yo. Pero no podemos discutir lo que nos dice la piedra-imán.

Escudriñó la ladera que tenía ante ella, pero no vio nada que la animara. Las montañas parecían infranqueables; a cada lado del sendero de las minas la roca volcánica se alzaba en pliegues casi verticales allí donde, mucho tiempo atrás, había aparecido una falla en el terreno. Nadie en su sano juicio se atrevería a escalar tal pared, y mucho menos esperaría conseguirlo. Y no obstante, si continuaba por la ruta comercial sería improbable encontrar un camino hacia el interior de la cordillera más adelante, ya que pasado el río la carretera torcía y se alejaba cada vez más de las montañas, separada de ellas por una llanura de lava llena de hoyos que ningún caballo podía atravesar.

Dos jinetes muy bien vestidos pasaron ruidosamente por su lado, obligando a sus caballos a ir más deprisa de lo que cualquier hombre, con un ápice de bondad, hubiera pretendido con aquel calor, y abandonaron la carretera para ir en dirección a las puertas de la mina. Un guarda les salió al paso, e Índigo vio que uno de los jinetes agitaba una pequeña ficha metálica bajo las narices del hombre antes de que se abrieran las rejas y la pareja espoleara sus caballos para franquearlas. La muchacha se pasó la lengua por los labios, que estaban resecos y doloridos a causa del sol, y comprendió que no podía quedarse allí indecisa mucho más tiempo. Sólo era mediodía; necesitaban algún tipo de cobijo y una oportunidad para descansar hasta que el día refrescara. Apartó la mirada del sendero de la mina, y examinó el terreno otra vez. Entonces vio algo que, deslumbrada por el sol, no había advertido antes: otro sendero, tan viejo y abandonado que apenas si era visible, que se separaba de la carretera principal y se alejaba serpenteando en dirección oeste. A primera vista parecía terminar allí donde se encontraba con la pared volcánica; pero, mirándolo con más atención, a Índigo le pareció descubrir una fisura en los macizos pliegues de la roca, en el interior de la cual se perdía el sendero.

¿Un antiguo camino de los mineros, que había caído en desuso? Era posible: y era su única oportunidad.

Bajó la mirada hacia
Grimya y
le proyectó un pensamiento.

«Grimya,
¿ves ese sendero que va hacia el oeste?»

La loba miró hacia donde le indicaba.

«Lo veo.»
Percibió la ansiedad de Índigo y prosiguió:
«¿Crees que puede llevarnos adonde queremos ir?»

«No lo sé. Pero tengo un presentimiento, una intuición...»

Inconscientemente jugueteó con la piedra-imán.
Grimya
abrió sus fauces en una sonrisa lobuna y lamió el aire.

«¡Por lo menos puede ofrecernos algo de sombra!»

La joven se echó a reír.

—¡Grimya,
eres muy perseverante! —dijo en voz alta—. Vamos, pues. ¡Investiguemos antes de que nos asemos bajo este sol!

Se preguntó, con cierta inquietud, si los guardas de la mina no les darían el alto o les impedirían seguir adelante antes de que pudieran llegar al sendero, pero al parecer el interés de los centinelas se extendía tan sólo a cualquiera que pusiera los pies en la carretera de la mina. Y el calor también les afectaba; de los cuatro hombres que había de guardia, sólo uno se atrevía a estar a pleno sol, mientras que sus compañeros se refugiaban en una desvencijada cabaña situada junto a una de las verjas. Cuando Índigo y
Grimya
pasaron junto a la entrada no les dirigió ni una mirada.

Se internaron en el sendero abandonado y, a medida que la pared de la montaña se alzaba junto a ellas. Índigo tuvo la impresión de que se había introducido en un horno. El sol golpeaba contra la superficie rocosa y se reflejaba en sofocantes oleadas, calcinando cualquier rastro de humedad en el aire y convirtiendo el mero acto de respirar en un tormento. El poni tenía la cabeza gacha y se negaba a avanzar si no era arrastrando las patas pesadamente;
Grimya
jadeaba junto a sus cascos, intentando mantenerse bajo su sombra, e Índigo rezaba en silencio pidiendo no haberse equivocado con respecto al sendero. No soportaría aquello más que unos minutos.

De repente la loba se detuvo y lanzó un aullido. Índigo se volvió y la vio mirar atrás, las orejas bien erguidas.


¿Grimya?
¿Qué pasa?

«Algo detrás de nosotros, un alboroto.»

¿Habían sido alertados los guardas y venían tras ellas? Índigo se llevó la mano al cuchillo e hizo una mueca de dolor cuando tocó el metal de la empuñadura, que estaba tan caliente como para producir una quemadura. Pero
Grimya
desandaba ya el camino corriendo y, al cabo de unos momentos, le gritó en voz alta:

—¡Ín... digo! ¡Le están ha... haciendo daño!

Ella arrugó la frente, sin entender. Entonces el animal volvió a llamarla, más apremiante, y, comprendiendo que algo sucedía. Índigo desmontó y fue corriendo tras él.

Desde la posición en la que se encontraba
Grimya,
la entrada de la mina era apenas visible. Junto a las rejas tenía lugar una disputa. Una mujer, que gritaba y suplicaba, luchaba por desasirse de las manos de dos guardas, mientras que un tercero la golpeaba furiosamente con una barra metálica. Escandalizada. Índigo la reconoció como la misma mujer que había pretendido defender la noche anterior; la que había intentado pedir algo a Quinas.

La agredida se liberó con un tirón que casi le dislocó el hombro; pero fue sólo un instante, ya que uno de los centinelas la agarró de la ropa —Índigo oyó cómo la gastada tela se rasgaba— y su compañero la golpeó con la pesada barra en el hombro, con terrible fuerza. La mujer vaciló, dio un traspié, y cayó; los guardas la tomaron por debajo de los brazos y la arrastraron lejos de las puertas, antes de arrojarla sobre el polvo a un lado del camino.

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