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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

Infierno (21 page)

BOOK: Infierno
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Él negó con la cabeza.

—No,
saia,
no. Soy yo quien debiera disculparse. No lo pensé, no lo consideré: por un breve instante casi creí que vos...

—Sí. Yo sentí lo mismo. —Jasker creyó que iba a volver a llorar, pero recuperó el control—. Nos hemos comportado de una forma muy estúpida, ¿no es así? —Parpadeó rápidamente—. Sois un buen hombre, Jasker, y nuestra causa nos ha proporcionado mucho en común. Amistad, simpatía, empatía incluso. Pero...

Él sonrió con tristeza y terminó la frase por ella.

—Pero yo no soy Fenran.

—No. Y yo no soy vuestra esposa muerta. Sería muy fácil fingirlo, pero la simulación no estaría bien.

—Sería peor que eso. —Jasker se inclinó y le tomó las manos. No hubo tensión en el gesto, sólo una amabilidad casi fraternal—. Sería una parodia.

Índigo asintió. Ya no le quedaban lágrimas, y mientras se secaban sintió cómo el arrebato de emoción se marchitaba con ellas, dejando un oscuro y tranquilo vacío. En las profundidades de aquel vacío hervía alguna cosa, pero era algo demasiado remoto para tener significado y ella estaba demasiado agotada para seguirle la pista.

Jasker le soltó las manos y se quedó mirando al suelo. Sus ojos permanecieron ocultos y sus pensamientos, secretos, y el silencio se adueñó de la cueva durante un minuto o dos. Luego, el hechicero se irguió por fin.

—Os dejaré para que descanséis —dijo—. Creo que quizá los dos necesitamos estar solos por un rato. —Bajó la mirada hacia ella, el rostro macilento y demacrado—. Y lo siento. Índigo. De veras que lo siento.

Ella no levantó los ojos cuando él salió muy despacio de la cueva. Aunque se sentía totalmente exhausta, el sueño estaba fuera de su alcance. Se sentó con las piernas cruzadas delante de la única vela que aún ardía en la caverna, con los ojos fijos en la vacilante llama y respirando tan despacio y superficialmente que un observador no hubiera estado muy seguro de si estaba viva o muerta. Detrás de ella, Quinas seguía echado sin moverse, las destrozadas manos atadas a la espalda y el cuerpo colocado de tal forma que su rostro estaba enfocado de cara a la pared. No lo miró ni una sola vez, pero era fría y cruelmente consciente de su presencia.

Podrían haber transcurrido minutos u horas; Índigo no lo sabía, ni le importaba. En su santuario privado, en lo más profundo del volcán, Jasker estaría meditando o rezando, intentando reparar la falta que atribuía a su estupidez
y
el sacrilegio que había cometido al pronunciar el nombre de su esposa muerta. Sin embargo, para Índigo, la chispa que se había encendido por tan breves instantes entre ellos no había sido un disparate, sino más bien un desesperado intento de dos personas solitarias y desgraciadas de buscar consuelo en medio del vacío. No amaba a Jasker, como tampoco él la amaba. Pero por un amargo y, a la vez, dulce momento, habían superpuesto las imágenes de sus amores perdidos, y la ilusión casi los había convencido.

Pero casi era justamente eso:
casi.
Las ilusiones no duraban, y Jasker ni podía ni pretendía ocupar el lugar de Fenran. Sus manos eran las únicas que ella quería sentir sobre su piel, sus labios los únicos que deseaba rozar con los suyos. Habían transcurrido cinco años desde que lo perdiera... ¿Cuántos más pasarían antes de que pudiera verlo de nuevo?

En el suelo, delante de ella, el broche de estaño de Chrysiva relucía con una pátina brillante a la luz de la vela. Lo había dejado allí al recogerlo del lugar donde había caído; por fin, muy despacio, como si se tratara de un sueño, extendió la mano y lo levantó, sopesándolo distraídamente. Chrysiva. Fenran. La esposa de Jasker. Todos ellos vivían en aquel menudo y tosco símbolo del amor de un minero; era la materialización de lo que el poder que ella odiaba con tanta fuerza le hacía a su mundo.

Odio. El tranquilo vacío que el arrebato emocional había dejado tras de sí se llenó de improviso con algo perverso, ardiente y mortífero. Aunque no mostró ningún signo externo de ello. Índigo sintió que un horno se había abierto en lo más profundo de su ser y que sus abrasadoras llamas la devoraban desde dentro. Pero conocía la sensación y le dio la bienvenida, ya que era la furia que la había sostenido desde aquella noche en Vesinum, la cólera que la había conducido a las montañas y a Jasker, el aborrecimiento que la había llevado a contemplar impasible cómo Quinas aullaba bajo la agonía de la tortura. Odio. Era un vino fuerte, muy fuerte. Y aún no había terminado de beber.

Se puso en pie, y mientras se enderezaba le pareció por un instante como si la cueva se llenara de una neblina roja que casi la cegó. Se disipó rápidamente —no era más, comprendió, que un pequeño mareo producido por el cansancio y la falta de comida—, pero pareció cristalizar la furia de su interior en un rayo estrecho, maligno y perfectamente claro que repentinamente encontró su foco en una única dirección.

Índigo se dio la vuelta y vio que Quinas había rodado sobre sí mismo y la miraba con el único ojo que le quedaba.

El odio se encrespó. Sonrió y alzó las manos, los puños apretados como si tensara una cuerda invisible.

—Bien. —Si hubiera podido escuchar objetivamente su propia voz no la hubiera reconocido—. El durmiente regresa al mundo. ¿Con qué soñasteis, Quinas? ¿Con mujeres atormentadas? ¿Con enfermedades? ¿Con esclavitudes? —Sus labios se torcieron inefablemente en una cruel sonrisa—. ¿O con el beso del fuego?

No le respondió —ella dudó de que fuese capaz de hablar—, pero despacio, muy despacio, la roja lente descendió sobre su ojo, y un músculo de su hundido rostro se crispó espasmódicamente.

La sonrisa de Índigo se ensanchó.

—¿Os duele algo? Si; creo que sí. Bien, pronto habrá terminado, Quinas. No demasiado pronto para vos, diría yo, pero pronto. —Se agachó, inclinándose sobre el prisionero. Sus espantosos y desfigurados miembros no la repelieron; había dejado muy atrás tales reacciones humanas—. El dolor terminara, Quinas, cuando hayáis realizado un pequeño trabajo para mí. Hacedlo y os permitiré morir. No lo hagáis, y pasaré muchos, muchos meses disfrutando del espectáculo de vuestros nuevos tormentos. Me comprendéis, ¿verdad?

El ojo cubierto por la lente roja continuó contemplándola sin verla, pero esta vez la abrasada boca del capataz se contrajo y un murmullo apagado y reseco surgió de su garganta.

—Lo... lo... lo... ca...

Índigo se echó a reír, rompiendo el silencio con su voz.

—¿Loca? No, Quinas. No estoy loca. Estoy furiosa. ¡Y mi furia aún no se ha visto satisfecha, ni lo estará hasta que ese ser maligno al que servís no se debata gimoteante a mis pies hasta quedar convertido en cieno primigenio!

Se incorporó con un brusco movimiento, y se volvió para dirigirse hacia donde sus posesiones permanecían cuidadosamente amontonadas junto a la pared, a poca distancia de allí. Tomó la ballesta, la armó con una saeta y se dio la vuelta hacia Quinas. Sus manos acariciaron el arma, moviéndose despacio pero con mortífera determinación, y dijo:

—Nos habéis hablado de vuestro amo Aszareel, y nos habéis dicho dónde se lo puede encontrar. Pero no es suficiente, Quinas. Quiero más de vos. —Lo apuntó de repente con la ballesta—. ¡En pie!

Quinas vaciló, luego hizo un gesto de negación con la cabeza, apenas perceptible. Intentó hacerle una mueca burlona, pero resultó un esfuerzo patético y espantoso en su rostro deforme.

—Y si... no quiero —susurró—. ¿Qué ha... haréis entonces,
saia?

Índigo lanzó una carcajada con cierta suavidad.

—Mirad de nuevo, amigo mío. Comprobad adonde apunta la flecha.

La mirada del hombre se dirigió hacia la ballesta, y resiguió la imaginaria línea que iba de ella hasta su cuerpo. La saeta iba dirigida directamente a su ingle.

—No, no os matará —le confirmó la joven en voz baja—. Pero os provocará mucho dolor. Más dolor aún, Quinas. ¿Me explico?

No pudo adivinar qué pensamientos cruzaban por la mente del capataz mientras contemplaba el arco que ella sostenía con firmeza. Pero por fin, aunque despacio y con patente mala gana, que era el único resto de dignidad que le quedaba, Quinas empezó a incorporarse con dificultad.

—¡Ín-di-go!

La aludida se giró en redondo, alzando la ballesta en un rápido movimiento reflejo para apuntar a la inesperada pero, sin embargo, familiar voz que acababa de sonar a sus espaldas. Quinas se dejó caer torpemente en el suelo, y la muchacha se encontró en el punto de mira de su arco la figura de
Grimya,
inmóvil en la boca del túnel.

Los ojos de la loba brillaron con expresión triste en la penumbra.

«¿Me matarás también a mí?»,
preguntó en silencio el animal.

—Me has sobresaltado... —A la defensiva. Índigo convirtió sus palabras en una acusación, y bajó el arma—. Pensé...

Grimya
volvió los ojos hacia Quinas.

«¿Pensaste que yo era otro enemigo?»

El capataz la contemplaba con atención; su curiosidad derrotaba el dolor y la confusión. Al instante. Índigo cambió a la conversación telepática.

«¡No deberías acercarte a mí sin hacer ruido!»

«Intenté hablar contigo, tal y como estamos hablando ahora. Pero tu mente estaba cerrada a la mía. » Grimya
penetró un poco más en el interior de la cueva, luego vaciló.
«Está prácticamente cerrada, ahora. Intercambiamos palabras, pero no puedo ver tus pensamientos. Índigo, ¿qué haces? ¿Dónde está Jasker? ¿Y
por qué ibas a matar a este hombre cuando dijiste que no lo harías?»

«No iba a matarlo. ¡Maldita sea,
Grimya,
no lo comprenderías!»

La loba soltó un ahogado gañido, y bajó la cabeza.

«Podría; pero tú no me dejas intentarlo. »

La cólera se apoderó de Índigo, y con un violento gesto arrojó a un lado la ballesta. Ésta se estrelló contra la pared e hizo que
Grimya
se encogiera asustada; la muchacha atravesó la cueva a grandes zancadas antes de volverse y mirar a la loba de nuevo.

—Muy bien —dijo en voz alta—. ¡Muy bien, si es que quieres saberlo todo! —Ya no le importaba que Quinas la oyera; ya no le importaba nada, excepto sus propias intenciones, aquello que pensaba hacer y que el animal había interrumpido—. Ven aquí,
Grimya.
Ven aquí y mira.

«Índigo, por favor..., haces que tenga miedo de lo que hay en tu cabeza... »

El rostro de la joven se deformó hasta convertirse en una perversa máscara, y repitió con ferocidad:

—¡He dicho que
vengas a ver esto!

Grimya
se acercó despacio y de mala gana. Al acercarse vio que su amiga sostenía algo en la mano que le tendía. La loba ya lo había visto antes. Un adorno, como los que a los humanos les gusta lucir, hecho de un metal de color plateado. Había pertenecido a la pobre mujer enferma, y ella se lo había dado a Índigo como regalo, justo antes de... Pero no quería recordar aquello, ya que la muerte de la mujer había señalado el inicio de aquel comportamiento extraño en su amiga. Y aunque no podía entender el motivo, presentía que el pequeño adorno era en cierta forma responsable.

—¿Y bien? —La voz de Índigo poseía un desagradable tono interrogante—. ¿Sabes lo que es esto?

Grimya
parpadeó, sintiéndose muy desgraciada.

«Sé de dónde vino, pero no sé cómo se le llama. Índigo... »

Se vio interrumpida.

—Es un broche. El broche de Chrysiva. ¡Algo que se le dio en señal de amor, y que se le quitó, de la misma forma en que se le quitó la vida, mediante la enfermedad, el odio y la corrupción! ¿Eres capaz de comprender lo que eso significa?

«Pero si no es más que una pieza de metal»,
razonó
Grimya.

—¡No! Es mucho más que eso; es un
símbolo,
un... —se quedó sin palabras y sacudió la cabeza con violencia—. ¿Cómo puedes tú comprender estas cosas? ¿Cómo podrías tú comprender lo que significa este broche? Era de ella: de Chrysiva. Y ahora Chrysiva está muerta, asesinada por el Charchad. ¡Y el Charchad es el demonio, y ese demonio habita en este repugnante y hediondo valle, y propaga su basura y su corrupción por todo el mundo! —Aspiró con fuerza, jadeante, y su cuerpo empezó a temblar con una cólera apenas controlada—. Quiero que ese demonio y todo lo que significa muera —siseó llena de veneno—. Cueste lo que cueste, por peligroso que sea; no me importa. —Sus ojos se clavaron en los de
Grimya, y
la loba se echó hacia atrás atemorizada por la furia demente que ardía, tan nacarada, anormal y devastadora como la luz del mismo valle de Charchad, en su salvaje mirada—. ¡Vengaré a Chrysiva!

La luz de la vela se reflejó en el pequeño broche cuando Índigo echó la mano hacia atrás en un gesto brusco, y durante un instante el estaño centelleó con el mismo brillo que...

Con el mismo brillo que la plata.

En ese momento,
Grimya
comprendió lo que le había sucedido a su amiga.

Némesis.
En el cerebro de la loba aparecieron imágenes de la diabólica criatura con sus inhumanos ojos sonrientes. El álter ego de Índigo, quintaesencia del mal que había liberado de la Torre de los Pesares. Una influencia que aspiraba a destruirla, y de la que la muchacha no podía liberarse hasta que hubiera muerto el último de los siete demonios. Y aunque Némesis podía tomar la forma que quisiera, una constante la traicionaría siempre ante los ojos vigilantes.

Esa constante era el color plateado.

Horrorizada,
Grimya
clavó los ojos en el broche de Chrysiva. Debiera haberse dado cuenta, cuando Índigo empezó a concentrar su atención en el regalo que la mujer le había hecho en sus últimos momentos de vida, de que la influencia bajo la que se encontraba su amiga no era normal. Pero el hecho de que el metal fuera bajo y su brillo apagado la había engañado, y ni ella ni Índigo habían considerado ni por un momento que otros peligros aparte del Charchad pudieran aguardarles. Ahora, no obstante, la loba estaba segura de ello.
Plata.
Un momentáneo destello bajo la tenue luz de la vela. Némesis había regresado para desafiarlas.

Alzó la cabeza para mirar a Índigo a los ojos, y vio que era demasiado tarde para intentar razonar. Sin saberlo, la muchacha estaba en poder de Némesis. Y el dominio que sobre ella ejercía aquel demonio era demasiado fuerte para que
Grimya
pudiera romperlo.

La loba sintió un espasmódico estremecimiento en la garganta, un reflejo que la hizo desear alzar el hocico y aullar su pena al cielo. Se sentía sola, abandonada, perdida; pero una nueva sabiduría se abría paso a través de su instinto animal y le decía que, ahora, quizá como nunca antes, debía actuar por cuenta propia. Índigo no la escucharía; su mente estaba encerrada en otro plano, envuelta en la siniestra ira que la impulsaba. Pero existía alguien más.
Grimya
recelaba de él, ya que sabía que estaba loco y era reacia a confiar en él por completo. Ahora, no obstante, parecía que era su única esperanza.

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