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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (4 page)

BOOK: Historias desaforadas
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Con visible nerviosidad, Massey consultó el reloj y anunció:

—Está por empezar. —Mentalmente pedí que no insistiera con la historia de que si llegábamos tarde no entraríamos. Lo que dijo me enojó más.

—Esperame en el palco.

«Qué se cree, sacarme de en medio, porque vino Daniela», pensé, indignado. Después de un instante recapacité: cada cual veía las cosas a su modo y a lo mejor Massey se consideraba con todos los derechos; porque se casó con ella cuando la dejé partir. Dije:

—Yo le llevo los chocolates.

Me los dio, vacilando, como si mi pedido lo desconcertara. Cuando llegué a su mesa, Daniela me miró en los ojos y murmuró:

—Mañana, a esta hora, aquí mismo.

Dijo también otra palabra: un sobrenombre, que sólo ella conocía. En un halo de felicidad salí del bar. Como si un velo se descorriera, me pregunté por qué tardé tanto en comprender que en el palco Daniela se había mostrado distante por disimulo. De pronto descubrí que no le había dado los chocolates y ya me volvía cuando reflexioné que al reaparecer con ellos quizás agregara un toque ridículo a un momento maravilloso. De algo estoy seguro: no me demoré en la plaza, porque hacía frío, y en La Fenice me encaminé directamente a nuestro palco. Por eso me asombró ver allí a Daniela, sentada como la dejé un rato antes, acodada en el terciopelo rojo de la baranda. Se diría que en todo ese tiempo no había cambiado de posición. Atiné a alcanzarle los chocolates, pero en verdad me hallaba muy aturdido. Una sospecha, una estúpida corazonada (recordaba que Massey a la mañana no había dicho «Daniela», sino mi «mujer») de pronto me impulsó a pedirle que se quitara el antifaz. Para serenarme fijé la atención en las evoluciones de sus manos, que primero corrieron hacia atrás la capucha del dominó y en seguida acomodaron el pelo ligeramente desordenado. Cómo extrañé otros tiempos. No era necesario, pensé, que se quitara el antifaz, porque sólo ella tenía esa gracia; me disponía a disuadirla, pero ya Daniela estaba con la cara descubierta. Aunque siempre la había recordado como incomparable, como única, la perfección de su belleza me deslumbró. Murmuré su nombre.

Me arrepentí muy pronto. Había pasado algo extraño: esa palabra tan querida, ahí, en ese momento, me entristeció. El mundo se me volvió incomprensible. En medio de la confusión tuve una segunda corazonada, que me provocó un vivo desagrado: «¿Gemelas?». Entonces, como si vislumbrara una sospecha y quisiera aclararla cuanto antes, me incorporé cautelosamente, para no ser oído, me deslicé al pasillo, pero al trasponer la puerta me pregunté si no me equivocaba, si no me portaba mal con Daniela. Me volví y susurré:

—Ya vuelvo.

Corrí por la galería en herradura, que rodea los palcos. En el preciso instante en que me precipitaba escalones abajo, vi a Massey, subiendo lentamente y me oculté detrás de un grupo de máscaras. Si me preguntaban «¿Qué hace ahí?» no hubiera encontrado una contestación aceptable. Quizá no advirtieron mi presencia. Antes que Massey llegara a la entrada del palco, me abrí paso entre las máscaras y bajé corriendo. Como quien se tira al agua helada, salí a la placita. En cuanto llegué al bar noté que había menos gente y que la silla de Daniela estaba vacía. Hablé con una muchacha disfrazada de dominó.

—Acaba de irse, con Massey —me dijo, y debió notar mi confusión, porque agregó solícitamente:

—Muy lejos no estará… A lo mejor la alcanza por la calle Delle Veste.

Emprendí la busca firmemente resuelto a sobreponerme a todas las dificultades y a encontrarla. Porque estaba sano podía volcar mi voluntad en ese único propósito. Probablemente me daba fuerzas el ansia impostergable de recuperar a Daniela, a la verdadera Daniela, y también un impulso de probar que la quería y que si alguna vez la había dejado no fue por desamor. De probarlo ante Daniela y ante el mundo. Por la segunda calle doblé a la derecha; me pareció que por ahí doblaban todos. Sentí un dolor, un golpe, que me cortaba la respiración: era el frío. He descubierto que si me acuerdo de la enfermedad me enfermo y, para pensar en otra cosa, me dije que nosotros no éramos tan valientes como los venecianos; en una noche así, los porteños no andamos por las calles. Trataba de conciliar la necesidad de apurar el paso, con la de mirar detenidamente, en la medida de lo posible, a las mujeres de negro y, desde luego, a las vestidas de dominó. Frente a una iglesia, estuve seguro de reconocerla. Al acercarme descubrí que era otra. El desengaño me produjo malestar físico. «No debo perder la cabeza», me dije. Seguramente para no acobardarme pensé que era gracioso cómo, sin querer, expresaba literalmente lo que sentía: en efecto, mantuve el equilibrio con dificultad.

No quería llamar la atención ni apoyarme en el brazo de nadie, por temor de tropezar con algún comedido que me demorara. Cuando pude retomé el camino. Procuraba adelantarme a la interminable corriente de los que iban en igual rumbo y de esquivar a los que venían en el sentido contrario. Me afanaba por buscar la mirada y observar las facciones visibles de toda mujer disfrazada de dominó. Aunque me desvivía, eran tantas que más de una se me habrá pasado por alto. La imposibilidad de mirarlas a todas significaba un riesgo al que no me resignaba. Me abrí paso entre la gente. Un arlequín se hizo a un lado, se echó a reír y me gritó algo, parodiando tal vez a los gondoleros. La verdad es que yo me veía a mí mismo como un barco que se abría camino con la proa. En esa imagen de sueño mi cabeza y la proa se confundían. Llevé una mano a la frente: quemaba. Empecé a explicarme que por extraño que pareciera los golpes de las olas originaban el calor y perdí el conocimiento.

Vinieron luego días confusos, de soñar cuando dormía y cuando despertaba. A cada rato me creía realmente despierto y confiaba en que se disiparían del todo esos sueños, tan molestos por lo persistentes. Muy pronto llegaba el desengaño, tal vez porque hechos reales, difíciles de admitir y que me preocupaban, provocaron (con la fiebre, que también era real) nuevos delirios.

Para que todo fuera angustiosamente incierto, no reconocí el cuarto en que me encontraba. Una mujer, que me atendía con maternal eficacia y a la que yo no había visto nunca, me dijo que estábamos en el hotel La Fenice. La mujer se llamaba Eufemia; yo le decía Santa Eufemia.

Creo que en dos ocasiones me visitó un doctor Kurtz. En la primera me explicó que vivía «aquí nomás, en el corazón de Venecia», en no sé qué número de la calle Fiubera y que si lo necesitaba lo llamara a cualquier hora de la noche. En la segunda me dio de alta. Cuando salió reparé en que no le había pedido la cuenta, lo que me trajo una nueva inquietud, porque temía no recordar bien su dirección, olvidarme de pagar o no encontrarlo, como si fuera un personaje de un sueño. En realidad era el típico médico de familia, de esos que había en otras épocas. Tal vez resultara un poco irreal en la nuestra, pero ¿hay algo en Venecia que no sea así?

Una tarde le pregunté a Eufemia cómo llegué al hotel La Fenice. Me contestó con evasivas e insistió enfáticamente en que hasta dos veces diarias durante la fiebre, el señor y la señora Massey me habían visitado. Inmediatamente recordé las visitas o, mejor dicho, vi en un sueño muy nítido a Massey y a Daniela. Lo peor de la fiebre (y al respecto, todo seguía igual) era la autonomía de las imágenes mentales. El hecho de que la voluntad no tuviera poder sobre ellas, me angustiaba, como un principio de locura. Esa tarde pasé de recordar alguna de las visitas de los Massey, a verlos como si estuvieran sentados al lado de mi cama de enfermo, y a ver a Daniela comiendo chocolates en el palco, y después a una máscara, con antifaz, reclinada sobre mí, que me hablaba y que identifiqué fácilmente. Revivir o soñar la escena me perturbó tanto que al principio no oí las palabras de la máscara. En el preciso momento en que yo estaba pidiéndole que por favor las repitiera, desapareció. Massey había entrado en el cuarto. La desaparición me desconsolaba, porque yo prefería tener a Daniela en sueños, a encontrarme sin ella; pero la presencia de Massey me despertó del todo: un alivio tal vez, porque empecé a sentirme menos extraviado. Mi amigo me habló con su habitual franqueza, como si yo estuviera sano y pudiera enfrentar la verdad. Traté de corresponder esa prueba de confianza. Me dijo algo que desde luego yo sabía: que después de mi alejamiento, Daniela no fue la misma mujer de antes. Aclaré:

—Nunca la he engañado.

—Es cierto. Y reconoce que no creyó del todo en tu enfermedad hasta que te encontró aquí a la vuelta, tirado en la calle.

Me enojé de pronto y dije:

—Pretende resarcirme con una buena enfermera y un buen médico.

—No le pidas lo que no puede darte.

—¿Sabes lo que pasa? No entiende que la quiero.

Me contestó que no fuera presuntuoso, que ella también me quería cuando la dejé. Protesté:

—Yo estaba enfermo.

Dijo que el amor pedía lo imposible. Agregó:

—Como ahora lo estás probando, con tus exigencias de que vuelva. No volverá.

Le pregunté por qué estaba tan seguro, y me dijo que por experiencia propia. Exclamé con mal contenida irritación:

—No es lo mismo.

Contestó:

—Desde luego. Yo no la abandoné.

Lo miré asombrado, porque por un instante creí que se le quebraba la voz. Me aseguró que Daniela sufrió mucho, que después de lo que pasó conmigo ya no podía enamorarse, por lo menos como antes.

—Para toda la vida, ¿comprendes?

No me contuve. Dije:

—A lo mejor todavía me quiere.

—Es claro que te quiere. Como a un amigo, como al mejor amigo. Y podrías pedirle que haga por vos lo que hizo por mí.

Massey había recuperado el aplomo. En un tono de lo más tranquilo se puso a dar explicaciones horribles, que yo no quería oír y que en la debilidad de mi convalecencia entendí apenas. Habló de los llamados hijos carbónicos, o clones, o dobles.

Dijo que Daniela, en colaboración con Leclerc, había desarrollado de una célula suya (creo que empleó la palabra célula pero no puedo afirmarlo) hijas idénticas a ella. Ahora pienso que tal vez fuera una sola (bastaba una, para la pesadilla que Massey me comunicaba) y que logró acelerar el crecimiento con tal intensidad que en menos de diez años la convirtió en una espléndida mujer de diecisiete o dieciocho años.

—¿Tu Daniela? —pregunté con inesperado alivio.

—Parece increíble, pero realmente es una mujer hecha a mi medida. Idéntica a la madre pero ¿cómo decirte?, tanto más adecuada a un hombre como yo. Te voy a confesar algo que te parecerá un sacrilegio: por nada la cambiaría por la original. Es idéntica, pero a su lado vivo con otra paz, con genuina serenidad. Si supieras cómo son realmente las cosas, me envidiarías.

Para que no insistiera en lo que yo debía pedir a Daniela, declaré:

—No me interesa una mujer idéntica. La quiero a ella. —Me replicó tristemente pero con firmeza:

—Entonces no conseguirás nada. Daniela me dijo que al ver tu cara en el bar comprendió que seguías queriéndola. Piensa que reanudar un viejo amor no tiene sentido. Para evitar una discusión inútil, cuando le dijeron que no corrías peligro, se fue en el primer avión.

HISTORIA DESAFORADA

Mientras me preparan el té (ojalá que venga bien caliente) voy a probar este grabador; sería lamentable que por negligencia mía o por inconveniente mecánico se perdieran las declaraciones del profesor Haeckel. Como el tecito se hace esperar, diré unas palabras que a lo mejor sirven de introducción.

Haeckel es un personaje raro, que el público ignora y que unos pocos biólogos, los más famosos, respetan. Puedo asegurar que rehuye a los periodistas. Cuando el secretario de redacción me ordenó, desde Buenos Aires, que lo entrevistara, empecé una persecución por toda Europa, que duró un año.

Hoy a la tarde salí de Ginebra, seguro de que allá no estaba el profesor, pero no de seguir una buena pista. Pasé por Brigue, subí un camino de montaña y, al caer la noche, me encontré casi perdido en una tormenta de nieve. A mi izquierda aparecieron, súbitamente, unas luces. Cuando leí
Se venden cadenas
detuve el automóvil.

Me las vendió un inpiduo que estaba en la puerta de un bar. Le dije que las colocara y entré a tomar un vaso de aguardiente, con una aspirina, porque tenía fiebre. Además, me dolía la cabeza, me dolía la garganta, estaba engripado. En el mostrador me vi rodeado de parroquianos, sin duda campesinos, que me miraban de reojo, hablaban entre ellos y no ocultaban ocasionales risotadas. «Éstos son los hombres sabios del tango», pensé. Les pedí consejos para manejar mi coche, a través de la tormenta de nieve, por la montaña. Creo que nadie me contestó. Recordé historias contadas por mi padre, de cómo nuestros gauchos se mofaban de los extranjeros y, si podían, los precipitaban en el error. Aunque yo no esperaba ningún socorro, expliqué:

—Voy a seguir por el camino del Simplón, hasta Domodossola y Locarno.

Uno preguntó en voz alta:

—¿Le decimos que si llega a sentirse muy solo en la montaña pare en Gabi?

—En casa del profesor —respondió otro—. Allá va a encontrar buena compañía.

La ocurrencia los alegró sobremanera. Todos hablaron; nadie se acordó de mí. Salí de ese bar, palpé las cadenas para comprobar si estaban bien ajustadas y continué el viaje, por angostos caminos rodeados de precipicios, en medio de una tormenta de nieve que no me permitía ver por dónde avanzaba.

Después de una interminable hora de marcha lentísima, en que atravesé túneles, oí el rumor de cascadas y me pareció ver edificios iluminados que en un instante se disolvían en la noche, sucedió algo que no entiendo bien. Un enorme bulto blanco embistió con fuerza el lado derecho del auto, lo hizo tambalear, lo proyectó contra la montaña a pique. Si la embestida hubiera venido del lado izquierdo, yo no me salvaba del precipicio. Aceleré. Gracias a las cadenas, el coche se afirmó, retomó el camino. Me faltó valor para detenerme y averiguar qué pasó. Fue como si me llegara entonces todo el miedo de estar solo, en parajes desconocidos, en esa noche espantosa. Tenía tanta fiebre que soñaba despierto y tal vez confundía sueños con realidad. Pensar que yo me he jactado de no perder nunca la cabeza.

En un valle, que de pronto se abrió en la montaña abrupta, pisé una casa apenas iluminada. Me dije: «No doy más», tomé un sendero lateral y detuve el coche junto a la casa. Era un chalet, un caserón suizo, de techo de dos aguas. En el frente, en letras coloreadas que se entrelazaban con los angelotes de un fresco, leí la palabra
Gabi
.

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