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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (3 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Fue otro arqueólogo, esta vez inglés, quien derribó los castillos construidos sobre esta hipótesis. El señor William Ridgeway descubrió que entre la civilización micénica y la aquea había diferencias sustanciales. La primera no había conocido el hierro y la segunda sí. La primera enterraba a los muertos y la segunda los incineraba. La primera rezaba mirando a lo alto porque creía que los dioses moraban en la cumbre del Olimpo, o entre las nubes. De lo cual Ridgeway deduce que los aqueos no eran en absoluto una población pelásgica como las otras de Grecia, sino una tribu céltica de Europa central, que cayó sobre el Peloponeso no «desde» Tesalia, sino «a través» de ésta, sometió a los indígenas y, entre los siglos XIV y XIII antes de Jesucristo, se fusionó con ellos creando una nueva civilización y una nueva lengua, la griega, pero siguiendo como clase dirigente.

Es muy probable que esta hipótesis sea cierta o al menos contenga varias verdades. Sin duda los aqueos, a diferencia de los pelasgos, fueron gente de tierra; lo cierto es que hasta la guerra de Troya no intentaron empresas por mar, y que cada vez que lo encontraban se detenían. Ni siquiera intentaron poner pie en las islas más cercanas del continente, y todas sus capitales y ciudadelas se levantaban en el interior. Bajo su dominio, Grecia se limitaba al Peloponeso, Ática y Beoda; mientras que para las poblaciones pelásgicas de la civilización micénica, que eran marineras, aquélla englobaba también todos los archipiélagos del Egeo.

En cuanto a las gestas que Homero atribuye a los aqueos, hasta hace un siglo eran consideradas pura leyenda, incluida la guerra de Troya, de la que incluso se negaba hubiera tenido lugar. En cambio Troya existía, como hemos visto, y significaba una rival peligrosa para las ciudades griegas, porque dominaba los Dardanelos, a través de los cuales había que pasar para alcanzar las ricas tierras del Helesponto. Los aqueos habían inventado una leyenda para estimular a sus súbditos contra Troya: la de los argonautas, o sea la de los navegantes que a bordo del
Argos y
bajo el mando de Jasón, habían partido a la reconquista del Vellocino de Oro en Cólquida. Formaban parte de la expedición Teseo —el del Minotauro—, Orfeo, Peleas, padre de Hércules, y el propio Hércules, quien, cuando Troya intentó detener la nave en la entrada del estrecho, desembarcó, saqueó la ciudad él solo y mató al rey Laomedonte con todos sus hijos, excepto Príamo. La expedición se llevó a cabo gracias a Medea. Y en la mente del pueblo llano quedó el Vellocino de Oro como símbolo de las riquezas del Helesponto y del mar Negro. Mas para llegar allí había que destruir Troya, que controlaba el paso obligado y seguía enriqueciéndose por el comercio que allí se desarrollaba, imponiendo probablemente tributos a los transeúntes.

No se sabe quiénes fueron con exactitud los troyanos. Les llamaban también dárdanos. Pero la hipótesis más atendible es que se tratase de cretenses emigrados a aquel territorio del Asia Menor, en parte para fundar una colonia, en parte tal vez para sustraerse a las catástrofes, fueran las que fuesen, que habían azotado la isla y destruido la civilización minoica. Según Homero, hablaban la misma lengua de los griegos y, como éstos, veneraban el monte Ida, «de las muchas fuentes». Es probable que cretense sólo lo fuera la población ciudadana, mientras que el campo era asiático. Lo cierto es que era un gran emporio comercial del oro, la plata y la madera. Llegaba incluso el jade de China.

Los griegos, tras haberla metódicamente destruido, fueron muy caballerosos al juzgar a sus habitantes. En su
Ilíada,
Príamo es más simpático que Agamenón, y Héctor resultó un perfecto caballero en comparación con aquel canallita que era Ulises. Hasta Paris, aunque voluble, es amable. Y si un pueblo puede ser juzgado según la Casa real, hay que decir que la de Príamo era más digna, más limpia y más humana que la de Micenas.

Como he dicho, hasta hace un siglo la guerra de Troya, sus protagonistas y la misma existencia de la ciudad eran considerados como puramente imaginarios, fruto de la fantasía de Homero y de Eurípides. Schliemann fue quien les dio consistencia histórica. Ahora puede decirse que lo de Troya fue el primer episodio de una guerra destinada a perpetuarse en milenios y no resuelta aún: la guerra del Oriente asiático contra el Occidente europeo.

Por medio de la Grecia de los aqueos el Occidente europeo ganó el primer
round.

CAPÍTULO IV

Homero

No sabemos nada de Homero. No sabemos siquiera si verdaderamente existió. Según la leyenda más comúnmente aceptada, fue un «trovador» ciego del siglo VIII antes de Jesucristo, que los señores contrataban para oírle cantar sus maravillosas historias. Ellos no podían leerlas porque eran analfabetos, y el tiempo lo pasaban únicamente guerreando, cazando y saqueando. Pero también Homero, tal vez, era analfabeto. Recogió la materia de sus poemas directamente de labios del pueblo y la transformaba, con su inagotable fantasía, según el gusto de los aristócratas auditores.

Con todo el respeto por su genio, debía de ser un gran filón, porque en sus historias los que le daban hospitalidad encontraban con qué satisfacer su propio orgullo. Cada uno de ellos, además de ver exaltadas las gestas de sus antepasados, hallaba un árbol genealógico que le unía más o menos directamente a un dios. Él se ganaba el pan halagándoles y tal vez pasó una vida feliz, de parásito de lujo, y si bien no había de ser fácil contentarles a todos a causa de los odios y las rivalidades que les dividían, parece ser que lo logró.

Ciertamente, lo que él nos ha dejado de la sociedad aquea, que era tan sólo una restringida clase dominante, no es un retrato digno de atención, porque todos sus trazos están transfigurados y embellecidos, no sólo por el estilo poético del autor, sino también por la necesidad de agradar a los clientes, muchos de los cuales eran descendientes de aquélla. Es un retrato comparable a lo que ahora se llama estilo
pompier.
Pese a todo, aun cuando este retrato se parece más a lo que aquella sociedad deseaba ser o tenía nostalgia de volver a ser, que a lo que era en realidad, desde el punto de vista documental tiene gran valor y nos permite hacernos un cuadro de su mundo.

Homero dice que el aqueo era un pueblo de gran belleza física; atletas todos los hombres y reinas de belleza todas las mujeres. No es verdad, probablemente. Pero ello basta para hacernos comprender que la belleza física era su máximo ideal, es más, acaso el único. Eran escrupulosamente elegantes. Y por bien que la industria de la moda se hallase en un estadio rudimentario, con lo poco que tenían hacían milagros. El único tejido que usaban, varones y hembras, era de lino. Lo llevaban en forma de saco, con un agujero para pasar la cabeza, pero cada uno le añadía guarniciones y bordados, a veces costosísimos, para darle un toque personal. Y le concedían tal importancia, que Príamo, para lograr la restitución del cadáver de Héctor por Aquiles, ofreció a éste a cambio su vestido, como la más preciosa de las propinas.

Las casas eran de adobe y paja las de los pobres, y de ladrillo con basamento de piedra las de los ricos. Se entraba en ellas por una puerta central, y en la mayoría de los casos no había divisiones de aposentos ni ventanas. La cocina no existió hasta mucho después. Se guisaba en medio de la única estancia, que tenía un agujero en el techo para que saliera el humo. Solamente los grandes señores tenían cuarto de baño. Y fueron señaladas como extravagancias de millonarios la de Penélope, que se encargó una silla con brazos, y la de Ulises, que construyó para ambos una cama doble. Verdad es que debía tener que compensarla de los veinte años de viudez en que la había dejado. ¡Pero la cosa, según parece, ocasionó cierto escándalo!

No hay templos. Aunque muy religiosos, los señorones aqueos derrochan mucho para sus propios palacios, mas se preocupan poco para hospedar dignamente a sus dioses, es más, les dejan al raso, incluso en invierno. Ulises, que después de tantas aventuras, en la vejez fue sedentario y casero, se construyó incluso un patio con arriates, árboles y caballeriza. Y Paris, el seductor de Helena, se hizo construir una
garçonniere
por los más expertos arquitectos de Troya, pero no sabemos cómo era.

Además de la casa y la indumentaria, las dos clases —dominadores y dominados— se diferenciaban en la alimentación. Los generales de la guerra de Troya son carnívoros y tienen predilección por los lechones; suboficiales y soldados son vegetarianos, y se alimentan de trigo tostado y, cuando lo encuentran, de pescado. Los primeros beben vino y usan la miel como azúcar. Los segundos beben agua. Ni unos ni otros conocen los cubiertos. Usan solamente las manos y el cuchillo. Ninguno es propietario de tierras a título personal. La propiedad es de la familia, en cuyo seno rige una especie de régimen comunista. Ella es la que vende, compra y distribuye honores y ganancias, asignando a cada cual su tarea. Dado que habitualmente es muy numerosa y la articulación de la sociedad en categorías y oficios es aún rudimentaria, la familia, en general, se basta a sí misma aun desde el punto de vista artesano y profesional. Siempre hay un hijo albañil, otro carpintero, otro zapatero. Y esto sucede incluso en las casas de los señores, hasta en la corte, donde el rey siega, acepilla, cose y clava tachuelas.

No se labran metales, es más, ni siquiera se buscan mediante excavaciones mineras. Se prefiere importarlos del Norte ya manufacturados, y fue precisamente esta carencia lo que provocó la catástrofe de los aqueos el día que se encontraron frente a los dorios, más bárbaros que ellos, pero provistos de instrumentos de acero. La vida se estanca en estos microcosmos domésticos de horizontes limitados. Grecia está erizada de cadenas montañosas que tornan difíciles los viajes y contactos. Faltan caminos. Y como medio de transporte existe el carro, tirado por mulos o por hombres. Pero, a la sazón, poseer un carro era como poseer hoy un yate.

Dentro de la familia, además de quien forma parte de ella por sangre o por matrimonio, hay también los esclavos, pero menos numerosos y mucho mejor tratados de lo que serán en Roma. En general son mujeres, y se acaba por considerarlas como de casa. El dinero es solamente un medio de cambio, no un índice de riqueza, que se mide únicamente en bienes naturales materiales, hectáreas de tierra y ganado. La única moneda que se conoce es, por lo demás, un lingote de oro, el talento, pero al que se recurre sólo en las transacciones importantes. De lo contrario, se sirven del acostumbrado pollo, o la medida de trigo, o el cerdo.

Moralmente, estamos más bien bajos. Ulises, presentado como ejemplo y modelo, es uno de los más descarados embusteros y embrollones de la historia. Y la medida de su grandeza la proporciona solamente el éxito, que debía ser la verdadera religión de aquella gente, prescindiendo de los medios para alcanzarlo. El trato que da Aquiles al cadáver de Héctor es ignominioso. La única virtud respetada y practicada es la hospitalidad. Debía imponerse la aspereza del país, los peligros que se corrían, y, por tanto, la utilidad de conceder asilo para poder disfrutar de él a su vez en caso de necesidad. La estructura de la familia es patriarcal, pero la mujer ocupa un sitio superior al que le asignarán los romanos. El hecho de que para entusiasmar al pueblo y llevarle a morir bajo las murallas de Troya, hubiera que inventar una historia sentimental, basta para decir cuánto contaba el amor en la sociedad aquea. Para el matrimonio, la muchacha no tiene elección. Tiene que aceptar la de su padre, que en general la contrata al padre del novio, en términos de vacas y pollería. Una muchacha guapa vale hasta un rebaño entero o una manada entera. La fiesta nupcial, en la que participan las dos familias, es de carácter religioso, pero se celebra sobre todo a copia de comilonas y de danzas al son de la flauta y de la lira. No obstante, una vez convertida en ama de casa, la esposa lo es en serio. No tiene derecho a quejarse de las infidelidades del marido, que solían ser frecuentes, pero hace las comidas con él, goza de su confianza, le ayuda en el trabajo y cuida de la educación de los hijos, que por lo demás se reduce a la sola disciplina, pues nadie se preocupa de aprender o de enseñar a leer y a escribir. Un rasgo curioso, y que subraya la domesticidad de esta vida, es que en la cocina regularmente están los hombres, no las mujeres. Éstas tejen y cosen. En general son muchachas castas y esposas fieles. El caso de Clitemnestra y de Helena puede ser considerado sensacional y monstruoso.

La
polis,
o sea la ciudad propiamente dicha, no ha nacido aún. Así se llama solamente el palacio o el castillo del señor aqueo, que al principio tiene un poder muy limitado sobre los
geni
circundantes. Los
geni
son los que en Roma serán las
geníi:
grupos de familias que se reconocen un antepasado común. Es la amenaza exterior lo que crea la unidad. Frente al peligro de una invasión, los cabezas de familia se estrechan en torno al señor que les reúne en asambleas y toma con ellos, democráticamente, las decisiones del caso. Pero a poco, de esta Asamblea en la que tenían derecho a participar todos los ciudadanos libres y varones, se derivó un Consejo que fue una especie de Senado, en el que participaban solamente los capitanes de los
geni.
El «señor» comenzó a llamarse «rey», y tuvo todos los poderes religiosos, militares y judiciales, pero bajo el control del Consejo, que hasta podía deponerle.

La ley no existía: tal era considerado el veredicto del rey, que lo emanaba de su cabeza. Y ni siquiera había impuestos. El erario, que además era la caja personal del soberano, se alimentaba con «donativos» y, sobre todo, con los botines de guerra. Por esto los aqueos fueron conquistadores. Las guerras contra Creta y después contra Troya fueron seguramente impuestas también por agobios financieros. Sin embargo, si bien todas fueron conquistas de ultramar, los aqueos no era un pueblo marinero, o por lo menos lo eran mucho menos que los fenicios, que a la sazón dominaban el Mediterráneo oriental.

CAPÍTULO V

Los heráclidas

Entre las muchas leyendas que florecieron en tiempos de los aqueos, había la de Hércules, que ya hemos encontrado de pasada, como formando parte de la tripulación del
Argos,
la nave en que Jasón fue a la conquista del Vellocino de Oro. Pero es necesario decir algo más de él porque es uno de los personajes más importantes de la historia griega.

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