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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (143 page)

BOOK: Halcón
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De este modo, se vieron acrecentados el orgullo y el poderío de Teodorico y sus dominios inesperadamente crecidos, pero nada de esto aplacó el dolor de haber perdido hija y nieto. Cuando amainó

su ira, cayó en una sima de abatimiento que ulteriores acontecimientos no hicieron más que ahondar. Las siguientes noticias adversas llegaron de Cartago, y consistían no sólo en otro agravio a un familiar del rey, sino que representaban por ende una amenaza para el reino.

Resultaba que Trasamundo, rey de los vándalos y esposo de Amalafrida, hermana de Teodorico, había muerto, sucediéndole su primo Hilderico. Como he dicho, entre los vándalos siempre había predominado la religión arriana y sus reyes habían hecho gala de tolerancia con los católicos, aunque fuesen sus adversarios. No obstante, este Hilderico fue una anomalía entre los vándalos, pues era un católico devoto e incluso fanático, y ahora era rey. Trasamundo había obtenido en su lecho de muerte la solemne promesa del primo de mantener el arrianismo como religión de estado, pero Hilderico se apresuró a faltar a ella nada más expirar Trasamundo.

Lo primero que hizo fue enclaustrar a la viuda del rey, la hermana de Teodorico, en un remoto palacio, por el hecho de ser arriana y muy respetada por el pueblo, temiéndose que pudiera entorpecer sus planes. En segundo lugar, se apoderó de todas las iglesias arrianas de África, expulsó a sus obispos y sacerdotes y solicitó de la Iglesia de Roma y de Constantinopla sustitutos «buenos, piadosos y que detestasen la herejía». En tercer lugar, como el reino godo de Teodorico era arriano y, por consiguinete, detestable, Hilderico prohibió todo comercio vándalo con su ex aliado y comenzó a adular al emperador Justino para estrechar lazos con el imperio de Oriente.

Teodorico volvió a montar en cólera, pero en esta ocasión era impotente para la venganza; no podía dar órdenes y enviar un ejército al galope, cruzando las aguas del Mediterráneo. Lo único que podía hacer era ordenar la construcción inmediata de una flota para atacar Cartago y poner a Hilderico de rodillas.

—¡Mil navios! —bramó el rey al emnavarchus de la marina romana—. Quiero mil navios, la mitad armados y con máquinas de guerra y la otra mitad cargados de tropas y caballos. Y los quiero rápido.

—Los tendréis —contestó Lentinus sin inmutarse—. Y rápido. Pero para una empresa de tal magnitud, Teodorico, debo deciros que rápido significa tres años cuando menos.

Ni un rey, con todos los medios suasorios, estímulos y amenazas a su disposición, puede hacer mucho contra el imponderable del tiempo; únicamente podía esperar que le construyesen los barcos. Así, frustrado por su impotencia, deprimido por la decepción, y minado por el demonio del olvido, y ahora también por los demonios de la sospecha, la desconfianza y la angustia, lo que hizo fue dar órdenes de poca monta sobre asuntos baladíes a uno u otro criado de palacio, y cuando el pobre le contestaba «Señor, eso ya lo hice ayer», él, furibundo, replicaba:

—¿Qué? ¿Cómo has osado hacerlo sin que yo te lo dijera?

—Pero, señor, me lo dijisteis ayer.

—¡No te lo he dicho, insolente inútil! Primero presumes de anticiparte a mis deseos y luego mientes. Chambelán, coge a este desgraciado y dale el castigo que merece. Como el chambelán, igual que todos en palacio, ya estaba acostumbrado a escenas parecidas, el solo «castigo» del criado consistía en desaparecer de la vista del rey hasta que hubiese olvidado el incidente.

Empero, debo señalar que no todas las sospechas de Teodorico de persecución y conjura eran del todo ofuscaciones sin fundamento. En un sentido bien real, ahora se hallaba rodeado de personas —y naciones enteras— enemigas de la religión arriana y, por lo tanto, de su persona, de su reinado y de la existencia del reino godo; en el Este, el emperador Justino, Justiniano y Teodora estaban tan en mieles con la Iglesia de Constantinopla, que el imperio de Oriente era de hecho una teocracia cristiana ortodoxa; en el noroeste, el antes pagano rey Clodoveo de los francos acababa de convertirse al catolicismo. (Efectivamente, había hecho de su bautismo un espectáculo de masas, obligando a unos cuatro mil subditos de Lutetia a bautizarse en la misma ceremonia.) Y ahora, en el Sur, el rey Hilderico acababa de decretar religión oficial del África vándala el catolicismo. Por lo que los dominios de Teodorico se hallaban prácticamente rodeados de antiarrianos. Cierto que ninguna de esas naciones era abiertamente belicosa, y sólo Cartago había suspendido el comercio, pero la Iglesia de Roma, por supuesto, tenía agentes muy activos en todos esos países, que instaban a todo emverdadero cristiano a rezar, dar diezmos y no escatimar esfuerzos para derrocar al hereje Teodorico y convertir o extirpar de raíz a sus herejes subditos.

Sí, nuestro rey tenía agravios por los que sentirse angustiado, y eran de una naturaleza que habrían absorbido toda la atención de un César o un Alejandro, y Teodorico les habría dedicado todas sus energías; pero esos demonios que infestaban su mente hacían que cada vez olvidase con mayor frecuencia las contrariedades de fuera del reino para aplastar imaginarios insectos más a mano. A diferencia de los sirvientes de palacio, los consejeros del rey no podíamos escondernos y nos era difícil eludir el castigo. Boecio, Casiodoro padre e hijo, yo mismo y otros mariscales, nobles y funcionarios de diversos rangos éramos sucesivamente víctimas de las acusaciones de Teodorico por no haber oído bien sus órdenes, haber leído mal sus decretos o haber malinterpretado sus decisiones. En parte por prudente preocupación propia, pero más que nada por piadoso afecto por el rey, hacíamos cuanto podíamos para fingir que no se producían esos lapsos y buenamente procurábamos reparar el daño que pudieran causar; pero a veces los incidentes no se podían ocultar y el propio Teodorico debía percatarse. Yo creo que, a sus otras aflicciones, se unía el terror de estar perdiendo el juicio. Y creo que pretendía más negárselo a sí mismo que a nosotros, cuando, aun en sus intervalos de lucidez, procuraba cargar sobre otros la responsabilidad de sus propios errores.

Yo estaba presente en una ocasión en que algo salió mal por un pequeño error suyo —una falta de él solo— y Teodorico castigó a Boecio con la misma furia que Amalasunta había regañado en otra ocasión a un esclavo; Boecio lo soportó virilmente sin protestar, refutárselo o siquiera dirigirle una mirada ofendido y, acto seguido, se marchó hastiado del salón. De nuevo, apelando a nuestra vieja amistad, yo le dije:

—Ha sido injusto y desproporcionado para una persona como tú.

—¡La ineptitud merece reprensión! —me respondió con desdén.

—Tú le nombraste tu emmagister officiorum hace más de veinte años —osé replicarle—. ¿O es que quieres decir que fuiste inepto?

— em¡Vái! Si no es culpable de ineptitud, quizá lo sea de perfidia. Hace tanto tiempo que está en el cargo, que ahora abriga secretas ambiciones. Recuerda, Thorn, tú que estabas presente, cuan cobardemente sugirió moderación cuando quise castigar a ese asesino de Segismundo.

—Vamos, vamos, Teodorico, hay un antiguo proverbio que dice que la mano derecha es la que castiga por ser la más fuerte. Por lo tanto, la mano izquierda, más suave y lenta, es para administrar justicia, piedad y tolerancia. A Boecio le nombraste para que fuese tu mano izquierda, para temperar tu impulsividad, para que te impidiera actuar precipitadamente…

—No obstante —gruñó—, desde entonces no he dejado de pensar si Boecio no estará vendido a un poder extranjero.

— em¡Aj! —contesté—. Viejo amigo, ¿qué ha sido de tu convicción de ver las cosas con benevolencia?

¿De tu deseo de considerar a los demás con comprensión? ¿De tu respeto al criterio de que todo hombre es el centro de su propio universo?

—Y sigo intentando mirar así a los hombres —replicó, pero de un modo sombrío—. Y veo que muchos ansian ampliar su universo… para tragarse a otros. Por eso quiero cuidarme de que nadie usurpe mi lugar.

—Teodorico siempre fue muy impetuoso —le dije a Livia—, lo prueba el modo en que mató a Camundus, Rekitakh y Odoacro… y a veces con consecuencias lamentables. Pero ahora su carácter está

cambiando completamente. Casi nunca está alegre, sino receloso y aprehensivo. Me preocupa bastante que caiga tanto en el desaliento, pero ¿y si en uno de esos arrebatos de vehemencia comete alguna locura?

Livia reflexionó un instante, mientras la criada dejaba en la mesa que había entre ambos una bandeja de dulces.

—Tú y los demás amigos y consejeros de Teodorico deberíais emular a los antiguos macedonios.

—¿Cómo? ¿A qué te refieres? —inquirí, mordisqueando un pastelillo.

—El rey Filipo de Macedonia era un borracho que sufría crisis de locura por efecto del vino y de trastornos cuando se abstenía. Sus cortesanos y subditos estaban tan hartos, que sólo tenían un recurso… apelar por los agravios del Filipo beodo ante el Filipo sobrio.

La sonreí admirado. Livia siempre había sido lista desde niña; evidentemente, los años habían teñido de gris sus cabellos y arrugado su rostro, pero los había aprovechado para cultivarse.

—Y sabiduría —balbucí en voz alta, al tiempo que arrugaba la nariz al notar el sabor del pastelillo—. Livia, pensaba que habías renunciado tiempo ha a tus deseos de venganza. Me parece extrañamente amargo este pastelillo de miel.

—No —replicó ella, echándose a reír—, no trato de envenenarte. Al contrario. Es que están hechos con miel de Corsica y es agria, porque en la isla no hay más que tejos y cicutas. Pero es bien sabido que los corsos son longevos y por eso su miel la recomiendan los emmedid para prolongar la vida. Mira, como me tienes presa aquí y tú eres el único que viene a verme, lo que intento es que no mueras nunca —añadió

con malicioso humor.

—¿Nunca? —dije, dejando el pastelillo a medias—. ¿Nunca? —repetí más para mí que para ella—. Ya he vivido bastante. He visto mucho mundo y he hecho muchas cosas…, no todas agradables. ¿No morir nunca? ¿Y tener siempre el pasado encima? No… es bastante aterrador. No creo que me guste. Livia me miraba con la afable preocupación de una esposa o una hermana, y proseguí:

—En verdad que eso es lo triste con Teodorico. Ha vivido demasiado. Todo lo bueno que ha hecho, toda su grandeza, corre el peligro de quedar ensombrecida y manchada por algún acto insensato que no su voluntad, sino la edad le impulse a cometer.

Sin cambiar aquella mirada de esposa-hermana, Livia dijo:

—Ya te lo he dicho. Lo que necesita es que le cuide una buena mujer.

—No yo —contesté, meneando la cabeza.

—¿Por qué no? ¿Quién mejor?

—Juré mis emauths a Teodorico como Thorn. Y si, como Thorn, me veo alguna vez obligado a hacer algo contrario a ese juramento, quedaría deshonrado y condenado a los ojos de todos los hombres, incluidos los míos. Empero, como Veleda, no le juré emauths…

—Casi me da miedo preguntártelo —dijo Livia con cierta alarma—. ¿Qué estás pensando?

—Tú que eres una mujer culta, ¿sabes el significado exacto de la palabra «devoción»?

—Creo que sí. Hoy día significa un sentimiento, una vinculación ardiente. Pero en origen significaba un acto, ¿verdad?

—Sí. La palabra procede de emvotum, un voto, una promesa. Los comandantes romanos, en el campo de batalla, rogaban a Marte o a Mitra, prometiendo buscar la muerte en el combate si el dios de la guerra concedía la victoria y la salvación a su ejército, su nación, su emperador.

—Dar la propia vida para que los demás sigan viviendo —dijo Livia susurrante—. Oh, querido, querido… ¿piensas hacer un acto de devoción?

CAPITULO 9

El año 523 apareció en el cielo, durante más de dos semanas y visible en todo el mundo aun de día, esa clase de estrella que algunos llaman estrella de rabo y otros dicen cometa. En consecuencia, todos los sacerdotes cristianos y judíos, todos los augures y adivinos paganos clamaron «¡Ay de nos!», pensando que Dios y los otros dioses nos avisaban de alguna calamidad terrible.

Bien, sí que aparecieron muchos signos premonitorios aquel año, pero yo no vi en ellos la mano de Dios o de los dioses, pues eran todos actos de hombres y mujeres mortales. Me explicaré: Justiniano y su concubina Teodora, con la connivencia de la Iglesia, lograron por fin promulgar la ley de «notorio arrepentimiento» por la que se les permitía casarse; luego, al no tener ya que concentrar sus energías en adecentar su situación personal, Justiniano se dedicó a lo que consideró era su gran misión en esta vida: adecentar el resto del mundo para que cumpliera los preceptos establecidos por la Iglesia cristiana. Aún, empero, los edictos los firmaba el emperador Justino, pero el contenido era de Justiniano. Por ejemplo, al decretar que a partir de entonces no se permitía que ningún pagano, infiel o hereje tuviera cargos ni militares ni civiles en el imperio de Oriente, añadió: «Ahora todos comprenderán que a aquellos que no adoran debidamente al verdadero Dios les están vedados, además de la salvación de la vida eterna, los bienes materiales de ésta.»

El decreto no se extendió —de momento— hacia el Oeste más allá de la provincia de Panonia, pero Teodorico, lógicamente, lo consideró de mal augurio. Conforme a las cláusulas de su antiguo acuerdo con Zenón, seguía siendo, al menos nominalmente, «delegado y vicario» occidental del emperador de Oriente; si Justino con tan siniestro decreto apuntaba a la población de los dominios de Teodorico, él tendría que ceder o declararse en abierta rebeldía contra su señor. Y Teodorico y sus subditos arríanos no eran los únicos que vieron las consecuencias que podía acarrear, pues también los cristianos católicos más sensatos y los senadores de Roma mostraron preocupación; al fin y al cabo, los senadores se consideraban depositarios de lo que quedaba del imperio romano de Occidente, y Oriente y Occidente llevaban dos siglos compitiendo por mantener la hegemonía de su autoridad e influencia. E igual había sucedido entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla. Quizá se piense que a todos los católicos devotos les encantó aquel edicto imperial que —en todo el mundo— perjudicaba a judíos, paganos y herejes; pero no se olvide que todos los patriarcas obispos del cristianismo hacía mucho tiempo que luchaban denodadamente por el reconocimiento de emun patriarca, emel primus inter pares, el soberano

pontífice, el papa. Casi simultáneamente al edicto de Justino, murió Hormisdas, obispo de Roma, y fue sustituido por uno llamado Juan. Como puede imaginarse, Juan se sintió profundamente disgustado al ver que tenía que asumir un obispado que se hallaba claramente eclipsado por el de Constantinopla; el complaciente emperador Justino había permitido una notable medra de poder y prestigio a su patriarca Ibas, y Juan no podía esperar lo propio de Teodorico. Por lo tanto, Juan, sus clérigos y sus fieles achacaron un nuevo agravio al rey, pero es que, además, eran sus más acérrimos adversarios, pues si había algo que unía a la hermandad cristiana que acataba el credo de Anastasio —la Iglesia ortodoxa del imperio de Oriente, la católica de África y la Galia y del reino godo— era su determinación a acabar con Teodorico, los arrianos y la abominable tolerancia arriana de paganos, judíos, herejes y toda religión no cristiana.

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