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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (41 page)

BOOK: Hades Nebula
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El teniente permaneció inmóvil unos segundos, saturado por el pegajoso olor a sangre. No corrió a buscar a Aranda ni a Barraca en las salas anexas, sabía que no los encontraría. Aranda no estaría, era naturalmente el propósito de todo aquello. En cuanto a Barraca, estaría muerto en cualquiera de las habitaciones de la zona médica...

Muerto, no. Está con ellos. Porque él también es
...

TRAUMA. TRAUMA. TRAUMA
.

—El hombre que trajimos de Málaga —interrumpió el soldado desde su espalda— ha... desaparecido, señor. El doctor Barraca tampoco aparece.

Romero apretó los puños, sin poder apartar la vista de los espesos trazos de sangre en la pared. Su mente empezaba a tejer ideas y conjeturas, acelerando sus pensamientos hasta que se convirtieron en una rápida cadena de imágenes: hombres sacando a un civil del corazón de su propia base sin que ninguno de los centinelas diera la alarma, sin que se produjera el menor altercado... Aquello era demasiado. Las taimadas amebas se habían convertido en un parásito que acababa de fagocitar toda forma de vida en su charca. Habían evolucionado a un depredador sigiloso pero terrible, un asesino que operaba desde dentro, un cáncer letal que acababa de privar a la humanidad de una de sus pocas esperanzas.

Apretó los dientes. Su visión se oscureció por unos instantes, como cuando uno se levanta bruscamente y le asalta una pequeña lipotimia.

La verdad de su incompetencia cayó sobre él como la losa de una lápida. Le habían encargado la custodia y seguridad del
sujeto
, y había fracasado. Había subestimado a su enemigo, y ahora había crecido tanto que no sabía hasta dónde llegaban sus negras raíces. Se volvió para mirar a los soldados, y por un brevísimo instante le pareció que sus comisuras se curvaban ligeramente hacia arriba; sus ojos sonreían, ocultando pensamientos de fondo que parecían decir: «Sí, nosotros también somos TRAUMA, sólo que no lo sabes. Y nos lo hemos llevado. En tus narices, teniente. Ahora es nuestro, y dentro de poco, toda la base Orestes será también nuestra. Oh, las cosas que haremos con Aranda. Seremos inmunes a los
zombis
. Construiremos una ciudad, Nuevo Orden, y viviremos a cuerpo de rey durante el resto de nuestras putas vidas. Gracias por fumar en pipa, teniente, gracias por no hacer... na-da.»

Pero entonces la ilusión pasaba y se enfrentaba a sus miradas compungidas, preocupadas y casi asustadas.

—Señor, además está el recuento —dijo el soldado. Romero lo miró sin decir nada, esperando que continuase—. Faltan al menos diez hombres. Han abandonado sus puestos y están... desaparecidos, también.

TRAUMA. TRAUMA. TRAUMA
.

—De acuerdo... —contestó Romero. Se dio cuenta de que su voz estaba quebrada y carraspeó para recuperar el tono normal—. Preste atención: quiero que coja uno de los helicópteros y sobrevuele la zona donde se escuchaban disparos. Quiero saber qué hay allí abajo. Quiero que la vigilancia del otro aparato se doble. Hombres de su máxima confianza. Y por último, levante a todo el mundo. ¡A todo el mundo! Quiero que registren toda la puta fortaleza, hasta el último rincón. La zona civil también. Con total contundencia, García... ¿me oye? Desgarre sus colchones y sumérjase en sus depósitos de agua si es necesario. Busque debajo de sus empastes y abra el contenido de sus estómagos si sospecha que ahí puede esconderse cualquiera de estos rebeldes.

—¡Sí, señor! —soltó el soldado.

—Y García...

—¿Señor?

—Incinere el cadáver. Y borre esa majadería de la pared, coño.

—¡Sí, señor!

Mientras el soldado salía fuera para poner en marcha la operativa, los otros soldados se prepararon para empacar el cadáver utilizando unos plásticos que colgaban de un gancho en la pared. Al girar el cuerpo de Marín, Romero vio una espantosa y profunda herida en la base de la cabeza: le habían agitado el hipotálamo como se agita una bebida con hielo. No querían que se convirtiera en
zombi
y diera la alarma.

Romero sacó la pistola de su funda y se aseguró de que estaba en orden y cargada. Era hora de cazar ratas.

Los soldados irrumpieron en la zona civil casi veinte minutos más tarde. Llegaron por la avenida principal, corriendo en formación cerrada, espoleados por los gritos de los jefes de escuadra.

Los supervivientes, que yacían ya en sus camas en el interior del Parador de San Francisco para evitar el frío de la noche, escucharon la algarabía y se pusieron sobre alerta. Se miraban y se preguntaban qué ocurría. Ya habían escuchado los disparos y habían andado bastante inquietos, preguntándose qué pasaría ahí fuera. Unos opinaban que venían a rescatarlos, otros que eran supervivientes que se acercaban y unos pocos albergaban la esperanza de que fueran los soldados, que por fin habían salido para traer alimentos.

Pero los soldados que entraron en el Parador, apuntándoles con sus armas, no trajeron más que malas noticias.

—¡Todos fuera, vamos! —decían unos.

—¡A la calle!, ¡todos a formar a la calle! —decían otros.

—P-pero... ¡hace demasiado frío! —contestó un hombre, acercándose a ellos con las palmas extendidas.

Antes de la pandemia había sido profesor del departamento de Psicología de la Universidad de Granada, y llegó a publicar un libro sobre los dibujos y escritura en espejo de Leonardo Da Vinci, pero ahora, su aspecto famélico y desaseado le daba la apariencia de un loco. El soldado le cogió del brazo y lo empujó hacia la calle.

—¡Vamos! ¡FUERA! ¡TODOS FUERA!

Los civiles se miraban, sin ser capaces de reaccionar. Nadie daba el primer paso, y el jefe de zona, Abraham, no aparecía por ninguna parte. Un ruidoso murmullo empezó a propagarse por toda la planta.

Por fin, uno de los soldados levantó el arma por encima de su cabeza y disparó tres veces. Los proyectiles se perdieron entre la delicada decoración del techo. Eso fue suficiente: el murmullo se transmutó en algarabía, y alguien empezó a gritar histéricamente. Los soldados elevaban la voz por encima del griterío, haciendo gestos de dirección hacia la puerta. Los supervivientes comenzaban a salir.

—Dios mío... y ahora qué... —dijo Moses.

Estaba todavía con Sombra, que no se separaba de Jukkar.

—El doctor... —dijo Sombra, con un hilo de voz. Si lo obligaban a moverse, las heridas volverían a abrirse y la sangre volvería a manar. Si salía fuera, tendría un
shock
térmico asegurado. Si lo movían, Jukkar tenía las horas contadas.

Miró a Moses con ojos suplicantes, esperando que él hiciera algo.

—No digas nada... —dijo Moses—. Déjalo así y salgamos fuera como dicen. Quién sabe... quizá él, aquí dentro, esté más a salvo de lo que vamos a estar nosotros.

Y tan pronto pronunció esas palabras, pensó en los niños.

Isabel se incorporó en la cama, dando un respingo. Había conseguido quedarse dormida (o eso creía) y el ruido de la gente la había traído de vuelta del mundo de los sueños. Casi inmediatamente, sonaron varios disparos en la zona de la puerta, y a duras penas consiguió ahogar un grito de sorpresa. Su corazón se aceleró.

—¿Qué pasa? —preguntó una voz somnolienta. Era Gabriel. A Isabel no le pasó desapercibido el hecho de que, aun en la confusión característica de ese estado entre el sueño y la vigilia, había pasado un brazo protector por encima del cuerpo de su hermana, que seguía dormida a su lado.

—No lo sé... quédate ahí, Gaby.

Justo cuando se incorporaba, Moses llegó hasta ellos por entre la multitud. El caos era desproporcionado. Se escuchaban llantos, gritos y sonidos de muebles y enseres desplazándose. La gente parecía determinada a llevarse sus cosas. Subido en lo alto de una mesa, un soldado gritaba para hacerse oír por encima del caos. Insistía en que no debían mover nada, que sólo necesitaban que salieran para hacer un registro.

—¿Un registro? —preguntó Isabel, parpadeando.

—Qué coño... —dijo Moses.

La situación volvió a recordarle las películas que había visto sobre los campos de concentración nazis. Recordaba a los judíos y polacos por el andén de una estación, con sus posesiones más valiosas empacadas en maletas. En el último momento, el equipaje era separado de ellos. Algunos marcaban sus cosas con trazos de tiza blanca, para poder localizarlos después. Sólo que no había un después; eran introducidos en trenes oscuros de basta madera donde se hacinaban para ser conducidos a su destino final.

Pero no es eso, claro, pensó. Han oído los disparos, como los hemos oído todos, y vienen a ver qué está ocurriendo. Oh, ¿cómo es que nadie pensó en eso?, ¿cómo pensamos que saldría bien?

—Cariño... abrígate... —decía Isabel.

Moses se volvió a tiempo para ver cómo extendía las mantas sobre los hombros de la niña, cubriendo su cabeza. Alba parecía una versión apagada de sí misma, cabizbaja y con los ojos entrecerrados. Gabriel estaba calzándose las viejísimas deportivas, mirando alrededor con aire preocupado.

En ese mismo momento, alguien a no mucha distancia gritó, con la voz cargada de rabia contenida: «¡Hijos de puta! ¡Dadnos de comer, hijos de puta!» A eso se sumaron otras voces similares («¡Dadnos comida!», «¡Hace frío, cabrones!», «¡Dispara a tu puta madre, cabrón asqueroso!»), y en poco tiempo, un montón de gente se unía a las protestas, cada vez más airadas. Moses se acercó a Isabel y los niños, y se aseguró de que se mantuvieran junto a la pared. Un objeto indeterminado (¿un zapato?) voló en dirección al soldado que estaba subido a la mesa, pero falló con mucho y acabó estrellándose contra una pared. El soldado le señaló con el dedo.

—¡Te he visto, hijo de puta!

—¡Comida, dadnos comida! —decían las voces.

—¡Vuelve a hacerlo y abro fuego, gilipollas! —bramó el soldado. Pequeñas gotas de saliva salieron volando de su boca; sus dientes asomaban por entre sus labios contraídos.

En alguna parte, una mujer lloraba.

Moses temía una revuelta por encima de todo. Aquella gente había soportado demasiado. En el tiempo que llevaba allí había descubierto que muchas de aquellas personas tenían inflamaciones y ulceraciones en la boca, dientes flojos, encías y heces sangrantes. Muchos sufrían fiebres intermitentes, dolores abdominales o diarrea. También delirios y temblores convulsos. Eran síntomas de enfermedades serias como la disentería o el escorbuto, probablemente por la falta de higiene y de una alimentación insuficiente, que generaba deficiencias en el aporte de vitaminas entre otras cosas. Y ellos lo sabían. Sabían que aunque no estaban en ningún andén, sí que había una especie de tren. Uno que marchaba en silencio, lento pero inexorable. Este tren no iba a ningún campo de concentración, y ciertamente no les esperaban las cámaras de gas, pero si nadie hacía nada por evitarlo, el ritmo lento y monótono de aquel tren en el que estaban subidos les conduciría igualmente a la muerte.

—Quedaos aquí... —dijo Moses, extendiendo ambos brazos para protegerlos. Intentó vislumbrar a Sombra entre la gente que se arracimaba a su alrededor, pero había sido devorado por la masa, oculto en un mar de cuerpos que se movían de un lado a otro.

Sin embargo, la situación que temía no se produjo. Finalmente, hombres y mujeres empezaron a salir fuera, estremeciéndose por el helor que caía. Algunos habían tomado la precaución de llevarse ropa de abrigo, pero otros muchos estaban demasiado confundidos y asustados para pensar en esas cosas. Lentamente, la masa de gente fue circulando, y se unieron a la hilera que iba abandonando el antiguo convento.

Y cuando estaban a punto de cruzar el zaguán, un sonido intenso y penetrante como la sirena que anuncia un bombardeo empezó a sonar en la distancia.

La Alhambra también tenía sus secretos. Como cualquier lugar con un rico pasado, había visto pasar a pueblos y culturas que se fueron asentando a través de los siglos sobre los restos de las civilizaciones que los precedieron. Romanos, visigodos, árabes, íberos y cristianos utilizaron estos restos como solares donde levantar sus templos, suburbios y zonas residenciales. Las culturas se solapaban, no sólo temporalmente, sino también físicamente; edificios que en otro tiempo lucieron orgullosos sobre la superficie yacían ahora bajo tierra, y aunque de muchos de ellos sólo quedaban algunas ruinas apenas reconocibles, en otros, como los viejos túneles donde Zacarías y sus hombres se ocultaban, estos restos se encontraban razonablemente conservados.

Se trataba de un entramado de cámaras y túneles abiertos en la roca viva que el sultán Mohamed «El Hayzari» encontró casi por azar cuando apenas eran un pequeño escondrijo miserable. Fascinado por el carácter secreto de aquellos recovecos oscuros y fríos, ordenó su ampliación atendiendo a oscuros propósitos de los que nunca dio cuenta a nadie, y sesenta hombres trabajaron durante incontables días socavando la dura roca con herramientas básicas, del todo insuficientes. Algunos de aquellos trabajadores murieron en aquellos túneles angostos, ahogados en los vapores asfixiantes de sus lámparas de aceite y el polvo de roca o sepultados por los eventuales desprendimientos cuando encontraban una bolsa de arena.

Ahora, Zacarías utilizaba aquellos muros ancestrales y malditos, forjados con el esfuerzo de hombres llevados a la extenuación, para dibujar una circunferencia de trazos difusos y deformes utilizando el chorro de su orina. Cuando hubo terminado, aspiró el aroma tibio, que recordaba vagamente a la sopa de espárragos, y se volvió.

—¿Cómo está? —preguntó a los hombres.

—Creo que está bastante drogado, eso creo —dijo uno de ellos.

Estaba arrodillado junto a Juan Aranda, que estaba tendido sobre un par de mantas, e inclinaba la cabeza para alinearse con la de él. Juan respiraba pesadamente, como quien ha caído en un sueño profundo demasiado repentinamente.

Se encontraban en una cueva de forma semicircular, de paredes lisas y pulimentadas. Tres ramales salían de ella y se internaban en la oscuridad, en distintas direcciones. Sobre la roca madre habían extendido unos cables oscuros que colgaban, flácidos, entre los soportes que los sostenían cada pocos metros. Uno de esos cables se descolgaba de la pared y alimentaba un rudimentario foco: apenas dos luces circulares montadas sobre un atril. La luz que generaban era macilenta y teñía la escena de un tono amarillo enfermizo.

—Espero que sólo sea eso —dijo Zacarías.

—Barraca lo dirá.

Zacarías asintió.

—Más le vale... —dijo, pensativamente—. No debimos dejarle tanto tiempo con esos carniceros.

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