Guía del autoestopista galáctico (8 page)

BOOK: Guía del autoestopista galáctico
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—La vogonidad —le sopló Ford.

—¡Ah, sí! La vogonidad, perdón, del alma piadosa del poeta —Arthur sintió que estaba en la recta final—, que por medio de la estructura del verso procura sublimar esto, trascender aquello y reconciliarse con las dicotomías fundamentales de lo otro distaba alcanzando un crescendo triunfal, y uno se queda con una vívida y profunda intuición de… de… hmm…

Y de pronto le abandonaron las ideas. Ford se apresuró a dar el
coup de grâce
:

—¡De cualquiera que sea el tema de que trate el poema! —gritó; y con la comisura de la boca, añadió—: Bien jugado, Arthur, eso ha estado muy bien.

El vogón los estudió. Por un momento se emocionó su exacerbado espíritu racial, pero pensó que no: era un poquito demasiado tarde. Su voz adoptó el timbre de un gato que arañara nailon pulido.

—De manera que afirmáis que escribo poesía porque bajo mi apariencia de maldad, crueldad y dureza, en realidad deseo que me quieran —dijo. Hizo una pausa—. ¿Es así?

—Pues yo diría que sí —repuso Ford, lanzando una carcajada nerviosa—. ¿Acaso no tenemos todos en lo más profundo, ya sabe… hmm…?

El vogón se puso en pie.

—Pues no, estáis completamente equivocados —afirmó—. Escribo poesía únicamente para complacer a mi apariencia de maldad, crueldad y dureza. De todos modos, os voy a echar de la nave. ¡Guardia! ¡Lleva a los prisioneros a la antecámara de compresión número tres y échalos fuera!

—¡Cómo! —gritó Ford.

Un guardia vogón, joven y corpulento, se acercó a ellos y les desató las correas con sus enormes brazos gelatinosos.

—¡No puede echarnos al espacio —gritó Ford—, estamos escribiendo un libro!

—¡La resistencia es inútil! —gritó a su vez el guardia vogón. Era la primera frase que había aprendido cuando se alistó al Cuerpo de Guardia vogón.

El capitán observó la escena con despreocupado regocijo y luego les dio la espalda.

Arthur miró a su alrededor con ojos enloquecidos.

—¡No quiero morir todavía! —gritó—. ¡Aún me duele la cabeza, estaré de mal humor y no lo disfrutaré!

El guardia los sujetó firmemente por el cuello, hizo una reverencia a la espalda de su capitán, y los sacó del puente sin que dejaran de protestar. La puerta de acero se cerró y el capitán quedó solo de nuevo. Canturreó en voz baja y se puso a reflexionar, hojeando ligeramente su cuaderno de versos.

—Hmmm… —dijo—,
el contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental
… —lo consideró durante un momento y luego cerró el libro con una sonrisa siniestra.

—La muerte es algo demasiado bueno para ellos —sentenció.

El largo corredor forrado de acero recogía el eco del débil forcejeo de los dos humanoides, bien apretados bajo las elásticas axilas del vogón.

—Es magnífico —farfulló Ford—, realmente fantástico. ¡Suéltame, bestia!

El guardia vogón siguió arrastrándolos.

—No te preocupes —dijo Ford en tono nada esperanzador—. Ya se me ocurrirá algo.

—¡La resistencia es inútil! —chilló el guardia.

—No digas eso —tartamudeó Ford—. ¿Cómo se puede mantener una actitud mental positiva si dices cosas así?

—¡Por Dios! —protestó Arthur—. Hablas de una actitud mental positiva, y ni siquiera han demolido hoy tu planeta. Al despertarme esta mañana, pensé que iba a pasar el día tranquilo y relajado, que leería un poco, cepillaría al perro… ¡Ahora son más de las cuatro de la tarde y están a punto de echarme de una nave espacial a seis años-luz de las humeantes ruinas de la Tierra!

El vogón apretó su presa y Arthur dejó escapar gorgoritos y balbuceos.

—¡De acuerdo —convino Ford—, pero deja de asustarte!

—¿Quién ha dicho nada de asustarse? —replicó Arthur—. Esto no es más que una conmoción cultural. Espera a que me acostumbre a la situación y comience a orientarme. ¡Entonces empezaré a asustarme!

—Te estás poniendo histérico, Arthur. ¡Cierra el pico!

Ford hizo un esfuerzo desesperado por pensar, pero le interrumpió el guardia, que gritó otra vez:

—¡La resistencia es inútil!

—¡Y tú también podrías callarte la boca! —le replicó Ford.

—¡La resistencia es inútil!

—¡Pero déjalo ya!

Ford torció la cabeza hasta que pudo mirar de frente al rostro de su captor. Se le ocurrió una idea.

—¿De veras te gustan estas cosas? —le preguntó de pronto.

El vogón se detuvo en seco y una expresión de enorme estupidez se deslizó poco a poco por su cara.

—¿Que si me gustan? —bramó—. ¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir —le explicó Ford—, es que si te llena de satisfacción el ir pisando fuerte por ahí, dando gritos y echando a la gente de naves espaciales…

El vogón miró fijamente al bajo techo de acero y sus cejas casi se montaron una encima de otra. Se le aflojó la boca.

—Pues el horario es bueno…

—Tiene que serlo —convino Ford.

Arthur torció el cuello por completo para mirar a Ford.

—¿Qué intentas hacer, Ford? —le preguntó con un murmullo de perplejidad.

—Sólo trato de interesarme en el mundo que me rodea, ¿conforme? —le contestó y siguió diciéndole al vogón—: De modo que el horario es muy bueno…

El vogón bajó la vista hacia él mientras pensamientos perezosos giraban tumultuosamente en sus lóbregas profundidades.

—Sí —dijo—, pero ahora que lo mencionas, la mayor parte del tiempo resulta bastante asqueroso. Salvo… —volvió a pensar, lo que exigía mirar al techo—, salvo algunos gritos que me gustan mucho.

Se llenó de aire los pulmones y bramó:

—¡La resistencia es…!

—Sí, claro —le interrumpió Ford a toda prisa—; eso lo haces muy bien, te lo aseguro. Pero en su mayor parte es asqueroso —dijo con lentitud, dando tiempo a las palabras para que llegasen a su objetivo—. Entonces, ¿por qué lo haces? ¿A qué se debe? ¿A las chicas? ¿A la zurra? ¿Al
machismo
? ¿O simplemente crees que el acomodarse a ese estúpido hastío presenta un desafío interesante?

Arthur miró desconcertado de un lado para otro.

—Hmm… —dijo el guardia—, hmm… hmm…, no sé. Creo que en realidad… me limito a hacerlo. Mi tía me dijo que ser guardia de una nave espacial era una buena carrera para un joven vogón; ya sabes, el uniforme, la cartuchera de la pistola de rayos paralizantes, que se lleva muy baja, el estúpido hastío…

—Ahí tienes, Arthur —dijo Ford con aire del que llega a la conclusión de su argumento—, y creías que tú tenías problemas.

Arthur pensó que sí los tenía. Aparte del asunto desagradable que le había ocurrido a su planeta, el guardia vogón ya le había medio estrangulado, y no le gustaba mucho la idea de que lo arrojaran al espacio.

—Procura entender
su problema
—insistió Ford—. Ahí tienes a este pobre muchacho, cuyo trabajo de toda la vida consiste en andar pisando fuerte por ahí, echando a gente de naves espaciales.

—Y dando gritos —añadió el guardia.

—Y dando gritos, claro —repitió Ford, y dio unos golpecitos al brazo gelatinoso que le apretaba el cuello con simpática condescendencia—. ¡Y ni siquiera sabe por qué lo hace!

Arthur convino en que era muy triste. Lo expresó con un gestito débil, porque estaba muy asfixiado para poder hablar.

El guardia lanzó unos profundos gruñidos de estupefacción.

—Pues ahora que lo dices, supongo…

—¡Buen chico! —le animó Ford.

—De acuerdo —continuó con sus gruñidos—, ¿y qué remedio me queda?

—Pues —dijo Ford, animándose pero alargando las palabras— dejar de hacerlo, por supuesto. Diles que ya no volverás a hacerlo más.

Pensó que debería añadir algo más, pero de momento parecía que el guardia tenía la mente muy ocupada meditando sus palabras.

—H­h­u­u­u­u­u­u­m­m­m­m­m­m­m­m­m­m­m­m­m­m­m… —dijo el guardia— hum…, pues eso no me suena muy bien.

De pronto, Ford sintió que se le escapaba la oportunidad.

—Pero espera un momento —le apremió—, eso es sólo el principio, ¿comprendes?; la cosa no es tan sencilla como crees…

Pero en ese momento el guardia volvió a afianzar su presa y continuó con su primitiva intención de llevarlos a rastras a la esclusa neumática. Era evidente que estaba muy afectado.

—No; creo que si os da lo mismo —les dijo—, será mejor que os meta en esa antecámara de compresión y luego me vaya a dar otros cuantos gritos que tengo pendientes.

A Ford Prefect no le daba lo mismo en absoluto.

—¡Pero venga… oye! —dijo, menos animado y con menos lentitud.

—¡Aahhhhgggggggnnnnnn! —dijo Arthur con una inflexión nada clara.

—Pero espera —insistió Ford—, ¡todavía tengo que hablar de la música, del arte y de otras cosas! ¡Uuuuuffffff!

—¡La resistencia es inútil! —bramó el guardia, y luego añadió—: Mira, si sigo en esto, dentro de un tiempo puede que me asciendan a Jefe de Gritos, y no suele haber muchas plazas vacantes de agentes que no griten ni empujen a la gente, de manera que, según me parece, será mejor que siga haciendo lo que sé.

Ya habían llegado a la esclusa neumática: una escotilla ancha y circular de acero macizo, fuerte y pesada, abierta en el revestimiento interior de la nave. El guardia manipuló un mando y la escotilla se abrió con suavidad.

—Pero muchas gracias por vuestro interés —les dijo el guardia vogón—. Adiós.

Arrojó a Ford y a Arthur por la escotilla a la pequeña cabina interior.

Arthur cayó jadeando al suelo. Ford se volvió tambaleante y arremetió inútilmente con el hombro contra la escotilla que se cerraba de nuevo.

—¡Pero oye —le gritó al guardia—, hay todo un mundo del que tú no sabes nada! Escucha, ¿qué te parece esto?

Desesperado, recurrió a la única manifestación de cultura que le vino espontáneamente a la cabeza: el primer acorde de la Quinta de Beethoven.


¡Da da da dum!
¿No despierta eso nada en ti?

—No —contestó el guardia—, nada en absoluto. Pero se lo diré a mi tía.

Si después de eso añadió algo más, no se oyó. La escotilla se cerró completamente y desaparecieron todos los ruidos salvo el leve y distante zumbido de los motores de la nave.

Se encontraban en una cámara cilíndrica, brillante y pulida de unos dos metros de ancho por tres de largo.

Ford miró a su alrededor, sofocado.

—Creí que era un tipo inteligente en potencia —dijo, desplomándose contra la pared curva.

Arthur seguía tumbado en el suelo combado, en el mismo sitio donde había caído. No levantó la vista. Sólo se quedó tumbado, jadeando.

—Ahora estamos atrapados, ¿verdad?

—Sí —admitió Ford—, estamos atrapados.

—¿Y no se te ha ocurrido nada? Creí que habías dicho que ibas a pensar algo. Tal vez lo hayas hecho y yo no me he dado cuenta.

—Claro que sí, se me ha ocurrido algo —jadeó Ford. Arthur lo miró, expectante.

—Pero desgraciadamente —prosiguió Ford—, tendríamos que estar al otro lado de esa esclusa neumática.

Dio una patada a la escotilla por donde acababan de entrar.

—Pero ¿de verdad era una buena idea?

—Claro que sí, muy buena.

—¿Y de qué se trataba?

—Pues todavía no había elaborado los detalles. Ahora ya no importa mucho, ¿verdad?

—Entonces…, hmm, ¿qué va a ocurrir ahora?

—Pues… hmmm, dentro de unos momentos se abrirá automáticamente esa escotilla de enfrente, y supongo que saldremos disparados al espacio profundo y nos asfixiaremos. Si nos llenamos de aire los pulmones, tal vez podamos durar treinta segundos… —dijo Ford.

Se puso las manos a la espalda, enarcó las cejas y empezó a canturrear un antiguo himno de batalla betelgeusiano. De pronto, a los ojos de Arthur, parecía tener un aspecto muy extraño.

—Así que ya está —dijo Arthur—, vamos a morir.

—Sí —admitió Ford—; a menos que, ¡no! ¡Espera un momento! —De pronto se abalanzó por la cámara hacia algo que estaba detrás de la línea de visión de Arthur—. ¿Qué es ese interruptor?

—¿Cuál? ¿Dónde? —gritó Arthur, dándose la vuelta.

—No, sólo estaba bromeando —confesó Ford—; al final, vamos a morir.

Volvió a desplomarse contra la pared y siguió con la melodía por donde la había interrumpido.

—¿Sabes una cosa? —le dijo Arthur—; en ocasiones como ésta, cuando estoy atrapado en una escotilla neumática vogona con un habitante de Betelgeuse y a punto de morir asfixiado en el espacio profundo, realmente desearía haber escuchado lo que me decía mi madre cuando era joven.

—¡Vaya! ¿Y qué te decía?

—No lo sé; no la escuchaba.

—Ya.

Ford siguió canturreando.

«Esto es horrible —pensaba Arthur para sí—, todo lo que queda soy yo y las palabras
Fundamentalmente inofensiva
. Y dentro de unos segundos lo único que quedará será
Fundamentalmente inofensiva
. Y ayer el planeta parecía ir tan bien…» Zumbó un motor.

Se oyó un leve silbido que se convirtió en un rugido ensordecedor al penetrar el aire por la escotilla exterior, que se abrió a un negro vacío salpicado de diminutos puntos luminosos, increíblemente brillantes. Ford y Arthur salieron disparados al espacio exterior como corchos de una pistola de juguete.

8

La
Guía del autoestopista galáctico
es un libro absolutamente notable. Se ha compilado y recopilado bastantes veces a lo largo de muchos años bajo un cúmulo de direcciones diferentes. Contiene contribuciones de incontables cantidades de viajeros e investigadores.

La introducción empieza así:

«El espacio
—dice—
es grande. Muy grande. Usted simplemente se negará a creer lo enorme, lo inmensa, lo pasmosamente grande que es. Quiero decir que quizá piense que es como un largo paseo por la calle hasta la farmacia, pero eso no es nada comparado con el espacio. Escuche…
», y así sucesivamente.

(Más adelante el estilo se asienta un poco, y el libro empieza a contar cosas que realmente se necesita saber, como el hecho de que el planeta Bethselamin, fabulosamente hermoso, está ahora tan preocupado por la erosión acumulada de diez mil millones de turistas que lo visitan al año, que cualquier desproporción entre la cantidad de alimento que se ingiere y la cantidad que se excreta mientras se está en el planeta, se elimina quirúrgicamente del peso del cuerpo en el momento de la marcha del visitante: de manera que siempre que uno vaya al lavabo, es muy importante que le den un recibo.)

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