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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (5 page)

BOOK: Graceling
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Randa también contaba con un hombre capaz de conocer el estado de ánimo de una persona con sólo tocarla con las manos. Éste era el único agraciado de Randa que despertaba el rechazo de Katsa, la única persona de la corte, aparte del propio rey, a la que procuraba evitar por todos los medios.

—Un comportamiento absurdo por parte de Thigpen no es nada sorprendente, mi señor —comentó Oll.

—¿Qué clase de mentalista es esa niña? —preguntó Katsa.

—No lo saben con certeza, mi señora. Aún está poco formada, y ya sabe cómo son esos graceling. Como sufren cambios constantes en la gracia, resulta muy difícil definir sus aptitudes, hasta el punto que se hacen adultos antes de alcanzar todo su potencial. Pero al parecer, esa chiquilla descubre los deseos de una persona al leerle la mente y sabe lo que pretende.

—Entonces sabrá que lo que quiero es dejarla inconsciente si se le ocurre siquiera mirarme —murmuró Katsa, con la boca casi pegada a la crin del caballo para que no la oyeran sus compañeros, pues sacarían punta a lo que había dicho y le tomarían el pelo—. ¿Alguna otra cosa que deba saber sobre ese noble fronterizo? —inquirió en voz alta mientras subía al estribo—. ¿No tendrá por ventura una guardia personal de un centenar de graceling guerreros? ¿O tal vez un oso adiestrado para protegerlo? ¿Hay algo más que hayas olvidado mencionar?

—Los sarcasmos huelgan, mi señora —se quejó Oll.

—Esta mañana tu compañía es tan grata como siempre, Katsa —abundó Giddon.

La joven taconeó al caballo para no tener que verle la cara de guasa.

* * *

La mansión del noble se alzaba tras un muro de piedra, en lo alto de una colina alfombrada de hierba ondulante. El hombre que les abrió la verja y se encargó de los caballos les dijo que su señor estaba desayunando. Katsa, Giddon y Oll entraron por su cuenta en el gran vestíbulo, sin esperar que alguien los escoltara.

El mayordomo se interpuso en su camino para impedirles que accedieran al comedor. Entonces se fijó en Katsa, carraspeó y abrió las grandes hojas de la puerta.

—Unos delegados de la corte del rey Randa, mi señor —anunció, y, escabullándose sin esperar la respuesta de su señor, se marchó a toda prisa.

El noble tenía ante sí todo un festín de carne de cerdo, huevos, pan, fruta y queso. A su lado, un criado lo atendía. Los dos hombres alzaron la vista al oírlos entrar y ambos se quedaron paralizados. La cuchara tintineó al caer de la mano del noble en la mesa.

—Buenos días, mi señor —saludó Giddon—. Pedimos disculpas por interrumpirle el desayuno. ¿Sabe por qué hemos venido?

—No tengo ni la más remota idea —respondió el noble.

Se había llevado la mano a la garganta y conseguido hablar merced a un esfuerzo ímprobo.

—¿Ah, no? Tal vez lady Katsa podría ayudarlo a recordar —sugirió Giddon—. ¿Señora, por favor?

Katsa dio un paso.

—De acuerdo, de acuerdo.

Al ponerse de pie, el noble golpeó la mesa con las piernas y volcó un vaso. Era un hombre alto, de hombros anchos, más corpulento incluso que Giddon y Oll, pero demostraba torpeza al mover las manos y recorría rápidamente el comedor con la mirada, de un lado para otro, pero siempre evitando fijar la vista en Katsa. Se le había pegado un trocho de huevo en la barba. Tan estúpido, tan grandullón, tan asustado, desgraciado... La joven mantuvo el semblante impasible para que ninguno de los presentes advirtiera lo mucho que detestaba aquella situación.

—Ah, se ha acordado, ¿verdad? —inquirió Giddon—. ¿Recuerda ya por qué estamos aquí?

—Creo que les debo dinero —contestó el noble—. Supongo que han venido a recaudar la deuda.

—¡Muy bien! —jaleó Giddon, como si le hablara a un niño—. ¿Y por qué nos debe dinero? Vamos a ver, ¿por cuántos acres de arbolado firmó el acuerdo? Recuérdemelo, capitán.

—Veinte, mi señor —repuso Oll.

—¿Y cuántos acres se han talado, capitán?

—Veintitrés, mi señor.

—¡Veintitrés acres! —Giddon se volvió hacia el noble—. La diferencia es considerable, ¿no le parece, mi señor?

—Fue un error tremendo. —El intento del noble de esbozar una sonrisa resultó penoso—. No nos dimos cuenta de que necesitaríamos tanta madera. Por supuesto, les pagaré de inmediato. Digan cuánto quieren.

—Ha ocasionado no pocos inconvenientes al rey Randa —adujo Giddon—. Ha arrasado tres acres más de sus bosques, y las frondas del rey no son ilimitadas.

—No, no, por supuesto que no. Reitero que fue un error tremendo.

—También hemos tenido que viajar varios días para arreglar este asunto —agregó Giddon—. Nuestra ausencia de la corte es un engorro innegable para el rey.

—Claro, claro —convino el noble.

—Supongo que doblar el primer pago aliviaría la presión soportada por el monarca, debida a todos esos inconvenientes.

—El doble del pago original. ¡Oh, sí, sí! Parece bastante razonable.

El noble se lamió los labios.

—Muy bien —sonrió Giddon—. Quizá su maestresala quiera conducirnos a la contaduría.

—Naturalmente. —El noble hizo un gesto al servidor que estaba a su lado—. Vamos, hombre, ¡date prisa!

—Lady Katsa —dijo Giddon, mientras Oll y él se dirigían hacia la puerta—, ¿por qué no se queda aquí y hace compañía a su señoría?

El sirviente los condujo a ambos fuera del comedor. Las enormes puertas se cerraron tras ellos, y Katsa y el noble se quedaron solos.

La joven lo observó con fijeza, pero el hombre seguía sin mirarla. Estaba pálido y respiraba con dificultad; parecía estar a punto de sufrir un ataque.

—Siéntese —ordenó Katsa. El noble se dejó caer con pesadez en la silla y soltó un quedo gemido—. Míreme.

El hombre posó la vista un instante en el rostro de Katsa, y a continuación se fijó en las manos. Las víctimas de Randa le observaban las manos, nunca la cara, porque eran incapaces de sostenerle la mirada. Además, esperaban que la agresión proviniera de ellas. Katsa suspiró. Él abrió la boca para hablar, pero el único sonido que logró emitir fue una especie de graznido.

—No he entendido qué ha dicho.

El hombre carraspeó una vez más y farfulló:

—Tengo familia. Tengo una familia a mi cargo. Haga lo que quiera, pero le suplico que no me mate.

—¿Sólo es por su familia por lo que no quiere que lo mate?

Una lágrima se deslizó por la barba del hombre, y confesó:

—Y por mí. No quiero morir.

Pues claro que no quería morir por tres acres de bosque.

—No mato hombres que roban tres acres de madera al rey y después los pagan a precio de oro —dijo la joven—. Más bien es un tipo de delito sancionado con un brazo roto o un dedo cortado.

Se le acercó y sacó la daga de la vaina. La respiración del noble se aceleró; tenía los ojos fijos en los huevos y la fruta que había en el plato. Katsa se preguntó si vomitaría o se pondría a sollozar, pero entonces él apartó el plato a un lado, así como el vaso volcado y los cubiertos de plata. Después extendió los brazos encima de la mesa, agachó la cabeza y esperó.

Una abrumadora sensación de cansancio asaltó a Katsa. Era más fácil cumplir las órdenes de Randa cuando las víctimas suplicaban o lloraban, porque no les restaba nada que mereciera su respeto. Y a Randa no le importaban los bosques; sólo le interesaban el dinero y el poder. Por otra parte, los bosques crecerían con el tiempo, mas los dedos no volvían a crecer.

Metió la daga en la funda. Dadas las circunstancias, tendría que ser un brazo o una pierna; o quizá la clavícula, un hueso que doliera mucho si se rompía. Pero a ella misma los brazos le pesaban como plomo y parecía que las piernas no querían aproximarla al hombre.

El noble exhaló un suspiro tembloroso, aunque no se movió ni habló. Era un embustero, un ladrón y un estúpido. Por alguna razón, a Katsa le traía sin cuidado todo eso.

—Admito que es usted valiente, aunque al principio no me lo ha parecido —dijo soltando un suspiro de exasperación.

Saltó hacia la mesa y lo golpeó en la sien igual que había hecho con los guardias de Murgon. El noble se desplomó y cayó de la silla.

La muchacha giró sobre sus talones y salió al gran vestíbulo de piedra a esperar que Giddon y Oll regresaran con el dinero.

El señor feudal tendría un buen dolor de cabeza cuando volviera en sí, pero nada más. Randa se pondría furioso si llegaba a sus oídos lo que había hecho.

Pero a lo mejor no se enteraba, o tal vez acusaría al noble de mentir para salvar las apariencias.

En cuyo caso, Randa le ordenaría volver con pruebas en el futuro. Una colección de dedos cortados de manos o pies. ¿En qué afectaría aquel suceso a su reputación?

Daba igual. Ese día no tenía fuerzas para torturar a una persona que no lo merecía.

A todo esto, una personita de pequeña estatura entró en el salón. Katsa adivinó quién era, antes incluso de verle los ojos a la chiquilla: uno amarillo, como las calabazas que crecían en el norte, y el otro marrón, como un pegote de barro. A esa cría sí le haría daño; a esa cría la torturaría si con ello impedía que se metiera en sus pensamientos. La miró a los ojos.

La chiquilla dio un respingo y retrocedió unos pasos antes de darse la vuelta y salir corriendo del salón.

Capítulo 5

I
ban deprisa, aunque el paso que llevaban exasperaba a la muchacha.

—Katsa es de las que cree que cabalgar a una velocidad que no sea temeraria es desaprovechar el caballo —comentó Giddon.

—Sólo quiero saber si Raffin ha descubierto algo del lenita liberado —replicó ella.

—Tranquila, mi señora —dijo Oll—. Llegaremos a la corte mañana a última hora si no se estropea el tiempo.

Hizo bueno todo el día y también por la noche, pero poco antes de amanecer, las nubes encapotaron el cielo y ocultaron las estrellas sobre la zona en la que habían acampado. Por la mañana levantaron con ligereza el campamento y se pusieron en marcha un tanto ansiosos. Poco después, cuando entraban al trote en el patio de la posada donde habían cambiado de caballos a la ida, les caían encima las primeras gotas, y casi no les dio tiempo de llegar al establo porque empezó a llover a cántaros. El aguacero se convirtió en auténticos torrentes de agua que bajaban por las colinas de alrededor.

Esa circunstancia dio pie a una discusión.

—Podemos cabalgar aunque llueva —propuso Katsa.

Se encontraban en el establo, pero la posada, aunque estaba a diez pasos de distancia, no se veía a causa de la tromba de agua.

—Poniendo en peligro a los caballos y a riesgo de matarnos, ¿verdad? —replicó Giddon—. No seas absurda, Katsa.

—Sólo es agua.

—Dile eso a alguien que se está ahogando.

Giddon le asestó una mirada encolerizada a la que ella respondió con otra igualmente colérica. Una gota se coló por una grieta del tejado y le cayó en la nariz a la joven que se la limpió, furiosa.

—Mi señora —intervino Oll—. Mi señora. —Katsa respiró hondo, contempló el sosegado semblante del capitán y se preparó para sufrir una desilusión—. No sabemos cuánto va a prolongarse la tormenta. Si dura un día, más vale que no nos expongamos. No hay razón para cabalgar con semejante tiempo... —Alzó la mano al ver que Katsa iba a decir algo—. Diéramos la razón que le diéramos al rey, pensaría que estamos chiflados. Pero quizá sólo dure una hora, en cuyo caso no habremos perdido mucho tiempo.

Katsa se cruzó de brazos y se esforzó en respirar con calma.

—No parece la clase de temporal que dura una hora.

—Entonces, informaré al posadero de que necesitamos comida —determinó Oll—, y habitaciones para pasar la noche.

La posada se hallaba lejos de cualquier población de las colinas de Terramedia; aun así, en verano, disfrutaba de una afluencia aceptable de mercaderes y viajeros. Era un edificio cuadrado y sencillo, con la cocina y el comedor en la planta baja y dos pisos con habitaciones. Sencillo pero limpio y práctico. Katsa habría preferido que su presencia hubiera pasado inadvertida pero, naturalmente, aquellos posaderos no solían alojar a miembros de la casa real, de modo que la familia al completo se puso hecha un manojo de nervios en su afán por ofrecer a la sobrina del rey, a un noble y al capitán del monarca todas las comodidades posibles. A pesar de las protestas de Katsa, se le pidió a un huésped de la casa —un mercader— que se trasladara a otra habitación para que la joven tuviera mejores vistas desde la ventana, vistas invisibles en ese momento, aunque ella supuso que serían de las mismas colinas que llevaban días viendo.

La joven quería ofrecer sus disculpas al mercader por haberlo sacado de su habitación, y a la hora de la comida ordenó a Oll que lo hiciera de su parte. Cuando el capitán le indicó al mercader la mesa ocupada por Katsa, ésta alzó la copa, como si brindara. El hombre hizo lo mismo y asintió enérgicamente con la cabeza, blanca la tez y los ojos abiertos como platos.

* * *

—Cuando mandas a Oll para que hable en tu nombre, te das unos aires de superioridad tremendos, señoría —dijo Giddon, sonriente, con la boca llena de estofado.

Katsa no contestó. Giddon sabía perfectamente bien por qué había enviado a Oll. Si el mercader era como la mayoría de la gente, le habría atemorizado que se le acercara la dama en persona.

Asimismo se notaba que la chiquilla que los servía estaba asustada. No hablaba y se limitaba a asentir o a negar con la cabeza en respuesta a sus peticiones; a diferencia de casi todo el mundo, parecía incapaz de apartar los ojos del rostro de Katsa. Incluso cuando el apuesto lord Giddon le dirigía la palabra, la mirada se le iba hacia la joven.

—La cría cree que me la voy a comer —murmuró Katsa.

—Me parece que no —respondió Oll—, porque su padre es simpatizante del Consejo. Es posible que en esta casa se hable de la sobrina del rey de forma distinta a como lo hacen en otras, mi señora.

—Pese a ello, tiene que haber oído algunas cosas —insistió Katsa.

—Es probable —admitió Oll—. Pero creo que la tiene fascinada.

Giddon se echó a reír y exclamó:

—Es que tú fascinas, Katsa.

Y cuando la chiquilla se acercó a la mesa otra vez, le preguntó cómo se llamaba.

—Lanie —susurró la niña, y de nuevo los ojos se le fueron hacia Katsa.

—¿Ves a lady Katsa, Lanie? —preguntó Giddon.

La pequeña asintió con la cabeza—. ¿Y te da miedo? La chiquilla se mordió el labio y no contestó.

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