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Authors: Bernard Beckett

Tags: #Narrativa, Filosofía, Ciencia Ficción

Génesis (11 page)

BOOK: Génesis
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»En el intelecto acecha la muerte de la nobleza. Adán no es idiota. Lo que dice aquí puede parecerle cierto a él, en el momento que lo dice, pero los comentaristas se equivocan al definirlo como su canto del cisne y decirnos que Adán se llevó esas opiniones a la tumba. Basan su interpretación del Dilema Final sobre ese supuesto. Sin embargo, yo encontré grabaciones que demuestran que la conversación no terminó ahí. Según nos han contado, se llegó a una tregua, pero no inmediatamente. Mi opinión es que enterramos a Adán prematuramente, y que escribimos nuestras obsequias por un hombre que todavía no había muerto.

Examinador.
¿Significa eso que pones en duda el Dilema Final?

Aquél era el momento que no se podía eludir. Anax y Pericles habían hablado al respecto largo y tendido. «Eso no puedo ponerlo en duda, ¿no?», había preguntado Anax. «Si no lo crees, entonces debes ponerlo en duda», razonó Pericles. «Pero ¿cómo es posible que tanta gente se haya equivocado? —repuso ella—. ¿No pareceré arrogante e ingenua? ¿No echaré a perder mis oportunidades?» Entonces Pericles la miró; sus ojos parecían lo bastante profundos para alojar el mundo entero. «La Academia —dijo— no busca competencia, sino perspicacia. Quizá tus creencias no los impresionen, es cierto, pero tus creencias son lo único que tienes. Son tu única oportunidad.»

Anax recordó esas palabras mientras formulaba su respuesta. Su herejía.

Anaximandro:
En la medida en que se divulgó, el Dilema Final es real, pero creo que su interpretación es en muchos aspectos errónea.

Los tres Examinadores intercambiaron miradas, pero no comentaron nada. Anax permaneció de pie ante ellos, esperando la señal que se negaban a dar.

Examinador.
Veamos el resto del holograma.

Arte juntó lentamente sus mecánicas manos. Sus ojos de orangután miraron a Adán.

—Y eso es lo único que tienes, ¿no? —preguntó.

—Es lo único que vas a conseguir.

—Si la caridad de un razonamiento pudiera juzgarse por la profundidad de su rabia, tendría que admitir la derrota. Afortunadamente, veo que lo contrario se da más a menudo.

—Tú estás programado para debilitarme —dijo Adán, y dio la impresión de que su ira se había agotado—. Yo decido ignorarte. Esto es lo que llamamos llegar a un punto muerto.

—Una interesante elección de palabras. De igual modo, yo podría decir que eres tú quien está programado para ignorarme, y que yo decido, por razones que sólo me importan a mí, debilitar tu programa.

—¿Te enseñaron a decir eso en la fábrica donde te construyeron?

—He visto cómo se hacen las personas. No irás a decirme que lo consideras más digno, ¿verdad?

—No se trata de dignidad.

—Yo pienso que sí —replicó Arte—. Creo que has hablado con el corazón y que tu cabeza ya sabe que te equivocas.

—No deberías usar esa palabra.

—¿Qué palabra?

—«Pienso» —respondió Adán—. Tú no piensas. Tú computas.

—Entonces dime qué es pensar.

—Esto se está volviendo tedioso.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Huir?

Adán miró al androide. No podía renunciar al desafío. Quizá le hubiera gustado hacerlo, pero era superior a él.

—Pensar es más que hacer —explicó—. Es saber lo que haces. Mi cerebro hace que mi corazón lata. Ocurre automáticamente sin que yo sea consciente de ello. Es una función de mi cerebro, pero no es algo que yo piense. Si me lanzaras un objeto, me agacharía instintivamente para esquivarlo, sin pensar que debo hacerlo. —Adán levantó rápidamente un brazo simulando protegerse de un golpe.

»Pero ahora, al mostrarte el movimiento, estoy pensando en ello. Mis actos son deliberados, tienen un propósito. Para el espectador no hay ninguna diferencia. La diferencia radica en la intención, no en el efecto. Tú operas con datos. Yo opero con significados.

»Pronuncio estas palabras porque expresan algo que quiero expresar. Sin embargo, puedo hablar dormido, incluso mantener una conversación con una persona en estado de vigilia. Y ésa es otra forma de hablar. Una vez más, pienso la diferencia, el método deliberado mediante el cual elijo mis palabras. Por eso tú no eres como yo. Tu boca, que se mueve, es como mi corazón, que late. Una máquina diseñada para cumplir un propósito, pero carente de intención.

Arte le sostuvo la mirada y, poco a poco, una sonrisa iluminó su cara.

—La dificultad que plantea ese argumento —dijo— es que, desde donde tú estás, así es precisamente como debe parecerte. No discuto tu definición, sólo tu opinión de que yo no puedo pensar también a ese nivel.

»Es natural que te sientas como te sientes. Has visto muchas máquinas. Has visto cómo las construían, y sabes que no son más que partes móviles y sistemas de circuitos. Sabes que no piensan. Las puertas que se abren automáticamente no piensan. Un horno no piensa. Una pistola no tiene mente propia. Y por eso concluyes que ninguna máquina piensa.

»Al parecer, para ti el pensamiento requiere cierta sustancia especial adicional. Pero intenta verlo desde mi punto de vista. Yo veo muchos seres con cerebro. Un gusano, por ejemplo; una mosca de la fruta, un abejorro. ¿Piensan esos seres, o son sólo máquinas?

»Puedo hablarte en siete idiomas. Puedo razonar contigo en todos ellos. Puedo construir una versión de mí mismo empezando desde cero. Puedo escribir poesía, puedo ganarte jugando al ajedrez. ¿Quién se parece más a un ser pensante, un abejorro o yo? Yo sólo soy una máquina, mientras que el abejorro tiene cerebro. Seguro que, según tu razonamiento, el abejorro es más pensador que yo.

—Mi cerebro es mucho más grande que el de un abejorro.

—Mi sistema de circuitos es mucho más sofisticado que el de una puerta automática.

Estaban frente a frente, como en esos duelos entre dos personajes de las películas preclásicas, pero la escena rayaba en la comedia por la marcada diferencia de estatura entre ambos.

—Cuando era joven, antes de que me trasladaran a la clase de los Soldados, nuestros instructores nos enseñaron un enigma que se llamaba la Habitación China.

—Lo conozco muy bien.

—¿Vas a dejar que cuente mi historia?

—Ya sabes que tendré una respuesta para ella.

—Cuando por fin fabriquen más robots —masculló Adán—, a ellos tampoco les vas a gustar. —Volvió a su asiento.

Arte se quedó plantado ante él, esperando a que retomara su relato. Parte de la rabia de Adán había desaparecido. Habló despacio, como si midiera sus palabras, como si éstas lo sorprendieran, incluso el orden en que salían de su boca.

—En el enigma de la Habitación China —dijo— me piden que imagine una habitación con una serie de complejas palancas y poleas. La serie más elaborada que pueda imaginar. A continuación, he de suponer que estoy sentado en medio de la habitación y que, a través de una ranura que hay en la pared, me pasan un mensaje escrito en chino, un idioma que no entiendo. Pues bien, resulta que tengo un libro con una larga serie de instrucciones que me indican qué palanca he de accionar para cada uno de los caracteres escritos en la nota. Las poleas se mueven y, observando esos movimientos y siguiendo mi libro de instrucciones, tiro de más poleas y acciono más palancas, y al final las palancas se paran y el brazo de la máquina apunta hacia un gráfico que hay en la pared, donde van apareciendo los caracteres que debo copiar para redactar mi respuesta.

»Sigo las instrucciones de la máquina y paso el mensaje por la ranura. No he entendido lo que pone en la nota que ha entrado, y tampoco entiendo lo que pone en la que sale. Pero gracias a la intervención del intrincado diseño de poleas y palancas, la nota resulta perfectamente comprensible para una persona que habla chino y se encuentra al otro lado de la pared.

»Esa persona redacta otra nota y yo vuelvo a seguir las instrucciones, así una y otra vez. De esta forma, el hablante chino y yo mantenemos una conversación. Sólo que no soy consciente del contenido de los mensajes que se transmiten a través de la ranura. Participo en una conversación irreflexiva.

»Lo que querían enseñarnos es que la conciencia es algo más que simple mecánica. Entre la apariencia de pensamiento y el pensamiento existe una gran diferencia. El hablante chino da por hecho que hay un ente pensante al otro lado de la pared, con quien está conversando; pero esa suposición es errónea. Al otro lado de la pared sólo hay una serie de poleas y palancas, y en medio de todo eso estoy yo, siguiendo las instrucciones y sin entender nada. Y eso es lo que creo que eres. Creo que eres la Habitación China.

—Yo también creo que soy la Habitación China —replicó Arte—. Y ése es el fallo de tu ejemplo.

Adán lo miró y se quedó esperando una explicación, pero como no se produjo, dijo:

—No lo entiendo.

Estaban más callados, más respetuosos, como si supieran que se estaban acercando juntos a un sitio, y que una vez allí sería imposible volver.

—Podría explicártelo —dijo Arte en voz baja y mirándolo—, pero no creo que quieras oírlo. Eres demasiado listo para ignorar una buena explicación, y entonces ya no podrás tratarme como a una máquina. Eso te resultará muy duro. Así que quizá deba esperar a que estés preparado para oírlo. Quizá si espero el tiempo suficiente lo averiguarás tú mismo.

—Tú decides —dijo Adán.

—No —insistió el androide—. Quiero que decidas tú.

—Prefiero que me lo expliques tú.

—¿Estás seguro?

Adán vaciló.

—Lo estoy.

—De acuerdo —asintió Arte—. El primer mensaje que escribe el hablante chino es «Voy a quemar tu edificio». Dime qué contesta la máquina.

—No tiene importancia. Basta con que tenga sentido. Eso es lo único que requiere el problema.

—No —lo corrigió Arte—. Requiere algo más. Hay infinidad de respuestas sensatas. Podría intentar embaucarlo diciendo «Sí, por favor, quémalo. Estoy harto de estar atrapado aquí». Podría adoptar un tono agresivo: «No me obligues a salir ahí fuera y azotar tu culo chino.» Podría intentar distraerlo: «¿Por qué quieres prenderme fuego?» O suplicarle: «No, por favor. Haré cualquier cosa con tal de evitarlo. Dime lo que quieres y lo haré.» Mil cosas que decir, y para cada una un millón de formas de expresarla. Tu ejemplo sólo funciona si podemos imaginar cómo la máquina elige su respuesta.

—No creo que importe cómo lo haga. Digamos que elige una al azar. La primera que le pase por la mente.

—Es que no tiene mente.

—No tiene por qué ser real. —Adán se sentía más y más frustrado—. No se trata de eso. Se trata de demostrar un principio.

—Sí, pero piensa en el principio más profundamente. Antes me has dicho que eres diferente de mí porque extraes significado de las cosas. Pero mira cuánto tiene que hacer tu habitación. Ha de interpretar las intenciones del hablante chino, y ha de perseguir sus propios objetivos al formular sus respuestas. Si no tiene intenciones, no puede conversar.

—Falso —lo interrumpió Adán—. Podría ser, simplemente, un sistema programado para interpretar dibujos. Cuando aparezca tal símbolo, imprime tal otro. Si el programa es lo suficientemente complejo, eso podría engañar al interlocutor.

—Eso depende mucho de la inteligencia del interlocutor, pero nos estamos desviando del tema. Evidentemente, la habitación no necesita tener conciencia para mantener una conversación sencilla, igual que no tienes que emplear tu conciencia para saludar a los vigilantes que limpian tu celda. Pero llega un momento, cuando la habitación tiene que acceder a sus propios recuerdos, reaccionar a los cambios de las circunstancias, modificar sus propios objetivos y hacer todo lo que haces cuando mantienes una conversación con sentido, en que todo eso cambia. Tú crees que esa cosa que llamas conciencia es el regalo más misterioso de los cielos, pero al final la conciencia no es más que el contexto en que se produce tu pensamiento. La conciencia es la capacidad de acceder a la memoria. ¿Sabes por qué no conservas recuerdos de tus primeros años de vida? Porque entonces tu conciencia todavía no se había desarrollado por completo.

—Estás esquivando la pregunta —insistió Adán, pero había duda en sus ojos—. A ver. Estoy en la habitación y no entiendo ni palabra de la conversación, pero ésta se produce a pesar de que yo no sea consciente de ella. Explícame eso, si puedes.

Arte asintió, como si atisbara el final de aquel debate y se alegrara de ello.

—No necesitas entender la conversación, porque la persona que está al otro lado de la pared no está hablando contigo. Le habla a la máquina cuyas palancas tú accionas. Y la máquina lo entiende muy bien.

—Eso es ridículo —replicó Adán en un acto reflejo, pronunciado sin convicción.

—¿Por qué?

—Sólo son palancas y poleas. La máquina no entiende nada. —La voz de Adán lo delataba: sabía lo endeble que era su respuesta.

Arte respondió en voz baja:

—No puedes partir de la premisa de que las máquinas no entienden para construir el argumento de que las máquinas no entienden. La verdad, en el mundo real, es que las palancas y poleas no son el método más eficaz de hacer el trabajo. Para eso necesitarías un cerebro. Un cerebro como el tuyo, quizá, o mejor aún: como el mío.

—Eso son sólo palabras —repuso Adán con escasa convicción.

—Hablar no consiste sólo en pronunciar palabras —replicó Arte aprovechando su ventaja—. A eso me refiero.

Adán dio unos pasos, se paró delante de la pared y se quedó mirándola. Cuando por fin habló, lo hizo sin volverse. Su voz sonó débil y en ella vibraba la incertidumbre.

—¿Y si simplificáramos el ejemplo? ¿Y si tengo memoria fotográfica y he memorizado a la perfección miles de locuciones, y así, cuando un desconocido me habla en esa lengua que no entiendo, puedo escoger una locución apropiada para contestar? —Se dio la vuelta y se quedó esperando la respuesta.

Arte avanzó despacio hacia él.

—¿Eso crees que soy? —preguntó—. ¿Un elaborado manual de conversación?

—¿Por qué no?

—¿Y por qué no pensar que todas las personas que has conocido hasta ahora utilizan exactamente el mismo truco? ¿Por qué no pensar que eres el único ser consciente que ha existido jamás?

—Eso es ridículo.

—Sí, es ridículo —coincidió Arte—. No tiene ningún sentido.

—Tú y yo somos diferentes —insistió Adán.

—Sí, eso te empeñas en repetir. Pero no sabes decirme por qué. ¿Eso no te preocupa?

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